El Camino de las Sombras (49 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
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Entonces divisó el resto del barco bajo las aguas azules y poco profundas. De algún modo se había hundido en un instante. Los trozos que salieron volando eran maderos de la cubierta y los mástiles que se habían desprendido cuando las aguas se cerraron sobre la nave.

El mar se volvió negro, como si un grueso nubarrón hubiera tapado el sol, aunque su superficie ondulaba. A Kaldrosa le llevó un momento comprender que había algo pasando bajo su barco. Algo absolutamente inmenso. Vio recitar a los brujos, y ya no eran solo sus manos las que se entrelazaban. Parecía que los tatuajes negros que todos llevaban se hubieran desgajado de sus brazos y se agarrasen entre sí, latiendo de poder. Los brujos sudaban, sometidos a una enorme tensión.

Se formó una ola como si alguien hubiera disparado una flecha descomunal a ras de agua, y se detuvo al llegar al segundo navío de guerra cenariano. Los tripulantes de su cubierta, a cincuenta pasos de distancia, gritaban, disparaban flechas al agua y blandían espadas, mientras el capitán intentaba virar el barco.

Durante cinco segundos no pasó nada, y luego dos bultos gigantescos y grises se pegaron a la cubierta del bajel cenariano. Eran demasiado grandes y, en un primer momento, Kaldrosa no pudo adivinar de qué se trataba; cada uno cubría casi la cuarta parte del casco del barco. Entonces el navío se elevó diez pasos por encima del mar, derecho hacia arriba, y Kaldrosa comprendió que eran los dedos de una inmensa mano gris. Después la mano bajó y el barco entero desapareció bajo las olas, tras estallar en pedazos al estrellarse contra la superficie y lanzar despedida una ráfaga de astillas.

La forma negra volvió a moverse, demasiado gigantesca para ser real. Los hombres del último barco cenariano gritaban desesperados. Kaldrosa escuchó órdenes a voz en cuello, pero había demasiada confusión en cubierta. La embarcación derivó, a pesar de que había reducido la distancia a su barcaza mientras los otros navíos se hundían y ya casi estaba rozándola.

El mar se abombó de nuevo, pero en esa ocasión no hubo pausa. El leviatán nadó bajo el barco cenariano a una velocidad increíble, emergiendo lo suficiente para que las espinas dorsales se elevasen diez metros en el aire.

Las espinas cortaron el navío por el centro y sendos latigazos de una cola gris sepultaron las dos mitades en el océano. Los soldados khalidoranos que abarrotaban la cubierta (Kaldrosa ni los había visto salir) prorrumpieron en vítores.

Estaba a punto de ordenarles que volvieran a sus puestos cuando se quedaron mudos de repente. Los soldados señalaron con el dedo. Kaldrosa siguió sus miradas y vio elevarse el mar de nuevo, en una onda que esa vez avanzaba directa hacia ellos. Los brujos sudaban con profusión, con un pánico manifiesto pintado en la cara.

—¡No! —gritó un joven brujo—. Eso no funcionará. Hagámoslo así.

Una onda inmaterial partió de los brujos hacia el leviatán. Alcanzó a la bestia que se acercaba, y no pasó nada. Los soldados gritaron horrorizados.

Entonces la inmensa criatura dio media vuelta y se alejó mar adentro.

Los soldados vitorearon y los brujos se derrumbaron en la cubierta, pero no todo había concluido. Kaldrosa lo notó enseguida.

Mientras ordenaba retirar los remos e izar las velas una vez más, no perdió de vista a los brujos.

El cabecilla estaba hablando con el joven que, si las suposiciones de Kaldrosa eran correctas, había tomado las riendas y les había salvado a todos la vida. El joven negó con la cabeza, mirando fijamente la cubierta bajo sus pies.

—Obediencia hasta la muerte —le oyó decir.

El cabecilla habló de nuevo, demasiado bajo para que Kaldrosa lo entendiera, y los otros once brujos formaron un corro en torno a sus dos compañeros. Pusieron las manos sobre el joven que los había salvado a todos, cuyos tatuajes empezaron a elevarse desde debajo de la piel. Se fueron hinchando hasta dejarle los brazos negros y luego estallaron, no hacia fuera, no alejándose del cuerpo del brujo, sino hacia dentro, como si fuesen venas demasiado llenas que reventaban. Los tatuajes despedazados sangraron bajo la piel del joven, que se derrumbó sobre la cubierta entre violentas sacudidas. En cuestión de segundos, su cuerpo entero era de color negro. Se agitó emitiendo unos ruidos ahogados y en un abrir y cerrar de ojos estaba muerto.

La tripulación del barco se había cuidado de no mirar hacia los brujos. Kaldrosa descubrió que solo ella había presenciado el suceso. El cabecilla de los brujos dio una orden, y sus compañeros arrojaron el cadáver por la borda. Después el cabecilla se volvió y la observó con sus ojos demasiado azules.

«Nunca más —se juró Kaldrosa—. Nunca más.»

—¿Sabes cuál es el secreto de un chantaje eficaz, Durzo? —preguntó Roth. Estaba sentado a una bella mesa de roble que resultaba incongruente en aquella casucha típica de las Madrigueras. Durzo, de pie ante él, parecía un cortesano aguantando una regañina del monarca. Roth hasta había elevado su silla. Había que ser presuntuoso.

—Sí —respondió Durzo. No estaba de humor para juegos.

—Recuérdamelo —dijo Roth, alzando la vista de los informes que había estado leyendo. No bromeaba.

Durzo se maldijo y maldijo al destino. Había hecho todo lo posible por impedir aquello, había pagado el precio entero de amargura, y aun así había sucedido.

—Usar la primera amenaza para conseguir otra mejor.

—Tú me lo has puesto difícil, Durzo. Has convencido al mundo de que todo te trae sin cuidado.

—Gracias. —Durzo no sonrió. No servía para el papel de sirviente humillado.

—Pero no eres consciente que soy más listo que tú.

—Consciente «de» que.

Roth entrecerró los ojos, muy juntos, al oír la réplica despreocupada de Blint. Era un joven delgado, con la cara angulosa y medio oculta por la melena y una perilla morena y aceitada. No le gustaba hablar por hablar. No le gustaba la gente. Tendió una mano abierta y esperó.

Durzo le lanzó el bello cristal plateado.

Roth lo examinó por un momento y después se lo tiró de vuelta, sin sonreír.

—No juegues conmigo, asesino. Sé que allí había uno auténtico. Tenemos a dos espías que vieron cómo alguien se lo enlazaba.

—Entonces también deberían haberte contado que alguien se me adelantó.

—De verdad.

Roth estaba imitando la tendencia de Mama K a formular preguntas como si fuesen afirmaciones. Debía de pensar que eso le confería autoridad. Andaba muy desencaminado si creía que imitar a Mama K sería suficiente para mantener el poder. Una parte de Durzo deseaba contarle que Mama K era el shinga. Era evidente que Roth no lo sabía, y Mama K había traicionado a Durzo, pero él no era de los que usaban ratas para hacer el trabajo de un hombre. Si mataba a Gwinvere, lo haría con sus propias manos. «¿Cómo que "si"? Me estoy ablandando. Cuando. Me traicionó. Debe morir.»

—De verdad —respondió, sin entonación.

—Entonces creo que va siendo hora de que conozcas otra de mis «bazas».

No hubo ninguna señal que Durzo pudiera detectar, pero un anciano entró en la chabola al instante. Era un tipejo bajito y encorvado por los años, más años de los que debería soportar un cuerpo mortal. Tenía los ojos azules y penetrantes y una cortinilla de pelo cano peinada sobre una cabeza por lo demás calva.

El hombre le dedicó una sonrisa desdentada.

—Soy el vürdmeister Neph Dada, consejero y vidente de su majestad.

No un brujo cualquiera; un vürdmeister. Durzo Blint se sintió viejo.

—Cuánto honor. Pensaba que llamabais «su santidad» a esos perros que tenéis por reyes —dijo.

—Su majestad —aclaró Neph Dada— Roth Ursuul, noveno hijo aspirante al trono del rey dios. —Hizo una reverencia hacia Roth.

Por los Angeles de la Noche, hablaba en serio.

Neph Dada agarró la barbilla de Durzo con una mano endeble y tiró de ella hasta que sus ojos estuvieron a la misma altura.

—Sabe quién se llevó el Orbe de los Filos —sentenció Neph.

Ya no podía negarlo. No con un vürdmeister presente. Se decía que los vürdmeisters podían leer la mente. No era cierto, pero se acercaba bastante. Durzo sabía que pocos de ellos podían, y esos pocos no leían exactamente los pensamientos. Tal y como se lo habían explicado a Durzo, hacía más tiempo de lo que quería recordar, lo que captaban no era más que atisbos de imágenes que había visto el sujeto. Con todo, los mejores vürdmeisters podían intuir mucha verdad a partir de unas pocas imágenes. En su situación no había casi diferencia entre una y otra cosa. «¿Cómo puedo aprovechar lo que he visto para ocultar lo que sé?»

—Fue mi aprendiz —dijo.

Roth Ursuul —«Por los Ángeles de la Noche, ¿Ursuul?»— alzó una ceja.

—No sabe lo que es —prosiguió Durzo—. No sé quién lo envió. Nunca acepta trabajos sin consultarme.

—¿Quizá no deberías estar tan seguro de eso? —insinuó Neph.

—Os conseguiré el ka'kari. Solo necesito algo de tiempo.

—¿Ka'kari? —preguntó Roth.

El joven jamás había empleado aquella palabra. Durzo acababa de cometer un error estúpido, del todo impropio. Se estaba viniendo abajo.

—El Orbe de los Filos —aclaró.

—Te he dado la oportunidad de ser sincero conmigo, Durzo. Así pues, lo que voy a hacer es culpa tuya. —Roth le hizo una seña a uno de los guardias apostados a la entrada de la chabola—. La niña.

Al poco, entraron con una niña pequeña a cuestas. Estaba drogada, por medios químicos o mágicos, y al guardia le costaba un poco sostener su cuerpo inerte. Tendría unos once años y estaba delgada y sucia, pero no eran la delgadez y la suciedad de un rata de hermandad; estaba flaca y mugrienta, pero sana. Tenía el pelo oscuro, largo y rizado, y la misma cara entre angelical y demoníaca que había tenido su madre. Algún día sería más guapa incluso que Vonda. Había heredado la altura de Durzo pero, gracias a los dioses, en todo lo demás había salido a su madre. Uly era una niña preciosa. Era la primera vez que Durzo veía a su hija.

Hacía que le doliera una herida que no era nueva.

—Has escogido resistirte a cooperar, Durzo —dijo Roth—. En circunstancias normales haría un escarmiento contigo, pero los dos sabemos que no me es posible. Te necesito demasiado, por lo menos durante los próximos días. Así que a lo mejor debería, no sé, cortarle la mano como advertencia y hacerle saber que la pierde porque a ti no te da la gana impedirlo. Que prefieres verla sufrir. ¿Quizá algo así me ayudaría a obtener tu colaboración?

Durzo estaba paralizado, con la vista clavada en su hija. ¡Su hija! ¿Cómo la había puesto en manos de ese hombre? Había sido la baza del rey, y Roth se la había quitado a Aleine delante de sus narices.

—¿Qué te parece esta otra idea? —prosiguió Roth—. Nosotros le cortamos una mano o tú le cortas un dedo.

Había una salida. Incluso a esas alturas, había una salida. Uno de sus cuchillos estaba envenenado. Lo había untado con el veneno de áspid. Para Kylar. Sería indoloro, sobre todo para una niña tan pequeña. Estaría muerta en cuestión de segundos. A lo mejor sorprendería lo suficiente a Roth para poder escapar. A lo mejor.

Podía matar a su hija y probablemente acabar muerto, y Kylar viviría. Si no, ese tal Roth Ursuul le exigiría que matase a Kylar y consiguiera el ka'kari. Sería bastante fácil fingirlo todo si Roth no ni viese un vürdmeister.

¿Podía matar a su propia hija? Si no lo hacía, les estaba dejando matar a Kylar.

—Ella no ha hecho nada —dijo.

—Ahórramelo —replicó Roth—. Tienes demasiada sangre en las manos para venirme llorando con el sufrimiento de los inocentes.

—Hacerle daño no es necesario.

Roth sonrió.

—Sabes, viniendo de cualquier otro, me reiría. ¿Te acuerdas de lo que pasó la última vez que quisiste ver el farol de un Ursuul? —Durzo no pudo mantener la expresión impasible; un destello de pena afloró a la superficie—. ¿Quién lo habría imaginado? —dijo Roth—. Mi padre coge a la madre y yo a la hija. ¿Has aprendido la lección, Durzo Blint? Creo que sí. A mi padre le complacerá ver que estoy cerrando el círculo. El intentó chantajearte para obtener un ka'kari falso y falló; yo te chantajeo a cambio de uno real y lo consigo.

A Neph se le encendieron los ojos cuando Roth dijo eso. Estaba claro que no aprobaba las ínfulas del príncipe, pero Durzo seguía descolocado. No veía ninguna manera de explotar esa minúscula división entre los dos.

—Te explicaré cómo funcionará el chantaje en tu caso, Durzo Blint: si creo que te me estás resistiendo, tu hija morirá. Y hay otras... digamos que «indignidades», que sufrirá primero. Deja que tu imaginación trabaje en cuáles podrían ser; es lo que haré yo. Será una cáscara vacía para cuando hayamos terminado. Pasaré meses exprimiendo hasta la última gota de sufrimiento de su mente y su cuerpo antes de que la matemos, y disfrutaré con el trabajo. Soy uno de los discípulos más devotos de Khali. ¿Me entiendes, Blint? ¿Me expreso con claridad?

—Perfectamente. —Tenía la mandíbula tensa. No podía matarla. Por los Ángeles de la Noche, no podía y punto. Ya se le ocurriría algo. Siempre se le ocurría algo. Tenía que haber una salida para esa situación. La encontraría y mataría a esos dos hombres.

Roth sonrió.

—Ahora cuéntame todo sobre ese aprendiz tuyo. Y todo quiere decir todo.

Capítulo 49

Kylar salió de entre las sombras de la oficina del Jabalí Azul y agarró a Jarl por el cuello con un brazo, mientras le tapaba la boca con la otra mano.

—¡Mmm mmmf! —protestó Jarl contra su palma.

—Tranquilo, soy yo —le susurró Kylar al oído. Temeroso de que se pusiera a gritar, soltó despacio a su amigo.

Jarl se frotó la garganta.

—Maldita sea, Kylar, ten cuidado. ¿Cómo has entrado?

—Necesito tu ayuda.

—No me digas. Justamente iba a salir a buscarte.

—¿Qué?

—Mira en el cajón de arriba. Tardarás lo mismo en leerlo que yo en explicártelo —dijo Jarl.

Kylar abrió el cajón y leyó la nota. Roth era Roth Ursuul, un príncipe khalidorano. Acababan de elegirlo shinga. Kylar era sospechoso del asesinato del príncipe; los hombres del rey lo andaban buscando. Dejó la nota a un lado.

—Necesito tu ayuda, una última vez, Jarl.

—¿Me estás diciendo que ya sabías todo eso?

—No cambia nada. Necesito tu ayuda.

—¿Esto me costará la vida?

—Necesito saber dónde se esconde Mama K.

Jarl entrecerró los ojos.

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