Espada de reyes (40 page)

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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

BOOK: Espada de reyes
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Una rata se escabulló entre unos juncos, en la ribera de una laguna. Murió al instante, a unos palmos de su nido, al hervirle la sangre por las dimanaciones del agua recalentada.

Un pato de cabeza verde con irisaciones pardas hizo un postrer esfuerzo por alzar el vuelo antes de perecer, pero sus pulmones estallaron al atravesar una bolsa vaciada de aire.

Una grulla de patas estilizadas y un zorro plateado se dieron juntos a la fuga ante el acoso del enemigo común. Desalmado, el
guyll fyr
los alcanzó y aniquiló como a las demás criaturas que se interponían en su camino. La otrora fresca brisa del paraje entraba ahora en ebullición a medida que recibía el influjo del fuego y el viento, permanente viajero sobre las Llanuras de la Muerte, trazaba la sinuosa ruta de las llamas.

El nigromante veía aquella concatenación de elementos como un animal furioso y trastocado que mostrara su cólera en furores explosivos. En estos momentos embestía la falda de las montañas, silbando sobre los pantanos y rugiendo al internarse en un bosque de pinos ricos en savia y poblados por innumerables bestezuelas.

Volvió la espalda a las imágenes de la destrucción. Éstas tejían un tapiz de muerte violenta e inexorable, mas faltaba algo para completar el diseño y el
derro
tenía en su poder el hilo que lo dibujaría.

Aunque durante lustros no se habían apostado cuerpos de guardia permanentes en Northgate, ahora se había designado uno. La desvencijada puerta, con su mecanismo inutilizado desde las encarnizadas batallas de las Guerras de Dwarfgate, pertenecía extraoficialmente a los theiwar. El monarca del clan tomó asiento y se carcajeó, pues la tropa de vigilantes la integraban fieles súbditos de Gneiss.

«Fieles todos ellos, o casi —se chanceó el hechicero—. Incluso un centinela daewar puede venderse si la recompensa es substanciosa.»

Uno de tales individuos buscaba en estos momentos a Hornfel, con el mensaje de que el jerarca daewar lo convocaba en la muralla de Northgate para conferenciar en privado. El corrompido traidor diría que su
thane
había observado la catástrofe que arrasaba las Llanuras de la Muerte y añadiría, a fin de acentuar la urgencia, que su mandamás era del parecer que el suministro de abastos en Thorbardin corría el inminente peligro de cortarse.

Aunque remiso a pisar un territorio que tácitamente había sido ocupado por el bando rival, el hylar accedería porque aquel acceso era el único enclave desde donde podía estudiarse la magnitud de la tragedia y la velocidad a la que progresaba. Además, lo reconfortaría el hecho de ir al encuentro de un aliado.

Pero no sería Gneiss quien lo aguardaría en el lugar de la cita. Lo sustituiría Realgar, armado con Vulcania.

El nigromante tanteó la vaina que, deslustrada y anónima, contenía tan codiciado tesoro.

—Has movido cielo y tierra para dar con la Espada Real, Hornfel —continuó burlándose—, y mereces examinarla antes de que te traspase las entrañas.

La mano de la diosa Takhisis, Reina de la Oscuridad, estaba tendida hacia el
derro.
No tenía más que estirar las yemas de los dedos para alcanzarla y encender la chispa de la revolución que agostaría el viejo reino y le permitiría instaurar el gobierno de su dinastía.

Entornados los párpados, penetró fácilmente en el lenguaje de la telepatía para llamar al Dragón Negro.

¿Has localizado al guerrero?

Negranoche hubo de decepcionarlo con un «no», si bien el soberano desechó un incipiente enojo para reponer:

Eso
es ahora secundario. Pronto habrá terminado todo, entonces nos ocuparemos de él.

Impartió mentalmente una orden por la que enviaba al reptil a las cumbres. Desde allí estaría alerta para reforzar su emboscada a Hornfel, y luego lo ayudaría a desembarazarse de los guardianes de Gneiss en ambas entradas de la ciudad.

* * *

Gneiss hizo una pausa en el centro del jardín que circundaba la sala del consejo de los
thanes.
Aromatizaban el aire los perfumes de la rosa blanca silvestre y los empenachados y regios plumeros, algunos revestidos de librea escarlata. No era un admirador ferviente de aquellas variedades, amén de que lo incomodaba la serenidad que sugerían las avenidas del parque. Más allá de los setos, Thorbardin tenía un aspecto insólito; un extraño malestar había cundido entre sus habitantes. Los ciudadanos olían el conflicto que se avecinaba y, aunque no podían identificarlo, reaccionaban mediante arranques temperamentales o miradas anhelantes.

El monarca, resuelto a abandonar el recinto, tomó la vía más recta hacia la calle. Al pasar junto al estanque oriental, antes de mezclarse con el gentío, se dio cuenta de que los jardines no estaban tan solitarios como se había figurado. El forastero Tanis se hallaba arrodillado en el borde y, en actitud ociosa, tiraba piedrecitas al fondo.

El semielfo se giró con sobresalto al oír unas pisadas, y se relajó de manera palpable al reconocer al daewar.

—Hornfel no está aquí —anunció, presumiendo que era el hylar la razón de que el otro
thane
merodease por los alrededores.

—He tenido oportunidad de comprobarlo —replicó Gneiss, espiando a su oponente con minuciosa atención—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—No, gracias, sólo me recreaba en esta paz. —Al notar que la mirada atenta del enano se trocaba en resquemor, el visitante sonrió—. Tranquilízate, hace unos segundos tu amigo paseaba junto a mí. Vino un soldado, uno de tus centinelas, y se lo llevó.

—¿Te mencionó adonde iba?

—No.

Se hizo un silencio incómodo entre ambos. Tanis, con los ojos entornados, se rascó despaciosamente la barba.

—Gneiss, ¿por qué me profesas antipatía?

—No es así —tartamudeo el daewar, pillado con la guardia baja—. No me he formado una opinión en ningún sentido.

—Sí que lo has hecho —inquirió Tanis, al mismo tiempo que volvía a acuclillarse para arrojar guijarros al agua—. Te disgustan todos los extranjeros, y más aún si invaden tu amada patria. Dime, ¿por qué votaste a favor de asilarnos?

—Porque los argumentos de Hornfel eran más sólidos que los de los detractores, —fue la lacónica, aunque definitiva, respuesta—. Y tú, semielfo, ¿qué es lo que ambicionas?

—Que mis exiliados estén a salvo.

Tanis se irguió con la grácil agilidad que caracterizaba a los de su raza, y dejó que sus proyectiles se deslizaran de su palma.

—Eso ya lo has conseguido —apuntó el otro.

—¿Sí? No estaré de acuerdo con ese aserto mientras les aceche el riesgo de quedar aplastados entre el yunque y el martillo o, lo que es lo mismo, entre las dos facciones de una sedición. —Miró a lo lejos, por encima del fragante macizo de boj que clausuraba aquella parte del parque—. Algo os tiene a todos en jaque; flota en el ambiente un desasosiego contagioso.

El
thane
guardó silencio, pues no juzgaba propio airear los asuntos políticos de Thorbardin con alguien que no pertenecía a su círculo.

—Resulta muy embarazoso estar en medio, Gneiss, aunque para tu buen gobierno te comunico que hace unos minutos prometí a tu colega la participación incondicional de los refugiados. Me agradaría que combatieran también con tu consentimiento y no a tu pesar. De cristalizar la revuelta, necesitaréis nuestra ayuda.

—No servirá de mucho la ayuda de unos granjeros sin experiencia en la lucha.

El semielfo se acercó a un plumífero penacho y rozó la naciente floración bermeja. Una mixtura entre rojiza y dorada —el polen— se espolvoreó sobre sus nudillos.

—¿Darías mejor acogida a la ayuda de quienes liberaron a los campesinos de su servidumbre —inquirió el enano— ante las mismas narices de Verminaard, y los condujeron fuera de Pax Tharkas?

«Entre casi mil humanos —recapacitó Gneiss—, bien habrá unos quinientos que sepan manejar un arma o que, al menos, sean capaces de defender los distritos orientales si es necesario.

»
De todas formas, no creo que sea ésa la estrategia de Realgar. Él no organizaría el levantamiento de no estar persuadido de ganarlo. Si se ha decidido es porque Ranee y su grupo lo apoyan. En tales circunstancias, el primer golpe ha de ser rotundo y capaz de desarticular a nuestra coalición. Los
derro
no desperdiciarían su tiempo en asaltar las remotas zonas de labranza; no les traería más que sinsabores poner en su contra a Tanis y sus protegidos.»

¿O acaso se equivocaba?

Observó de nuevo al semielfo, esta vez sin desconfianza. Esbozó una sonrisa al cavilar que no había medio de averiguar cuándo actuarían —si es que lo hacían— los magos, pero sí un método para garantizar el fracaso de la acometida, o al menos su debilitamiento.

Los distritos cedidos a los ochocientos huéspedes se abrían al norte y al sur de la ciudad de los daergar de Ranee. Si éstos quedaban bloqueados en su burgo como roedores en su agujero, poco apoyo podrían brindarle al nigromante.

Gneiss se dirigió a Tanis.

—Apenas conozco a tus granjeros, semielfo, pero imagino que son diestros en el arte de combatir las plagas para que no dañen sus cosechas.

—Eso supongo —respondió Tanis.

—En ese caso, quizá después de todo tenga una tarea que encomendar a tu gente.

El
thane,
tras atusarse la barba plateada, se encorvó para recoger una de las piedras que el semielfo había dejado caer y la arrojó al estanque. El agua se rizó y, a la par que se concretaban las circunferencias de la onda expansiva, un gorgoteo similar a un suspiro recorrió la ribera.

26

¡Al rescate!

Tyorl se derrumbó contra el grueso tronco de un pino centenario. Sus pieles de cazador estaban empapadas, sucias por el lodo de los pantanos y cubiertas de cenizas, lo que les confería un peso inaguantable. Sin fuerza en las piernas, con los brazos y la espalda convertidos en una doliente masa de músculos, comprendió que habría caído de no haberse apoyado en el árbol.

El humo irritaba sus conjuntivas, arrancando calientes lagrimones que fluían por el manchado rostro. Yerto de frío, el elfo se enjugó los ojos con el dorso de la mano y se tiznó todavía más de hollín —salpicado de barro— los pálidos pómulos, en una triste semblanza de las plañideras de su pueblo cuando se embadurnaban la faz en los enterramientos.

Detrás de él rugía una muralla de llamas. El
guyll fyr
alborotaba las ciénagas y se elevaba altivo hacia el cielo. Los pilares ígneos penetraban las solidificadas volutas de la humareda que se cernía sobre las escarpaduras. El guerrero comprendió que apenas podían disponer de unos minutos de descanso.

—Finn —llamó con voz áspera—, Finn, ¿qué sabes de estas montañas?

El jefe de los Vengadores meneó la cabeza y torció la boca en una mueca amarga y cínica.

—No soy un enano. Mis conocimientos acerca de esta vertiente de la cordillera son similares a los de cualquier otro, o sea, nulos. Los habitantes de Thorbardin denominan a la falda y las laderas, hasta las cimas, el «extranjero», lo que no significa que fomenten precisamente la afluencia de visitantes. Es una lástima que tu amigo manco no esté ahora entre nosotros.

«Más lo lamento yo», pensó Tyorl. Aunque el joven Hammerfell nunca había sido su compañero de peripecias favorito, les habría sido de gran utilidad en esos momentos. Pero lo más probable era que el distante y silencioso enano hubiera muerto.

La crueldad implícita en su pensamiento le produjo escalofríos. Cierto, Stanach se había mostrado siempre hosco y reservado, pero el luchador hubo de admitir que había saltado sobre el Dragón, a despecho de su agotamiento y su condición de lisiado, más para auxiliar a Kelida que porque quisiera recuperar a Vulcania.

Sacudió la cabeza, exhausto de correr y de discurrir. Sus dos amigos habían sucumbido; formaban parte del tributo de sangre que reclamaba el condenado acero. Finn tosió en el enrarecido aire y el elfo alzó la vista.

—Vamos a la deriva, Finn —dijo—. Lo mejor que podemos hacer es centrarnos en escapar del
guyll fyr.

—No todos lo lograremos —respondió el interpelado, indicando con un gesto a Lavim.

El kender, abrazado también al puntal que le brindaba un vetusto árbol, respiraba convulsivamente, sacudido por jadeos ululantes como el viento a su paso entre los juncos. Había cojeado a lo largo del último kilómetro; según sus quejas, porque le habían entrado piedras en la bota. Había un agujero de respetable tamaño en el calzado del hombrecillo, que justificaba la excusa. No obstante, Tyorl estaba seguro de que era un simple pretexto, y se confirmó su creencia cuando Springtoe, sin darse cuenta de que lo observaban, se inclinó hacia su rodilla y le administró cuidadosas fricciones. La había forzado al salir del lodazal.

El guerrero consultó con la mirada a Finn, quien de nuevo meneó la cabeza. La luz de la compasión alumbró sus ahumados ojos azules pues, aunque había abogado por decapitar al kender y abandonarlo en la tumba de las lagunas, su ira no había tardado en disiparse. De hecho, él mismo había alzado a Lavim, semiahogado y espurreando, de las aguas más hondas.

«Ese bribón y yo somos los únicos supervivientes de los cuatro que emprendimos juntos la odisea —reflexionó el elfo—, y en realidad es poco lo que sabemos de los demás aparte de sus nombres.» Se le antojó irónico que, en un puñado de días, hubieran adquirido tamaña importancia en su estima. La muerte de dos de ellos, incluso la del malhumorado Stanach, nublaría sus momentos dichosos durante años.

Se apartó del árbol y notificó a sus compañeros:

—Estamos despilfarrando nuestro ya exiguo tiempo. Aunque Stanach ya no se halle con nosotros, conozco la dirección que pretendía seguir: hacia el sudeste de la ciénaga. Para mí también es un misterio casi todo lo concerniente a Thorbardin, mas no me cabe duda de que nos encontramos al norte del reino. El viento propaga el incendio hacia el nordeste, y el camino al sur será arduo y en perenne ascenso. Sugiero que nos pongamos en movimiento mientras podamos.

»
En cuanto a Lavim, llegará tan lejos como yo llegue. Yo lo transportaré si se extinguen sus energías.

Sin volver los ojos atrás, Tyorl se alejó de su jefe y fue al encuentro de Springtoe. Se agachó a su nivel y posó la mano en el hombro del viejo kender, quien, al sentir su contacto, se ladeó hacia él exhibiendo su omnipresente sonrisa.

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