La música del mundo (20 page)

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Authors: Andrés Ibáñez

Tags: #Fantasía, Relato

BOOK: La música del mundo
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El pájaro de fuego,
dijo la vieja dama, y de improviso todos quedaron en silencio… «el pecho del pájaro echaba rayos de fuego» ¿lo recuerdan? este libro sabe tanto como Dios sobre las cosas y el tiempo, sobre el tiempo en general… no entiendo por qué ha querido lord Rasputín que lo tuviéramos… me preocupa

—yo ya dije antes, dijo Cosmeta, pero se calló inmediatamente


La monja sinsonte… El cuarto de la hermana del aseo

—estupendo libro, dijo Mrs. Stonewell, que acababa de dar una cabezada


La miel de los osos, Frutos de Godawlia

—Godawlia, murmuró Mrs. Stonewell… los lagos de Godawlia… «oro perdido y lejano»… cuánto tiempo

—lo ha leído usted todo, dijo Cosmeta admirado

—no conozco el libro, conozco el país… nací en Godawlia, si me permiten ustedes la expresión… —tanto como es posible nacer allí… me pasé los años de mi infancia contemplando los tres lagos de Godawlia, claro que nunca llegamos a entrar allí…

los tres quedaron en silencio; por alguna razón, las palabras de Mrs. Stonewell les habían dejado sumidos en la melancolía…

—¿ya han llegado las compras de la señora Roskoff? preguntó débilmente la vieja dama, seguramente por cambiar de tema

—ah, sí, dijo Mrs. Stonewell animándose… creo que en el Jardín de los Amigos ha pedido verla el director, avisado por los empleados y los jefes de sección de que una gran dama del norte de Europa (o dondequiera que sea) estaba realizando compras espectaculares; al parecer la ha invitado a cenar en Horcher

—qué cosa más rara, dijo Cosmeta pensativamente… ¿qué es «Horcher»? perdonen, pero yo no paso del filete con patatas

—¡señor Cosmeta! se quejó la vieja dama… debiera usted aprovechar un poco más las oportunidades que se nos dan… Horcher es un magnífico restaurante, está al lado del parque Servadac

—no hemos venido aquí para tener oportunidades, sino para cumplir una misión… ¡somos soldados!… y si vamos a eso, no quiero ni acercarme al parque Servadac

—dije «al lado»… desde luego, creo que ninguno de nosotros quiere acercarse ni de lejos al parque Servadac… bueno, Mrs. Stonewell, ¿aceptó la señora Roskoff la invitación?

—yo creo que sí… aunque la historia tiene algunos puntos débiles: por ejemplo, ¿a usted le parece posible que el «director» del Jardín de los Amigos esté allí, trabajando en su despacho, como un empleado cualquiera? y además ¿cree usted que una institución del carácter y la repercusión social del Jardín de los Amigos puede tener «un» director?

—es verdad, intervino Matienka inesperadamente, si existe un director estará tomando el sol tranquilamente en alguna playa privada de la isla de Grecia

—no… repuso Mrs. Stonewell, mirándole atentamente a los ojos, y como deseando llenar ese «no» de pura sustancia negativa, de una rezumante destilación y concentración de negación, no… me refiero a que ese tipo de instituciones tienen siempre toda una jerarquía de directivos, una
junta
, ésa es la palabra técnica, y a veces las juntas son tan nutridas que tienen que llenar un cine entero si quieren hablar y oírse los unos a los otros… o ponerse de acuerdo en algo

—entonces, ¿qué sugieren ustedes? dijo Cosmeta, ¿que la señora Roskoff miente como una bellaca?

—oh, yo no diría tanto…

—al menos, no «como una bellaca», rió la vieja dama

—y ¿compró algún libro en Los Amigos?

—me parece que compró de todo menos libros

—a lo mejor no miente, dijo Matienka… a lo mejor, simplemente, le tomaron el pelo

—pero… pero bueno ¿por qué sigues tú aquí? dijo la vieja dama volviéndose a él de improviso, como si hubiera olvidado que el chico estaba allí —basculando, apoyado en el respaldo de una de las butacas Luis XV y con un gesto de estupidez en el rostro que se iba acentuando progresivamente a medida que los demás se olvidaban de él y la conversación se apartaba de los libros —que eran, al fin y al cabo, la razón por la que él había subido hasta aquellas alturas casi áulicas…

—nos habíamos olvidado de él, rió Cosmeta, mirando al chico afectuosamente y atrapando una de sus manos con suavidad

—marica, dijo Jaime

—bueno, dijo la vieja dama, arreglándose afectadamente el peinado, y deseando en realidad arreglar los últimos minutos de conversación, sujetos ya y fijos para siempre con un broche plateado… bueno, toma los libros de vuelta y márchate ya…

—¿podría subir antes al piso de arriba?

—¿para qué, muchacho?

—sería sólo un minuto… me gustaría ver las compras de la señora Roskoff; según he oído, abultan tanto que han inundado el pasillo y el rellano de la escalera…


Good Gracious!
entonó Mrs. Stonewell… ¡por supuesto que no harás tal cosa!

—Matienka, le dijo la vieja dama, no sólo no subirás a ver nada, sino que tú no sabes nada de la señora Roskoff ni de sus compras, y aquí no hemos dicho nada sobre eso, ni hemos comentado nada, ni tú has oído nada

—Matienka, Matienka, murmuraba Cosmeta, amenazándole con el dedo… eres un pícaro, muchacho

—ah, comprendo, comprendo… no he oído nada, comprendo

—ahora vete de una vez

la vieja dama abrió uno de los arcones que estaban en la mesa del fondo después de hacer saltar dos resortes en forma de fauces de león y extrajo de allí un grueso paquete envuelto en papel de embalar azul

—aquí está, dijo, y ahora, piernas para qué os quiero

—comprendido, comprendido, señora Claramonte… ¡comprendido!

Matienka se hacía el misterioso y les guiñaba el ojo con gesto de complicidad

—¡largo!… y no guiñes los ojos, estúpido

—voy a acompañarle, dijo Cosmeta, no sea que vaya a meterse donde no deba

—estése quieto, dijo la vieja dama… Matienka sabe muy bien lo que puede hacer y lo que no puede

—señor Cosmeta, le dijo Mrs. Stonewell en cuanto el muchacho desapareció… su comportamiento es incalificable

—¿a qué se refiere? dijo Cosmeta confuso

—pobre hombre, dijo Jaime, estar sujeto a esas dos arpías

—¡cómo le miraba usted! decía Mrs. Stonewell… todos nos hemos dado cuenta… cómo le ha cogido usted la mano, y le acariciaba; el pobre chico no sabía cómo soltarse

—no la entiendo, Mrs. Stonewell, murmuraba Cosmeta… la vieja dama, la señora Claramonte, se había vuelto para cerrar de nuevo el arcón y acariciaba juguetonamente las plateadas mandíbulas de los leones, intentando contener la risa…

—si esto llegara a oídos de…

—¡no, se lo ruego! dijo Cosmeta… no acabo de entender lo que está usted insinuando, pero… se lo ruego…

—yo creo que entiende usted muy bien… ¿para qué quería acompañar al chico? ¿a qué venía ese súbito interés?

—esto se pone interesante, dijo Block

—no, dijo Jaime tirándole del brazo y haciéndole volver al salón de reuniones… él tiene los libros… ven… ¿qué podemos hacer?

—no conocemos la casa, dijo Block

—ese Matienka tiene los libros… dijo Jaime mirando a un lado y a otro, a la puerta que comunicaba con la habitación de las arpías y la que comunicaba con el salón de reuniones, al fondo de cuyas puertas entreabiertas se veía el rellano de la escalera… luego cruzó a toda prisa el salón de reuniones, salió a la escalera y se asomó por el hueco central, arriba, abajo…

—lo hemos perdido, dijo, todavía asomado sobre la barandilla de madera, cuando Block se acercó… maldita sea…

—entonces ¿nos vamos?

—no, dijo Jaime… vamos a seguir subiendo

comenzaron a subir en dirección al segundo piso… al llegar al descansillo que había entre los dos tramos de escaleras, tuvieron la primera visión de las famosas compras de lady Roskoff que tanta admiración suscitaban en el joven Matienka… el amontonamiento de objetos comenzaba ya en el rellano del segundo piso: dos guitarras apoyadas en la pared, en cuya superficie barnizada se reflejaba una Venus de escayola que parecía sostener sobre su pecho un velo inexistente, y un efebo protegido por una hinchada hoja de parra… había además varios animales disecados: un zorro rojo, una pintada de Nueva Guinea y un quetzal, colocados en urnas de cristal donde también se reflejaban las estatuas seudohelénicas y las guitarras… en los escalones que subían en dirección al piso superior, había cajas haitianas de pájaros del Paraíso; una de ellas, entreabierta, revelaba una incontenible masa de gasas blancas, en cuyos pliegues aparecían bordados rosas, narcisos y jacintos Victorianos… era todo tal como lo había descrito Matienka… en una esquina del rellano, un sofá de mimbre pintado de color crema (de Fleur-de-Lis-Antiques, una tienda de Worth Avenue, Palm Beach) aparecía lleno de cajas envueltas en papel charol de colores y abrazadas con cintas de satén color lila, que formaban artísticas rosas siempre en la esquina adecuada; en el espacio que había entre el sofá y la puerta de la sala, una grulla de bronce retorcía el cuello con el pico entreabierto, y una enorme jaula de Kassathy's pintada de amarillo claro esperaba a los canarios, azulejos y jilgueros con sus columpios, piscinas de pájaros y falsas palmeras graciosamente inmóviles… Jaime y Block se adentraron por el pasillo, todo abarrotado de estatuas, jaulas y animales disecados y llegaron a la entrada de un salón, cuyas puertas correderas estaban abiertas de par en par… el salón estaba amueblado en tonos pastel y completamente invadido de juguetes envueltos en papeles de colores brillantes; muchos de los paquetes estaban abiertos, los papeles caídos como perezosos lienzos por encima de los sofás y las chaise longues, y las cajas de cartón entreabiertas, de las que surgían blusas de seda, vestidos de gasa… en una cómoda frente a un gran espejo azul que revelaba a dos muchachos algo asustados acercándose en dirección a los luminosos viales llenos de líquidos amatista, turquesa, sangre, ámbar, se amontonaban los frascos de perfume, a los que lady Roskoff tampoco había sabido resistirse: «Happy Diamonds» de Chopard, Giorgio Beverly Hills («ah, es demasiado fuerte», murmuró Block después de abrirlo), un delicioso «Rapsody in Blue» de Tiffany, y luego…

—«Obsession», de Calvin Klein, murmuró Block, abriendo el extraño frasquito, y luego aspirando la intensa fragancia: mandarina, bergamota, murmuró, y ámbar

—«Pherôme», leyó Jaime… de Marylin Miglin

—«Gucci nº 3»… aceite de rosa, jazmín y narciso, creo… y además ámbar, pachulí y vetiver…

—¿cómo es que entiendes tanto de perfumes? preguntó Jaime extrañado

—«Fendi»,
la passione di Roma…
ah, mira, huele éste, dijo Block con gesto de delectación

los dos hablaban mirándose al espejo

—«Gaya», leyó Jaime…
«Flesh and Spirit»

—«Beautiful», de Estée Lauder… lo ha comprado todo… ¿para qué tanto perfume? «Ysatis» de Givenchy… «Panthère» de Cartier

Jaime había abierto un tarro de un intenso color azul; el interior estaba lleno de una masa de minúsculas esferas doradas…

—«La Prairie»,
skin caviar
, leyó… caviar para la piel… vitaminas,
humectant
y emolientes… «La Prairie», Montreux… «IC», de Krizia

—«Rastis», de John Gleeve (era un frasco en forma de sirena; al moverlo, sus pechos se llenaban y se vaciaban alternativamente de leche azul) y «Alma negra» de Toriddi, ah, conocía un «Agua negra» de Toriddi: éstos son puro almizcle… rosas, algalia, pero también sustancias animales, almizcles y rosas almizcladas

—todo esto me está poniendo nervioso

Jaime se apartó de la cómoda de los perfumes y cruzó la habitación, intentando no pisar los vestidos de cóctel que se extendían lánguidamente aquí y allá en sillas y butacas… al fondo había una puerta entreabierta

—debe de ser su dormitorio, murmuró Block a su lado

Jaime empujó la puerta suavemente… estaba forrada de raso color rosa, y se abría a un mundo totalmente invadido por ese color: paredes, biombos, visillos y ropa de cama… aquí, el amontonamiento de cajas y paquetes era realmente espectacular… la infatigable lady Roskoff había comprado cuadros ingleses de caballos, cuadros de cacerías del zorro, con la rizada y dorada corneta elevada a los cielos y los
pointer
saltando por entre los matorrales oscuros, cuadros anglo-indios de partidas de polo, etc.; chales de Srinagar y telas de espejos de Afganistán, macizos caballos chinos de piedra verdosa, cajas de
papier maché
de Cachemira, carísimos relojes franceses de consola del siglo XVIII, de latón pintado a mano;
kilims
turcos, cestos enormes llenos de frutos de cera; perchas llenas de vestidos de noche, modelos de Oscar de la Renta, Mary McFadden, Steve Fabrikant, Adrienne Vitadini, Giorgio Armani, Hanae Mori, Jean-Louis Scherrer, una caja india octogonal llena de corbatas «Countess Mara», como un nido de serpientes… la cama estaba llena de juguetes, enormes cubos con números, patos y flores pintados en sus caras, y decenas de
teddy bears
de todos los tamaños, amontonados unos sobre otros sin perder la sonrisa…

un ruido les asustó: de improviso, del interior de uno de los armarios surgió la espalda pálida y pecosa de una mujer, con una banda blanca y elástica ciñéndola por debajo de los omóplatos; cerró las dos hojas acristaladas del armario y de improviso, al fondo de esas aguas temblorosas que ahora reflejaban las paredes y los visillos rosa y la gran cama rosa invadida por una lánguida orgía de osos de peluche, descubrió los rostros asustados de dos duendes… la mujer se volvió, pero ya no había nadie: debía de estar acostumbrada a esta clase de apariciones y desapariciones, porque perdió el interés en seguida, y Jaime y Block pudieron seguir observándola desde debajo del sofá en el que se habían refugiado, un rincón lleno de pelusas translúcidas y a donde debían ir a parar, rodando, todas las botellas vacías de las borracheras de lady Roskoff… lady Roskoff llevaba tan sólo un lujoso sujetador blanco sin tirantes, con encajes, flores de satén y mariposas semitransparentes, ciñéndole el pecho, y una falda-combinación color azul claro… era una mujer muy alta y esbelta, de unos cuarenta años; tenía el pelo recogido en un complicado moño todo atravesado de alfileres con perlas y pequeñas peinetas de nácar, los labios y los ojos pintados, espesas pestañas artificiales… era muy atractiva, con sus pechos pequeños y adolescentes y su esbelto cuello y el blando pliegue de su vientre, que revelaba uno o varios partos, con éste y otros rasgos de madurez embelleciendo la timidez de su pecho y el aire improvisado y algo torpe de sus movimientos, característicos de las mujeres demasiado altas, o, quizá, de las mujeres norteamericanas… levantó de la cama un ligero vestido de verano azul y lleno de serpenteantes reflejos metálicos, y después de contemplarlo unos instantes como si se dispusiera a bailar un tango con él, lo levantó y lo deslizó sobre su cuerpo; luego se puso unos pendientes en forma de racimo de uvas de oro, inclinando la cabeza cada vez a un lado y haciéndolos sonar como crótalos; se sentó en la cama, librándose del abrazo del más grande de los osos, y se contempló al desgaire en el espejo del tocador (que reflejaba también, pasivo y acusador, el dintel donde habían sido vistos los duendes, y el abrazo arqueado del sofá bajo el cual se escondían ahora, hundidos entre las sombras); se ajustó aquí y allá el vestido con movimientos breves y expertos, y después comenzó a aparecer y desaparecer de su campo visual, el sonido de sus tacones yendo de un extremo a otro del espacio estereofónico, llevando una cabeza de ciervo clavada en un marco de madera y luego (en sentido inverso) una gran percha de plástico morado y metal estilo años setenta, retocándose el carmín con una barra de labios color rosa palo y abrochándose un cinturón de plástico blanco cuya hebilla tenía forma de omega, etc.

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