—No puedo creerlo —le cortó.
—Es una forma legítima de enfocar el problema —se plantó él.
—Lo que no puedo creer es que me lo hayas ocultado.
—En ningún momento te lo he ocultado. Voy contándote las cosas de forma natural, según fluyen.
—No seas cínico. Ahora entiendo tus conocimientos cuando ayer hablamos de mi hermano Taro y la incidencia de la radiactividad en los fetos. Y seguro que el informe de Kioto que me has quitado de la mano esta mañana también tenía algo que ver. Si incluso conocías a uno de los jefes de la OIEA. Y nuestras conversaciones en Tokio... No entiendo cómo he podido estar tan ciega.
—Mei, por favor, lo que precisamente quería evitar era este tipo de discusión. Es obvio que lo que yo hago no tiene nada que ver con la bomba que se arrojó sobre Nagasaki, pero tenía miedo de que...
—Para ti desde luego que no tiene que ver —volvió a cortarle en tono gélido—. Díselo a los supervivientes japoneses con cáncer. Díselo a mi abuela.
—¡El mejor presidente que ha tenido la OIEA era japonés, maldita sea! Y la Agencia lleva más de cincuenta años evitando que la energía atómica se utilice con fines militares y prestando asistencia a los gobiernos sobre sus virtudes para otros usos. ¡Son cosas diferentes, por el amor de Dios! Ni te imaginas los protocolos de seguridad y protección ambiental que tienen que cumplir los programas. A eso se dedica Marek. Y por eso sacaron a concurso el proyecto sobre transporte de material radiactivo. ¡Gracias a la Agencia descubriste el haiku que publicó Kazuo, así que no me vengas ahora con demagogias!
—¿Has terminado?
—Ya te lo he dicho antes, esto es justo lo que no quería.
—¿Y qué es lo que quieres, Emilian? ¿Acaso lo has sabido alguna vez?
Se quedó callado, viendo cómo Mei echaba a andar hacia la salida del edificio.
Nagasaki, 13 de agosto de 1945
E
staría Junko esperándole en la colina? ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Kazuo quería echar a correr, pero Kramer le pidió calma. Podría parecer que estaban huyendo de algo y no era conveniente seguir llamando la atención. Cualquiera de sus movimientos se magnificaba por su pelo rubio y sus ojos de pez. Trazaron la ruta que Kazuo había andado tantas veces para acudir a su cita diaria. Iniciaron el ascenso por la zona más empinada, como él siempre hacía, empujando con las manos en las rodillas para impulsarse hacia arriba. Jadeaba por la fatiga —¿cuándo había comido por última vez?— y por la ansiedad que, como una parasitaria trepadora, se le aferraba al pecho. Le pareció estar subiendo una colina diferente. Nada era igual que antes del estallido. Las odiosas moscas se le pegaban a la cara y le libaban el sudor y la herida de la cabeza. Una vez en la cima comprobó desolado que no había nadie. Ni nadie ni nada, apenas oxígeno, sólo un asfixiante silencio de funeral tan diferente del que, cuando aquella colina era el refugio de los dos adolescentes, se les antojaba de paradisíaca isla desierta.
Se encaramó a la piedra desde la que solía observar el Campo 14. Permaneció un rato allí plantado, con los hombros caídos y una desazonadora expresión de derrota. Sintió un nuevo tipo de angustia. Estaba en el lugar desde el que había presenciado la luz. Incluso creyó revivir los instantes previos, cuando escuchó el rumor del bombardero.
Frunció el ceño.
Era demasiado claro para ser un eco de la memoria.
Levantó la vista al cielo. Una luminosidad espectral perforaba las nubes oscuras. Pero había algo más.
—¿Qué es eso?
De nuevo la barbilla erguida, como cinco días antes.
Kramer también alzó la vista entrecerrando los ojos.
Otra vez no...
¿Otro paracaídas?
¿Otra bomba?
No eran capaces de decir nada. No cabía más muerte. Incluso se permitieron un ruego mudo y conjunto: morir en el primer instante, con el génesis de la luz. Pero al poco descubrieron que lo que caía era una especie de lluvia, y no de partículas de polvo y ceniza de los muertos como la que había cubierto el valle tras el derrumbe del hongo.
—Son octavillas... —murmuró Kramer controlando un delatador temblor en la voz, refiriéndose a los mensajes que los aliados lanzaban para minar la moral de la población civil.
Entre el inesperado confeti, Kazuo acertó a divisar cómo se alejaba el avión. Las primeras octavillas en caer le acariciaron la cara con la delicadeza de un padre que regresa a casa tras un largo viaje de trabajo.
Se agachó a por una. Estaba escrita en japonés.
—¿Entiendes lo que dice? —preguntó Kramer.
—Claro que sí —respondió sin dejar de mirar al papel.
—Léemela.
Kazuo volvió al principio y tradujo palabra por palabra:
—El pueblo japonés se enfrenta a un otoño extremadamente importante. Los aliados presentamos a vuestro gobierno trece artículos de rendición para poner fin a esta guerra infructuosa, una propuesta que fue ignorada por los líderes de vuestro ejército... —Se detuvo unos instantes y, saltándose unas frases, fue directo al final—. Estados Unidos ha desarrollado una bomba atómica, algo que no ha hecho ninguna otra nación con anterioridad, un arma terrorífica que tiene el poder destructivo de dos mil aviones B-29.
Kramer sabía que, en ese mismo instante y siguiendo los dictados del comité de expertos en operaciones psicológicas, cientos de esos mismos B-29 estarían esparciendo aquel mensaje por todo el país.
Murmuró algo al tiempo que aplacaba un gesto de victoria condensado en un puño apretado.
Kazuo le miró confundido.
—¿Por qué se alegra?
—Esta guerra terminará pronto, ya lo verás.
¿Qué guerra?, pensó Kazuo. ¿Dónde está Junko? Yo he perdido mi única batalla. Junko, perdóname...
Se sentó en el suelo entre las octavillas que se habían posado sobre la colina. Fue entonces cuando vio un papel diferente del resto. Lo cogió pausado y permaneció un rato con los ojos clavados en él.
—¿Qué es eso? —le preguntó Kramer.
—Un vale del centro de racionamiento.
—¿Y cómo ha llegado aquí?
—Quizá lo trajo Junko —contestó Kazuo.
Lo dijo sin aspavientos, con toda naturalidad.
—Podría ser de cualquiera.
El comandante Kramer apretó los labios, arrepintiéndose al momento de pensar con racionalidad en aquel mundo absolutamente irracional.
Kazuo hizo un ademán de marcharse.
—¿Adónde vas?
—Al centro de racionamiento.
—Se está haciendo tarde, chico, y llevamos todo el día de aquí para allá. Sería mejor dejarlo y seguir mañana.
—No hace falta que me acompañe.
Echó a andar colina abajo.
—¡Espera! —le retuvo el comandante—. ¿Dónde está ese sitio?
El chico se paró en seco y contestó pausado.
—Junto a la estación de tren.
Kramer se debatió en silencio. Temía seguir fallándole. Por un lado estaba seguro de que en el centro de racionamiento tampoco hallarían ninguna pista; y el hecho de pasar junto a la estación implicaba el riesgo de ceder al impulso de abandonar a sus hombres y encaramarse al vagón de cualquier tren que partiese hacia el este. Pero, al mismo tiempo, le aterraba pensar que la historia de aquel chico con su amor adolescente fuera un reflejo de la suya propia con Elizabeth. ¿Acaso necesitaba encontrar a esa Junko para mantener vivas sus propias esperanzas de reunirse con su amada en Karuizawa. Maldito muchacho... Recordó la escena de la catedral, cuando Kazuo no dudó en lanzarse contra la espalda del kempeitai con aquel madero astillado que apenas podía sostener.
—Dios me lo recompensará algún día —dijo con sorna mientras se encaminaba hacia abajo.
Para cuando llegaron a la estación ya había caído la noche. Al cruzar el andén vieron que, a pesar de la considerable distancia que los separaba del epicentro, muchos de los pilares de hierro se habían arqueado por el calor hasta venirse abajo el techo. Las vías, sin embargo, continuaban estando en su sitio y la entrada y salida de ferrocarriles se había reestablecido. En el edificio de oficinas, una marabunta de gente llegada de otras ciudades trataba de conseguir cualquier información sobre sus familiares. Los funcionarios se afanaban en clasificar por barrios los poquísimos datos que poseían, aunque la mayoría de las veces respondían de forma mecánica con un escueto «todos muertos o desaparecidos» que provocaba riadas de histeria que debían ser aplacadas por los soldados del puesto de control.
—Es allí —señaló Kazuo ajeno a todo, y echó a correr hacia una zona flanqueada por una barricada de sacos terreros y barriles quemados.
Lo que llamaban el centro de racionamiento no era sino un gran patio circundado por una verja. Al fondo se levantaba el hangar en el que se llevaban a cabo los preparativos, por cuya parte trasera entraban los camiones. Al frente tenía un gran portón a través del cual las patrullas civiles distribuían el arroz. Cuando llegaba la hora, se subían a unas cajas que les servían de parapeto y repartían las raciones siguiendo el orden impuesto por los propios supervivientes, los cuales aguardaban su turno con una paciencia pasmosa.
En aquel momento apenas había unos cuantos desperdigados por el patio. Kazuo se acercó a un hombre flaco que yacía hecho un ovillo y le preguntó a qué hora comenzaba el reparto de comida, pero no obtuvo respuesta. Se quedó paralizado al comprobar que tenía la piel púrpura de los infectados. Kramer lo apartó de él y fueron hacia otros dos que, recostados sobre la pared del hangar, los miraban con apatía.
—Pregúntales dónde podemos encontrar a la persona que distribuye los vales de comida.
—Hasta mañana a las diez no vendrá nadie —contestó el más viejo cuando Kazuo terminó de traducir.
—Mierda...
—Y les aseguro que no les resultará fácil hablar con el encargado.
—¿Por qué?
—¡No saben la que se organiza! Dentro de poco comenzará el desfile de los que vienen para coger sitio. Yo estoy esperando desde la mañana y aún me queda toda la noche, pero al menos me aseguraré una ración.
—Pregúntales si les dan algún tratamiento especial a las mujeres y a los niños —se le ocurrió a Kramer pensando que quizá Junko accedió por una fila menos concurrida, por lo que pudo llamar más la atención.
—¿De verdad creen que las cosas están para hacer distinciones por edades o sexos? —contestó el otro, bastante más joven, cuando Kazuo tradujo la pregunta al japonés. Parecía un hombre instruido; iba desnudo salvo por un calzón y una venda cruzada por encima del hombro que le cubría el torso, pero su voz tenía el tono de los maestros de escuela—. Este mundo de tinieblas no está hecho para los débiles.
—Junko no es débil —saltó Kazuo.
—¿Quién es Junko?
—Una chica de doce años que viste un kimono rojo.
—Qué curioso...
—¿La ha visto?
—Yo no, pero si de verdad una pequeña geisha ha atravesado este infierno, haréis bien en preguntar al encargado de los vales. En esta ciudad gris, cualquier pincelada de color llamaría tanto la atención como el primer brote de los cerezos después de un largo invierno.
—Esperaremos en la entrada trasera del hangar a que llegue ese encargado y lo asaltaremos antes de que comience el reparto —declaró Kramer—. No te preocupes.
Buscaron un rincón recogido. Kazuo se recostó junto al esqueleto carbonizado de un vehículo militar. Sabía que necesitaba dormir si no quería volverse loco, pero temía cerrar los ojos, no despertar a tiempo y perder la oportunidad de hablar con la única persona que podía darle la siguiente pista sobre Junko. Metió la mano en el bolsillo, apretó el pliego enrollado del haiku y permaneció alerta, ante la presencia escrutadora de los muertos recientes, mimetizado con las sombras que le invitaban a entrar en el coma de aquella noche sin fin.
El estruendo de los camiones que traían los sacos de arroz le arrancó de su letargo. Se puso en pie y fue a toda prisa a zarandear a Kramer. Vieron cómo el convoy entraba en el hangar. El portón estaba custodiado por una pareja de soldados que volvieron a cerrarlo al paso de los vehículos. Ya les habían avisado que no iba a ser fácil acceder a aquel hombre. Kramer se pegó a la valla de alambre para mirar cómo iban las cosas por el patio. Estaba atestado de gente. Las largas colas de supervivientes que trataban de asegurarse una ración se mezclaban con la masa de viajeros que, tras apearse de un tren llegado del norte, esperaban a que el destacamento militar les brindase cualquier información sobre los suyos. Kazuo, que había jugado muchas veces en la estación con sus compañeros del colegio, tiró de la manga del comandante hacia el entramado de vías, entre la multitud y el humo de la locomotora, y se deslizó bajo unos vagones para salir a un andén desierto. Allí se abría una portezuela metálica lateral del hangar por la que solían cargar las mercancías pequeñas sin necesidad de dar la vuelta hasta el portón frontal.
Se introdujeron por ella con cautela y fueron a ocultarse tras un pilar. Al fondo, la patrulla civil de salvamento ya estaba apilando los sacos de arroz. Enseguida localizaron al jefe, un japonés orondo de cara tan hinchada que parecía haberse comido todo lo que tenía que repartir. Kazuo hizo ademán de ir hacia él, pero Kramer le retuvo para analizar primero la situación. El jefe, al que los demás se dirigían sin ningún pudor como Globo —a buen seguro por su parecido con el cotizado pez fugu—, discutía de forma acalorada con otros dos. Uno de ellos tenía un muñón en el codo derecho. El otro sujetaba un pequeño aparato de radio que arrojaba vigorosos informes de la NHK, la emisora gubernamental.
Kazuo estiró la oreja para oír lo que decían. Al poco, como si hubiera escuchado su propia sentencia de muerte, le cambió el gesto: se puso aún más blanco, los ojos y la boca abiertos.
—¿Qué les pasa? —preguntó Kramer—. ¿De qué hablan? Kazuo le hizo un gesto enérgico pidiéndole silencio. La discusión de los japoneses iba a más. Kramer comenzó a pensar que habían llegado demasiado lejos. Estaba a punto de coger al chico y salir por donde habían entrado cuando éste, mucho más sosegado, se volvió y le clavó una mirada cargada de luz.
Abría la boca pero no podía hablar. El comandante entonces lo zarandeó.
—¡Reacciona, maldita sea!
—Japón se rinde, comandante.
—¿Qué?
—El emperador está a punto de comunicar a su pueblo que acepta la rendición incondicional. Van a emitir su discurso para todo el país.