La isla de las tres sirenas (14 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Sam se detuvo, se apeó del coche, se acercó a la casa y llamó con los nudillos a la puerta. Una enfermera le abrió, él se dio a conocer y explicó lo que le llevaba allí. La enfermera dijo que la señora Pyle estaba muy enferma y no podía recibir visitas, pero añadió que si era un antiguo amigo de Ernie, sin duda le gustaría ver la habitación de éste, que seguía tal como estaba cuando Ernie la dejó para siempre. Sam había visto muchas veces en imaginación aquella estancia, que no encerraba sorpresas para él. Hasta cierto punto, era más suya que la que ocupaba en el apartamento del Bronx, donde Estelle le estaba esperando. Visitó despacio la habitación, viendo el diccionario abierto sobre el atril, el dibujo dedicado por Low, las dos paredes ocultas por libros, la fotografía enmarcada de Ernie hablando con Eisenhower y Bradley, el mugriento gorro verde de béisbol colgado de una percha… Por último, rogando a la enfermera que saludase a la señora Pyle y le diese las gracias, Sam se marchó.

Una vez fuera de la casa empezó a pasear por la calle enarenada, saludando con una leve inclinación de cabeza a un vecino que segaba el césped, observando las edificaciones de la universidad desde cierta distancia, fisgoneando en unos solares vacíos, deteniéndose con frecuencia para contemplar las distantes montañas, hasta que por último subió de nuevo al coche y regresó a la ciudad.

No pasó solamente aquella noche en Alburquerque. Pasó una semana.

Durante aquella semana solicitó un puesto en la Universidad de Nuevo México y después continuó el viaje por la región.

Un año después ya era profesor en dicha universidad, disponiendo de un laboratorio particular y un rutilante microscopio que él estrenó. Dos años después, ya tenía su propia casita de adobes en South Girard Drive.

Y allí estaba aquella noche en el patio de su casita. No tuvo que lamentar ni un solo día aquella decisión, y tampoco tuvo que lamentarla Estelle.

Las únicas ocasiones en que se lamentó, fue cuando tuvo que abandonar Alburquerque, a causa de las obligaciones que su profesión le imponía.

Respiró por última vez aquel aire vigorizante, dejando que llenase su flaco pecho y, resucitado en parte, penetró en la casa por la abierta puerta vidriera del comedor. Después de haberla cerrado dijo casi gritando:

—¿Y si me preparases un poco de café, Estelle?

—¡Ya lo tienes preparado! —respondió ella— ¡En la sala!

Encontró a Estelle acurrucada en el enorme butacón. Su cabello gris violáceo formaba bucles y su amplio y flotante albornoz estaba extendido, de modo que cubriese su amplia anatomía y los brazos de la butaca. Sam pensó que parecía una tienda india, cómoda y acogedora. Estaba leyendo, con la profunda concentración que denota el deseo de perfeccionarse, la Nueva consideración sobre el individualismo, de Riesman. Dejando el libro a un lado, se levantó para tomar la cafetera de la bandeja portátil. Sam se dirigió a la butaca opuesta y, como si una grúa lo descendiese, depositó su larga y huesuda persona en el asiento, mientras sus articulaciones crujían. Una vez sentado, extendió sus flacas piernas y lanzó un gruñido de contento.

—Gruñes como un viejo —dijo Estelle, sirviendo café en la taza puesta sobre la mesita de laca.

—La Torá —(Torá entateuco comprende los cinco primeros libros de la Biblia: Génesis, éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, que constituyen la ley mosaica, el corazón de la Escritura para el pueblo judío.)— dice que cuando un hombre cumple cuarenta y nueve años, tiene permiso para gruñir a discreción.

—Entonces, gruñe. ¿Qué has estado haciendo?

—He revelado algunas de las fotos que hice en Little Falls. El sol de México es tan fuerte que hay que trabajar duro para obtener un buen contraste. De todos modos, la pitahaya (Planta de la familia de los cactos. (N. del T.) salió magníficamente. Casi he terminado. Creo que podré acabarlo en pocas semanas. ¿Y tú, lo has pasado todo a máquina?

—Estoy al corriente —dijo Estelle, volviendo a su sitio—. Cuando tú escribas el resto de los epígrafes, yo los mecanografiaré.

Sam probó el café, sopló ruidosamente para enfriarlo y después lo bebió con deleite, dejando sobre la mesita la taza medio vacía. Se quitó las antiparras cuadradas sin montura, que su hija llamaba "las gafas de Schubert", porque se había formado vaho en ellas, y después, al sentirse desaseado, se alisó el desgreñado cabello de color gris azafrán, se atusó con el dedo sus pobladas cejas y por último buscó un cigarro y lo sacó. Mientras lo preparaba, miró de pronto a su alrededor.

—Y Mary, ¿dónde está? ¿Aún no ha vuelto?

—Sam, no son más que las diez y cuarto.

—Pensé que era más tarde. Para mis piernas es una hora más avanzada.

—Encendió el habano y tomó un sorbo de café—. Hoy apenas la he visto…

—Lo mismo podemos decir de ti. Te has pasado el día encerrado en ese negro agujero del patio. Un ser humano al menos hubiera venido a cenar. ¿Comiste los bocadillos?

—Caray, olvidé traer la bandeja y los platos. —Dejó la taza vacía—. Sí, limpié la bandeja. —Dio una nueva chupada al puro, lanzó una nube de humo y preguntó: ¿qué hora se fue.

—¿Cómo? —dijo Estelle, que de nuevo se había puesto a leer.

—Mary. ¿A qué hora se fue de casa?

—Alrededor de las siete.

—¿Con quién ha salido esta noche… otra vez con el chico Schaffer?

—Sí, con Neal Schaffer. La invitó a una fiesta de cumpleaños en casa de los Brophy. Imagínate, Leona Brophy ya ha cumplido diecisiete años.

—Imagínate, Mary Karpowicz ya tiene dieciséis —remedó Sam—. Lo que no puedo imaginar es lo que ve Mary en esa chica Brophy. Es completamente vacía y hay que ver cómo viste…

Estelle dejó caer el libro sobre el regazo.

—Leona es una chica estupenda. Lo que a ti no te gusta son sus padres.

Sam lanzó un bufido.

—Haría las mismas objeciones a todos aquellos que pusieran emblemas norteamericanos en su coche… Te aseguro que más de una vez he intentado comprender lo que piensa esa gente. ¿Qué necesidad hay de ir por ahí pregonando el hecho de que son norteamericanos en Norteamérica? Claro que son norteamericanos, como lo somos nosotros y casi todos los que viven en nuestro país. La verdad, es algo que resulta sospechoso. ¿Qué se preponen demostrar… que son supernorteamericanus, norteamericanus especiales o más norteamericanos que los norteamericanos corrientes y molientes? ¿Tratan de demostrar que todos los demás acaso deseen derrocar el Gobierno, algún día, o vender secretos de Estado a una potencia extranjera, y que los emblemas son la garantía segura de que ellos mientras vivan no harán nada de eso? ¿Qué cosas oscuras y desquiciadas se ocultan en el interior de esa gente, que tienen que demostrar su ciudadanía y su lealtad al orden constituido? ¿Por qué el viejo Brophy no se pone también una insignia en la solapa para demostrar que está casado, que es hombre o que cree en Dios? Estelle escuchó pacientemente la larga parrafada de su espeso. A decir verdad, lo adoraba en secreto en esos momentos de indignación. Cuando vio que Sam ya se había desahogado, volvió, con sentido práctico, al tema principal.

—Todo esto no tiene nada que ver con Leona, su fiesta de cumpleaños o el hecho de que Mary haya asistido a ella.

—Tienes razón —dijo Sam sonriendo. Se puso a examinar el cigarro—.

¿Te ha hablado alguna vez Mary del chico Schaffer?

Estelle denegó con la cabeza.

—Vamos, Sam, no te metas ahora con el chico, ¿eh?

Sam volvió a sonreír.

—Eso es lo que iba a hacer, aunque no pensaba mostrarme muy severo. Sólo tengo una impresión fugaz de ese muchacho, pero me parece que es de los que se pasan de listos. Además, es demasiado mayor para ella.

—Todos te causarán esa misma impresión mientras ella aún no sea una mujer y tú la mires con ojos de padre.

Sam estuvo tentado de contestar con una frase mordaz, pero se contuvo y asintió plácidamente.

—Sí, tienes razón. Mamá siempre tiene razón…

…En lo que se refiere a papá. Claro que sí.

—Cambiemos de tema —dijo Sam, dirigiendo una mirada escrutadora a la mesita de laca—. ¿Ha habido visitas, hoy… llamadas… correo?

—No ha sucedido nada de particular… el cartero sólo ha traído una invitación para la fiesta que dan en la Base Sandia… algunas facturas… un informe de la Unión para las Libertades Civiles… La Nueva República… más facturas… y eso es todo… —Se enderezó de pronto—. Oh, casi lo olvidaba… hay una carta para ti de Maud Hayden. Está sobre la mesa del comedor.

—¿De Maud Hayden? ¿Por dónde andará ahora? Tal vez piensa volver por aquí.

—Iré a buscártela. —Estelle se puso en pie y se dirigió al comedor, arrastrando las zapatillas. Regresó con un largo sobre, que tendió a Sam—.

Viene de Santa Bárbara.

—Se vuelve sedentaria —dijo Sam, rasgando el sobre.

Se puso a leer la carta y Estelle quedó de pie a su lado, ahogando un bostezo pero sin decidir marcharse hasta saber de qué se trataba.

—¿Es algo importante?

—Por lo que puedo colegir… —y se interrumpió mientras continuaba la lectura, absorto—…, efectuar una expedición al Pacífico en junio. Quiere que la acompañe.

Le tendió la página que acababa de leer, buscó las antiparras con gesto abstraído, se las caló y prosiguió la lectura.

Cinco minutos después había terminado la carta y esperó pensativo, mirando a su esposa, hasta que ésta llegó al final del extractado relato de Easterday.

—¿Qué opinas, Estelle?

—Fascinador, desde luego… pero, Sam, tú me prometiste que este verano lo pasaríamos aquí… y no quiero que te vayas sin nosotras…

—No he dicho que lo haga.

—Hay que hacer mil cosas en la casa, tienes mucho trabajo atrasado y yo prometí a mi familia que este año podrían venir a pasar una temporada aquí y además…

—No te excites, Estelle, que no nos iremos. En mi opinión no creo que Las Tres Sirenas puedan ofrecernos nada distinto a lo que hemos visto en el resto de la Polinesia. Lo único es que… verás, ante todo, me gustaría estar de nuevo con mi vieja amiga Maud. Da gusto trabajar con ella… en segundo lugar, tendrás que reconocer que ese sitio parece verdaderamente extraño, pues esas costumbres y todo lo demás… Yo me llevaría la cámara y tal vez podría hace un libro de fotografías que, para variar, se vendiese bien.

—¿Para qué lo necesitamos? No nos falta nada. Estoy cansada de ser una mujer nómada o la viuda de un botánico. Por un verano al menos, seamos una familia con hogar y vivamos en un sitio que conocemos.

—Mira, yo también estoy cansado. Me gusta este lugar tanto como a ti. Eran simples cábalas. No tengo la menor intención de alejarme de aquí ni que sea un centímetro.

—Así me gusta, Sam. —Se inclinó para besarle—. Se me cierran los ojos. No te acuestes demasiado tarde.

—Esperaré a Mary…

—Le di permiso para regresar a medianoche. ¿Quién te figuras que eres…? ¿Grover Whalen, que quiere darle la bienvenida? ella tiene llave y conoce el camino. Vete a dormir, que lo necesitas.

—Muy bien. Esperaré a que salgas del cuarto de baño.

Cuando Estelle se alejó por el vestíbulo en dirección al dormitorio, Sam Karpowicz tomó la carta de Maud para releerla con calma. Con excepción de la época de guerra, sólo una vez había estado en los Mares del Sur y aún por breve tiempo. Fue a herborizar a las islas Fidji, un año después de que Maud estuvo allí. Recogió una maravillosa variedad de ñames silvestres, algunos pertenecientes a una especie que él desconocía, pero después de tomarse un ímprobo trabajo para medirlos y aprender su nombre e historia, cometió algún error al conservarlos y todos ellos se echaron a perder durante el viaje de regreso. Ahora se le presentaba la ocasión de procurarse una nueva colección de ñames, en el caso, naturalmente, de que estos tubérculos se cultivasen en Las Tres Sirenas. También existía la posibilidad de realizar el libro de fotografías que complementaría el bestseller que Maud indudablemente escribiría y que sin duda beneficiaría la venta del suyo. La idea era tentadora, pero Sam sabía que esto no bastaba. Estelle tenía razón. Ante todo estaba la familia y él tenía que permitir que sus raíces creciesen y floreciesen. Pasarían un verano magnífico en Alburquerque, lo cual no le importaba; por el contrario, se alegraba de ello. Dobló con todo cuidado la carta de Maud y la meció de nuevo en el sobre. Apagó las luces, dejando sólo encendida una lámpara y la bombilla del portal, para que Mary no se encontrase a oscuras.

El dormitorio estaba ya sumido en sombras cuando llegó a él. Entornando los ojos, distinguió el bulto de Estelle en la cama.

Se dirigió a tientas al cuarto de baño, cerró la puerta, encendió la luz del lavabo y se preparó para acostarse. Cuando hubo terminado, le sorprendió ver que eran las doce menos diez. Se puso su descolorido batín azul sobre el pijama. Había resuelto dar las buenas noches a Mary.

Se dirigió al dormitorio de su hija y vio que tenía la puerta abierta.

Cuando llegó a ella, vio también que la cama aún estaba hecha. Decepcionado, regresó al abarrotado estudio, encendió de nuevo la lámpara de pie puesta sobre la mesa y separó las persianas. Miró al exterior y Girard Drive apareció vacío y desolado. Aquello no era propio de Mary, y Sam se sentía inquieto. Pensó en fumarse otro puro, pero como ya se había limpiado los dientes, prefirió no hacerlo. Se sentó ante su mesa, sin poder contener su desazón y se puso a hojear unas revistas de botánica.

Al poco tiempo oyó un automóvil acercarse. En el reloj de la chimenea vio que eran las doce, treinta y cuatro minutos. Se levantó con rapidez, apagó la lámpara de pie y abrió las persianas. Distinguió el Studebaker de Neal Schaffer. Pasó frente a la casa, describió un viraje en U y se detuvo junto a la acera, frente a la puerta de la mansión. El motor paró. Sam soltó las persianas como si le quemasen. Un padre preocupado, sí, pero un espía, jamás.

Sus zancudas piernas llevaron lentamente su alta e inclinada persona a la cama. Se quitó el batín y se deslizó entre las sábanas. Tendido de espaldas, se puso a pensar en Mary y en su infancia, dejando luego que su mente fuese hacia Maud y la expedición que efectuó con ella, para volver después a la guerra y la época posterior. De pronto, todavía completamente desvelado, volvió a pensar en Mary. A pesar de que estuvo escuchando con atención, no la había oído entrar. Y entonces, como para castigarlo, oyó el tintineo metálico de la llave, el chirrido de los goznes y el golpe apagado de la puerta al cerrarse. Sonrió en la oscuridad y esperó para oír sus pasos desde la sala hasta el dormitorio.

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