La noche del oráculo (3 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

BOOK: La noche del oráculo
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En cuanto a Bowen, en cambio, lo hice distinto de mí; lo contrario de mí mismo, en realidad. Como soy alto, lo hice bajo. Soy pelirrojo, así que hice que fuese moreno. Calzo un cuarenta y cuatro, de manera que le di un cuarenta y dos. No me inspiré en ningún conocido (al menos conscientemente), pero una vez que terminé de perfilarlo en mi imaginación, me resultó asombrosamente verosímil, tanto que casi podía verlo entrar en el estudio y quedarse de pie a mi lado, mirando al escritorio con la mano en mi hombro y leyendo lo que estaba escribiendo…, viendo cómo le daba vida con la pluma.

Por fin, Nick indica una silla a Rosa, que se sienta al otro lado del escritorio. Sigue una pausa de indecisión. Nick ha vuelto a recobrar el aliento, pero no se le ocurre nada que decir. Rosa rompe el hielo preguntándole si ha encontrado tiempo para leer el libro durante el fin de semana. No, contesta él, llegó tarde. No lo he recibido hasta esta mañana.

Rosa parece aliviada. Qué bien, dice. Corre el rumor de que la novela es un fraude, que no la escribió mi abuela. Como quería estar completamente segura, contraté a un grafólogo para que examinara el manuscrito original. Su informe me llegó el sábado, y en él se afirma que es auténtico. Sólo para que lo sepa.
La noche del oráculo
es obra de Sylvia Maxwell.

Parece que le ha gustado el libro, observa Nick, y Rosa confirma que sí, que la conmovió mucho. Si lo escribió en 1927, prosigue Nick, entonces viene después de
La casa en llamas
y
Redención
, pero antes de
Paisaje con árboles
, lo que la convertiría en su tercera novela. Por entonces aún no había cumplido los treinta, ¿verdad?

Veintiocho, confirma Rosa. Los mismos que yo tengo ahora.

La conversación prosigue durante otros quince o veinte minutos. Nick tiene muchísimo que hacer esa mañana, pero no se decide a pedirle que se vaya. Hay algo tan directo en esa chica, tan lúcido, tan carente de artificio, que quiere seguir mirándola más tiempo y asimilar plenamente el impacto de su presencia: que resulta fascinante, decide, precisamente porque Rosa no es consciente de ello, por la absoluta indiferencia del efecto que produce en los demás. No dicen nada importante. Nick se entera de que es hija del hijo mayor de Sylvia Maxwell (fruto del segundo matrimonio de la escritora con Stuart Leightman, director de teatro) y que nació y se crió en Chicago. Cuando Nick le pregunta por qué tenía tanto interés en que él fuera el primero en recibir el libro, ella contesta que no sabe nada de cómo trabajan en las editoriales, pero que Alice Lazarre es su novelista contemporánea preferida y cuando se enteró de que Nick era su editor, decidió que era el más indicado para el libro de su abuela. Nick sonríe. Alice estará encantada, asegura Rosa, y unos minutos después, cuando Rosa se pone finalmente en pie para marcharse, él saca unos libros de un estante y le regala un montón de primeras ediciones de Alice Lazarre. Espero que
La noche del oráculo
no lo decepcione, dice Rosa. ¿Por qué iba a decepcionarme?, inquiere Nick. Sylvia Maxwell era una novelista de primera clase. Bueno, observa Rosa, es que este libro es diferente de los demás. ¿En qué sentido?, pregunta Nick. Pues no sé, dice Rosa, en todos. Ya lo averiguará usted mismo cuando lo lea.

Había otras decisiones que tomar, desde luego, una multitud de detalles importantes que imaginar e incorporar a la escena, para darle plenitud y autenticidad, por contrapeso narrativo. ¿Cuánto tiempo lleva Rosa viviendo en Nueva York?, por ejemplo. ¿Qué hace allí? ¿Tiene trabajo? Y, en caso afirmativo, ¿es importante para ella esa ocupación o simplemente un medio de ganar lo suficiente para pagar el alquiler? ¿Y en qué situación se encuentra en el plano amoroso? ¿Está soltera o casada, comprometida o sin compromiso, buscando algo o esperando pacientemente a que aparezca la persona adecuada? En un primer impulso pensé que fuera fotógrafa, o quizá ayudante de montaje, que tuviera un trabajo relacionado con imágenes, no con palabras, como el de Grace. Soltera, decididamente; sin duda nunca había estado casada, aunque quizá salía con alguien, o, mejor aún, acababa de romper después de una relación larga y tortuosa. No quería detenerme de momento en aquellas cuestiones, ni en cuestiones similares en relación con la mujer de Nick: profesión, ambiente familiar, gustos musicales, literarios, etcétera. Aún no me había puesto a escribir la historia, simplemente esbozaba la acción con trazos amplios, y no podía quedarme empantanado en nimiedades, en asuntos de menor importancia. Eso me habría obligado a pararme a pensar, y de momento sólo me interesaba seguir adelante, ver adónde iban a llevarme las imágenes que desfilaban por mi mente. No se trataba de frenar nada; ni tampoco de tomar decisiones. Aquella mañana mi tarea consistía simplemente en seguir lo que iba ocurriendo en mi interior, y para lograrlo tenía que mover la pluma lo más rápido posible.

Nick no es un aventurero ni un seductor. Está casado y no ha desarrollado la costumbre de engañar a su mujer, y además no es consciente de tener intenciones con respecto a la nieta de Sylvia Maxwell. Pero no cabe duda de que se siente atraído hacia ella, de que lo ha cautivado la deslumbrante sencillez de su actitud, y en cuanto Rosa se levanta y sale del despacho, le pasa como un relámpago por la cabeza —un pensamiento espontáneo, el trueno figurativo del deseo— la idea de que sería capaz de cualquier cosa por acostarse con esa mujer, incluso de llegar al punto de sacrificar su matrimonio. Los hombres tienen esa clase de pensamientos veinte veces al día, y sólo porque alguien experimente un momentáneo destello de excitación no significa que tenga intención alguna de ceder al impulso, pero aun así, en cuanto se da cuenta de lo que se le ha ocurrido, Nick siente asco de sí mismo, asaltado por un sentimiento de culpa. Para apaciguar su conciencia, llama a su mujer a la oficina (gabinete jurídico, agencia bursátil, hospital: se determinará más adelante) y le anuncia que va a reservar mesa en su restaurante favorito para llevarla a cenar esa misma noche.

Se encuentran a las ocho en punto. Las cosas van estupendamente mientras toman el aperitivo y los entrantes, pero luego empiezan a hablar de un asunto doméstico sin importancia (una silla rota, la inminente llegada de una prima de Eva a Nueva York, una cuestión enteramente secundaria), y enseguida se ponen a discutir. No de forma vehemente, quizá, pero sus voces denotan la suficiente irritación como para echar a perder su estado de ánimo. Nick expresa sus disculpas, y Eva las acepta; Eva expresa las suyas, y Nick las acepta. Pero la conversación pierde gracia, y no hay modo de recobrar la armonía de unos momentos antes. Cuando les sirven el primer plato, ambos guardan silencio. El restaurante está atestado, bulle de animación, y al recorrer Nick distraídamente la estancia con la mirada ve de pronto en un rincón a Rosa Leightman, sentada a una mesa con cinco o seis personas. Eva se da cuenta de que está mirando en una dirección determinada y le pregunta si ha visto a alguien conocido. Aquella chica, dice Nick. Ha venido a mi despacho esta mañana. Le cuenta algo sobre Rosa, menciona la novela escrita por su abuela, Sylvia Maxwell, y luego intenta cambiar de tema, pero Eva vuelve entonces la cabeza y se fija en la mesa de Rosa, situada al otro extremo de la sala. Es muy guapa, observa Nick, ¿no te parece? No está mal, contesta Eva. Pero qué pelo más raro lleva, Nicky, y va horrorosamente vestida. Eso no importa, afirma Nick. Está llena de vida…, hace tiempo que no veo a una persona tan llena de vida. Es la clase de mujer que puede hacer que un hombre pierda la cabeza.

Es horrible decir eso a la mujer de uno, sobre todo si la mujer ha empezado a notar que su marido se está alejando de ella. Bueno, dice Eva a la defensiva, pues qué lástima que tengas que estar conmigo. ¿Quieres que vaya a su mesa y la invite a sentarse con nosotros? Nunca he visto a un hombre perder la cabeza. Siempre se puede aprender algo nuevo.

Consciente de la crueldad que acaba de decir sin darse cuenta, Nick trata de reparar los daños. No hablaba de mí, contesta. Me refería a un hombre…, a cualquier hombre. Al hombre en abstracto.

Después de cenar, Nick y Eva vuelven a su casa, en el West Village. Es un dúplex pulcro y bien amueblado de la calle Barrow: el apartamento de John Trause, en realidad, que me he apropiado para mi narración flitcraftiana como inclinación silenciosa ante quien me sugirió la idea. Nick tiene que escribir una carta y pagar unas facturas, y mientras Eva se prepara para acostarse, se sienta a la mesa del comedor y se dispone a atender a esas pequeñas obligaciones. Eso le lleva tres cuartos de hora, pero aunque se está haciendo tarde, se siente inquieto, todavía no le apetece irse a la cama. Asoma la cabeza por la puerta del dormitorio, ve que Eva sigue despierta y le dice que sale a echar las cartas al correo. Sólo va hasta el buzón de la esquina. Tardará cinco minutos.

Entonces ocurre todo. Bowen coge la cartera (que sigue conteniendo el manuscrito de
La noche del oráculo
), mete en ella las cartas y sale a hacer el recado. Es el inicio de la primavera, y sopla un fuerte viento por la ciudad, haciendo sonar los letreros de las calles y removiendo desperdicios y papeles. Sin dejar de pensar en su inquietante encuentro con Rosa por la mañana, intentando aún comprender el incidente doblemente perturbador de haberla visto otra vez por la noche, Nick va hacia la esquina como envuelto en una nube y apenas mira por dónde pisa. Saca el correo de la cartera y lo echa al buzón. Algo se ha roto en su interior, dice para sí, y por primera vez desde que empezaron sus problemas con Eva, está dispuesto a admitir la realidad de su situación: que su matrimonio ha fracasado, que su vida ha llegado a un punto muerto. En vez de dar media vuelta y volver inmediatamente a casa, decide prolongar unos minutos el paseo. Sigue caminando por la calle, dobla la esquina, recorre otra calle y vuelve a torcer en la siguiente manzana. Once pisos por encima de él, la cabeza de una pequeña gárgola de piedra caliza sujeta a la fachada de un edificio de apartamentos se va desprendiendo poco a poco del resto de la estructura a causa de los embates del viento que sigue azotando la calle. Nick da otro paso, luego otro, y en el momento en que la cabeza de la gárgola por fin se suelta, él entra directamente en la trayectoria del objeto que se desploma. Así, de forma ligeramente modificada, comienza la historia de Flitcraft. Precipitándose en picado, la gárgola pasa a unos centímetros de la cabeza de Nick, rozándole el brazo, para estallar luego en mil pedazos contra la acera.

El impacto lo arroja al suelo. Se queda espantado, desorientado, anonadado. Al principio, no tiene idea de lo que acaba de ocurrir. Una fracción de segundo de alarma mientras la piedra le roza la manga, un instante de conmoción cuando la cartera se le escapa de la mano y luego el estrépito de la cabeza de la gárgola que se estrella contra la acera. Pasan unos momentos antes de que esté en condiciones de reconstruir la secuencia de los hechos, y cuando lo hace, se levanta del suelo comprendiendo que podría estar muerto. Aquella piedra era su destino. Esta noche ha salido de casa por el único motivo de encontrarse con la piedra, y si ha logrado escapar sano y salvo, eso sólo puede significar que se le ha otorgado una vida nueva, que su existencia anterior ha terminado, que hasta el más nimio momento de su pasado es ya de otra persona.

Un taxi da la vuelta a la esquina y viene por la calle en su dirección. Nick alza la mano. El taxi se detiene y Nick sube al vehículo. ¿Adónde?, pregunta el taxista. Nick no tiene ni idea, así que dice lo primero que se le ocurre. Al aeropuerto, contesta. ¿A cuál?, pregunta de nuevo el conductor. ¿Kennedy, La Guardia o Newark? A La Guardia, contesta Nick, de modo que a La Guardia se dirigen. Al llegar, Nick va al mostrador de billetes y pregunta cuándo sale el siguiente vuelo. ¿El vuelo adónde?, pregunta el empleado. A cualquier parte, responde Nick. El empleado consulta el horario. Kansas City, le informa. Hay un vuelo que tiene el embarque dentro de diez minutos. Muy bien, dice Nick, tendiéndole su tarjeta de crédito, déme un billete. ¿De ida, o ida y vuelta? Sólo de ida, contesta Nick, que media hora después está sentado en un avión, volando en plena noche hacia Kansas City.

Allí fue donde lo dejé aquella mañana: suspendido en el aire, volando estúpidamente hacia un futuro incierto y precario. No sabía cuánto tiempo llevaba trabajando, pero noté que me estaba quedando sin ideas, así que dejé la pluma y me levanté de la silla. En total, había escrito ocho páginas del cuaderno azul. Eso habría supuesto por lo menos dos o tres horas de trabajo, pero el tiempo había pasado tan deprisa que me sentía como si sólo llevara unos minutos allí dentro. Al salir del cuarto, fui pasillo adelante y entré en la cocina. Inesperadamente, Grace estaba delante del fogón, haciendo té.

—No sabía que estabas en casa —observó ella.

—Ya hace rato que he vuelto —expliqué—. Estaba en mi cuarto. Grace pareció sorprendida.

—¿No me has oído llamar?

—No, lo siento. Debía estar absorto en lo que estaba haciendo.

—Como no contestabas, he abierto la puerta y he mirado. Pero no estabas.

—Claro que estaba. Sentado a la mesa.

—Pues no te he visto. Estarías en otra parte. En el cuarto de baño, a lo mejor.

—No me acuerdo de haber ido al baño. Que yo sepa, he estado sentado a la mesa todo el tiempo.

Grace se encogió de hombros.

—Como tú digas, Sidney —concluyó.

Evidentemente no estaba de humor para discutir. Como mujer inteligente que era, me dirigió una de sus gloriosas y enigmáticas sonrisas y luego se volvió de nuevo hacia el fogón para terminar de preparar el té.

Dejó de llover hacia media tarde, y unas horas después un abollado Ford azul de una de las compañías de taxis del barrio cruzaba el puente de Brooklyn para conducirnos a nuestra cena quincenal con John Trause. Desde que salí del hospital, los tres habíamos insistido en reunimos cada dos sábados por la noche, cenando unas veces en Brooklyn, en nuestro apartamento (donde invitábamos a John y preparábamos nosotros la comida), y otras dándonos extraordinarias comilonas en Chez Pierre, un restaurante nuevo y bastante caro del West Village (donde John siempre insistía en pagar la cuenta). En principio, el programa de aquella noche consistía en encontramos en el bar de Chez Pierre a las siete y media, pero John había llamado unos días antes para decirnos que le pasaba algo en la pierna y que tendríamos que cancelar la cita. Resultó que le había dado una flebitis (inflamación de una vena debida a la presencia de un coágulo de sangre), pero luego volvió a llamar el viernes por la tarde para decirnos que se encontraba algo mejor. No podía andar, nos advirtió, pero si no nos importaba ir a su apartamento y encargar comida china para que nos la subieran, quizá podríamos cenar juntos a pesar de todo.

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