En Silencio (57 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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—Cuatrocientos metros. —Mahder señaló a un grupo de hombres con monos oscuros y gorras de visera que salían en ese instante de la terminal y se dirigían a un vehículo—. Ésos son americanos, sin lugar a dudas. Lo olisquean todo. En una ocasión estuvieron a punto de desmontarlo todo, así de detallado fue su examen, casi con lupa. Siempre en colaboración con los chicos del SE, para que éstos no piensen que ya no tienen voz ni voto dentro de su propia casa. En estos momentos, a los únicos a los que se los ve por aquí son a los chicos de la seguridad. ¿Me entienden? Si alguien hubiese querido esconder un arma aquí, habría llamado la atención. O un francotirador que quiera disparar al avión desde aquí. ¡Es absolutamente imposible! —¿Por dónde llegan los aviones?

—Probablemente por aquí. —Mahder señaló a un lateral del estacionamiento, situado enfrente de la terminal. —¡Ah! ¿Ésa es ya la pista de aterrizaje? El jefe de departamento se rió.

—Ya sé que es fácil perder la visión de conjunto. Tienen que imaginarse toda el área del aeropuerto como una estructura de cinco kilómetros de extensión. A la cabeza está el aeropuerto en sí, el acceso de la autovía, la terminal. Espere un momento, la imagen de la cabeza está bien; presten atención: el edificio del aeropuerto es su cabeza, y los ojos indican la posición de la vieja terminal. ¿Me siguen? La larga pista de aterrizaje comienza justo al lado de su oreja izquierda. La nueva terminal, por el contrario, es su oreja izquierda. Por eso tienen desde aquí una fantástica visión panorámica, pueden ver el pájaro justo antes de que toque el suelo. ¡Es magnífico!

—Impresionante —dijo O'Connor—. ¿Y así llegarán también los estadistas visitantes?

—Sí. —Mahder adoptó una expresión de picardía—. Pero eso no lo sabe nadie con exactitud; no se sabe desde qué lado entrarán en la pista. Hasta donde yo sé, eso será un secreto hasta el último segundo. Por otra parte… Bueno, qué sé yo…

Wagner reflexionó. Si la afirmación de Mahder era cierta, no tenía ningún sentido hacer una manipulación en la nueva terminal. Planear un atentado desde allí, era bastante insensato.

Continuaron avanzando, dejando atrás la nueva construcción, y llegaron a la zona de estacionamiento de la Terminal 1. Dos puertas en forma de estrellas se ramificaban a partir de la herradura. Cada una de ellas podía acoger media docena de aviones. Mahder condujo el coche a través de las inmensas explanadas y pasó una serie de curiosas curvas, hasta que Wagner se dio cuenta de que estaban siguiendo las señales pintadas que demarcaban el eje de una pista. A cierta distancia de ellos, un DC 8 francés avanzaba por la pista. Por un momento pareció como si el avión se dirigiera directamente hacia ellos, pero luego dobló hacia una de las estrellas.

—Tenemos tres pistas de aterrizaje —les explicó Mahder con el tono de un profesor—. La superpista, de la que acabamos de hablar, se extiende desde la terminal hasta el campo. Tiene una longitud de 3.800 metros. Somos uno de los pocos aeropuertos en el que pueden aterrizar transbordadores espaciales. ¿Lo sabían?

—Magníficas perspectivas para el futuro —dijo O'Connor.

—Por supuesto. Paralelamente a esa pista, discurre una más pequeña, de apenas dos kilómetros de largo. Y más adelante —dijo, y su mano señaló a lo lejos, donde la superpista se perdía en la llanura del brezal—, hay otra pista, una tercera, que cruza esas dos. La llamamos la pista de los vientos cruzados. Tiene unos dos kilómetros y medio de largo. Todo eso es muy interesante desde el punto de vista de la coordinación técnica, ya que los aviones pueden entrar a nuestras pistas desde ambos lados. Los aviones grandes, como el
Iljuschin
de Yeltsin o el
Air Force One,
aterrizan por supuesto en la pista larga. —En ese momento tenían a las espaldas la vieja terminal y las estrellas, y entonces pasaron frente a varios edificios. Wagner comprobó con asombro que esa parte del aeropuerto tenía las dimensiones de un polígono industrial de tamaño mediano. Avanzaban a través de una auténtica carretera. A derecha e izquierda estaban los hangares y los edificios destinados a las cargas. Más adelante se erguía la torre de control.

—Nos estamos desplazando de forma paralela a la gran pista —dijo Mahder—. Esta zona es el corazón de todo. Hacia el otro lado aterrizan los aviones de mercancías. Eso es algo que nadie sabe tampoco. Somos el segundo aeropuerto de carga más grande de Alemania. En cualquier caso, la torre de control es de nueva construcción. Al lado pueden ver la pequeña, que es la más antigua. En cierta ocasión, fue el edificio más alto de esta área. Apenas se puede creer. Uno trata de asociar los recuerdos, pero el tiempo, sencillamente, nos ha pasado por encima. Ahora lo más probable es que desaparezca.

—¿No podrían construir ahí una cafetería o cualquier otra cosa?

—Lo están discutiendo. Primero nos dijeron que lo rehabilitaríamos para crear una central de seguridad, una central de operaciones o un centro de emergencias, pero ahora dicen que van a quitarla. Siento cierta nostalgia. —Mahder se encogió de hombros—. Pues eso… Han visto lo más esencial. ¿Qué nos dice el reloj?

—Falta poco para las tres.

—Muy bien. Regresemos.

Mientras recorrían el camino de vuelta, pasando junto a varias naves y hangares, a Wagner se le ocurrió de pronto una idea. Marcó en el móvil el número de información y pidió que la comunicaran con el Hyatt.

—Ustedes tienen ahí un huésped llamado Aaron Silberman —dijo—. ¿Podrían comunicarme con él?

La recepcionista conectó a Wagner con la línea de espera. Al cabo de pocos minutos, salió de nuevo al teléfono y le dijo que Silberman no estaba en su habitación.

Wagner dejó su nombre, su número y el mensaje de que la llamara con urgencia para algo relacionado con Kuhn.

—Ésa es una buena idea —le dijo O'Connor desde el asiento trasero. Ella apoyó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Su mente, en ese momento, estaba enviando hacia unas silenciosas señales, con la esperanza de que algún elemento de la cabeza de O'Connor las captara, acusara recibo de ellas y les diera camino para su inmediata solución.

En el instante siguiente, Wagner sintió cómo los dedos de él comenzaban a acariciar su nuca.

Había funcionado.

—Sí —dijo ella—. Ya sé.

COMISARÍA DE POLICÍA

Mahder los llevó hasta la puerta del edificio de una sola planta y se despidió.

—Si puedo ayudarles de alguna forma —dijo—, háganmelo saber. Trabajo justo allí al lado.

—Lo haremos —dijo Wagner—. Gracias por la invitación.

—Gracias por su interés.

Un grupo de funcionarios salía de la comisaría. Dos de ellos llevaban chalecos antibalas, botas de cordones y ametralladoras. Subieron a uno de los vehículos policiales y partieron rumbo a la Terminal 1.

Wagner los siguió con la mirada.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué te parece todo este asunto ahora que estamos de nuevo sobrios?

O'Connor frunció el ceño. Se pasó la mano por su pelo plateado y dijo dos veces:

—Hum. Hum.

—Bueno, bueno.

—No estoy seguro. Paddy, con toda seguridad, no está limpio, y el hecho de que Kuhn haya desaparecido debería inquietarnos profundamente. Pero quizá estemos empezando a ver fantasmas.

—¿Quieres decir que no hay ningún plan de cometer un atentado?

—Posiblemente no. Sólo están el pobre Paddy y sus problemas. Es una pena. Esto prometía ponerse interesante. Pero las teorías de conspiración son un dominio exclusivo de los americanos. Ven, veamos qué ha averiguado Lavallier.

Kika asintió.

—Lo intentaré otra vez con Kuhn. Me da igual lo que diga Lavallier. —Mientras entraban al edificio y recorrían el pasillo en dirección al despacho del comisario principal, le salió de nuevo el buzón de voz de Kuhn. Wagner estaba muy desanimada. Cuanto más tiempo pasaba sin que él diera señales de vida, más terrible era la idea de que jamás respondiera al teléfono. ¿Qué pasaba si estaba muerto?

Kika no quería ni pensarlo. Esa idea se le hacía insoportable.

—O'Connor —dijo una voz detrás de ellos. Ambos se detuvieron y se dieron la vuelta. Lavallier se acercaba a ellos con paso apresurado.

—¡Venga conmigo a mi oficina! —dijo en tono categórico.

—Ah,
monsieur le commissaire
—dijo O'Connor cariñosamente—. ¿Qué sucede? ¿Está preocupado? ¿Por qué no hace un viajecito de vacaciones? Por aquí está lleno de aviones, y…

—Permítame ir al grano de inmediato —dijo Lavallier—. No necesito ninguno de sus estúpidos comentarios. O vienen conmigo ahora mismo los dos, u ordeno que me los traigan. Esto último no va a gustarles demasiado, se lo aseguro.

Lavallier los empujó dentro de su despacho y les indicó con un gesto que se sentaran en las dos sillas situadas delante de su escritorio. Wagner tomó asiento.

O'Connor lo miró malhumorado.

—¿Y esto qué significa? —gruñó—. ¿Hemos hecho algo mal? ¿O nos quedamos demasiado tiempo jugando fuera?

Lavallier pegó un golpe con la palma de la mano encima de la mesa.

—¡O'Connor! ¡Le diré ahora mismo algo con palabras bien comprensibles! ¡Usted me pone de los nervios! No sé qué tienen que ver ustedes con las desapariciones de Kuhn o de Clohessy, o ni siquiera sé si es cierto que uno de los dos ha desaparecido realmente, pero no me venga con el cuento del reencuentro casual.

O'Connor miró fijamente primero a Wagner y luego al comisario. Luego tomó asiento de mala gana.

—¿Se ha vuelto usted loco? —preguntó con un bufido.

Lavallier se dejó caer en su silla y cruzó los brazos.

—¿Conoce usted a un tal Foggerty?

—¿Foggerty?

—Exactamente.

—Santo cielo. ¿A cuánta gente tengo que conocer? Yo conozco a un montón de gente, tanta, que me interesa un bledo.

—¡Piénselo bien!

—No, no conozco a ningún Foggerty. No lo conocería ni aunque me debiera algo.

Lavallier enseñó los dientes y se inclinó hacia adelante.

—James Foggerty es sospechoso de haber escalado en el transcurso de los últimos diez años hasta las posiciones más altas del Ejército Republicano Irlandés, el IRA. El mismo grupo al que pertenecía nuestro amigo Clohessy.

—Bueno, ¿y qué?

—Foggerty era alumno del Trinity College de Dublín en la misma época en que lo eran usted y Patrick Clohessy. Lo hemos verificado. Y usted lo conocía. Tuvieron profesores en común y estuvieron en los mismos cursos.

O'Connor, de repente, se mostró confuso. Alzó las manos y las dejó caer de nuevo. Luego negó con la cabeza lentamente.

—Comisario Lavallier —dijo—. Yo tampoco puedo ocultar que esta breve conversación entre nosotros no me proporciona ninguna alegría. Es una pena, porque poco a poco le he ido encontrando el gusto a estar con usted. Permítame hacerle también una pregunta: ¿conoce usted a un tal Krámer?

—Basta ya —dijo Lavallier, furioso—. ¡Le meteré tras las rejas, O'Connor!

—No, usted me entiende mal. Le prometo responder con la verdad a cada una de sus preguntas pero, dígame, ¿conoce usted a un tal Dieter Krámer?

Lavallier guardó silencio durante un momento.

—No.

—Pero él estuvo con usted en la Academia de Policía. Tuvo los mismos instructores y también tomó cursos de criminología, como usted, de psicología de delincuentes y de armamentos. —O'Connor sonrió—. Pero este Dieter Krámer podría llamarse también Fritz Schulte. O de cualquier otra forma. Mire usted, por el Trinity deambulan miles de estudiantes que tienen los mismos profesores y asisten a las mismas asignaturas, pero ¿puede usted acordarse de un solo individuo que haya estado con usted en el colegio?

Lavallier le dedicó una mirada torva.

—Nadie puede hacerlo. No obstante, usted tendrá que aclararme algo, y le ruego que me lo explique bien.

—Lo haré tan bien como pueda.

—¿Por qué Patrick Clohessy, poco antes de su desaparición y, obviamente, después del encuentro con usted, escribe una carta en la que dice que usted es un agente del IRA y que lo ha estado buscando por encargo de un tal James Foggerty?

—¿Que yo qué?

O'Connor perdió visiblemente la compostura. Wagner lo miró y se dio cuenta de cómo el suelo se abría bajo sus pies.

¿El IRA?

Kuhn había dicho que él había simpatizado con el IRA. Y Kuhn había desaparecido. Y también había desaparecido Paddy. ¿Qué diablos estaba…?

«Despacio —pensó Wagner—. ¡Entra en razón! ¡No seas imbécil! Lavallier dice una frase un tanto confusa y tú ya barruntas la traición.»

—En primer lugar —dijo Kika, siguiendo un impulso—, el doctor O'Connor no va a responderle esa pregunta. Y puesto que otorga usted tanto valor a las palabras comprensibles, eso no debería de sorprenderlo. En segundo lugar, él seguramente lo hará cuando usted nos haya dejado ver una prueba escrita de lo que acaba de decir. Y déjeme poner en claro de inmediato que en cualquier instante puede aparecer aquí un abogado si yo lo deseo. O'Connor la miró con los ojos desorbitados. «Huy. Alguien ha hablado por mí. ¿Cómo me ha sucedido? ¿Acaso me he convertido en el increíble Hulk?», pensó Kika.

Lavallier la miraba impasible. Luego estiró la mano hacia un lado y cogió un folio que estaba sobre su mesa.

—Esto es una copia —dijo—. El original está en el Departamentó de Huellas. Claro que más tarde podrá echarle un vistazo si insiste en ello.

O'Connor miró al vuelo aquellas pocas líneas escritas a máquina y le pasó el folio a Wagner.

—Ahí no aparecen ni mi nombre ni nada relacionado con el IRA —dijo el físico.

—Pero se habla de premios —contraatacó Lavallier—, de libros, de Foggerty.

—Una absoluta estupidez.

—¿Ah, sí? Las huellas dactilares de Clohessy están en el original.

—Lavallier —dijo O'Connor, suspirando—. Investígueme. Acuda a su maldita base de datos y saque toda la información existente sobre mí. Soy una persona de vida pública, cada uno de mis pasos está mejor cartografiado que la superficie de la Tierra. Jamás he tenido contacto con Foggerty. Si me muestra una foto, es posible que lo reconozca, pero no he tenido contacto con él. Y jamás tuve absolutamente nada que ver con el IRA.

—Usted estuvo a punto de ser expulsado de la universidad por causa del IRA.

—¿Qué? ¡Ah, se refiere a eso! —O'Connor se llevó la mano a la frente—. ¡Dios mío, Lavallier! ¡Entonces éramos unos cabezas huecas, unos inmaduros que nos gustábamos en el papel de revoltosos! ¿Cuántas cosas no habrá hecho usted cuando era joven? Paddy estaba realmente comprometido con los problemas de Irlanda del Norte, y yo hubiese sido capaz de levantar el puño contra la extinción de la pulga de agua. A mí lo que me importaba era divertirme.

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