Corazón de Ulises (54 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Ascendí la populosa calle en dirección al mar. Y en un esquinazo vi un cartel que anunciaba una peluquería. Me gusta que me afeiten cuando ando de viaje, es un lujo que me permito de cuando en cuando, como una forma de relajación. Y además, llevaba barba de un par de días. Doblé, pues, la esquina y me metí en el pequeño establecimiento.

Y así conocí a Gasparo, mi amigo alejandrino, italiano de origen y de nacionalidad, aunque nacido en Alejandría. Tenía setenta años y era bajo, fuerte, reidor, de ojos vivos y expresivos, casi calvo y de carácter altivo. Su cuello era corto y ancho y el vello canoso trepaba hasta su garganta, surgiendo en rizos desde el recio pecho. Mientras me afeitaba, viéndole en el espejo y sentado en el único sillón de su modesto local, me pareció que el tipo que me pasaba la navaja por las mejillas era el mismísimo Picasso.

Estaba encantado de rasurar a un español. Y se negó a cobrarme. «Quédese un rato aquí», me dijo, «después de todo, somos compatriotas, compatriotas europeos». Colocó un par de sillas de madera, a la sombra, en la puerta de la barbería y me invitó a sentarme. «¿Quiere algo, una cerveza o un té frío», preguntó. «Nada, muchas gracias», negué cortés. «Entonces charlemos un rato.» Su sonrisa me pareció leonina y devoradora, como la del gran pintor malagueño.

«¿Ve todo esto?», señaló el desastrado callejón de suelo de tierra oscura. Enfrente del local de Gasparo había una sórdida carbonería y una humilde tienda de alimentación. «Antes era diferente, era bonito. Alejandría era una ciudad hermosa y todas las zonas bonitas, como era ésta, las hicimos nosotros: los franceses, los italianos, los griegos. Y ahora, ya ve, no sólo no nos dan la nacionalidad a los que nacimos aquí, aunque fuésemos hijos de europeos, sino que además nos dicen que somos extranjeros porque no somos musulmanes. Que les den por culo: yo soy italiano, tengo pasaporte italiano y por eso soy ciudadano de quince nacionalidades. Quince países, total nada. Y los mejores del mundo. Que les den por culo.»

En ese instante, una cesta atada en el asa por una cuerda descendía del cuarto piso de la casa que teníamos enfrente y se detenía colgando ante la puerta de la tienda de alimentación. «Ya verá», me dijo sonriente Gasparo, dándome un golpecillo en el hombro. Salió del comercio un muchacho, tomó del interior de la cesta un papel escrito y unos cuantos billetes de liras egipcias y entró en la tienda. Al poco salió de nuevo con una barra de pan y unas cuantas latas, los metió en la cesta y dio un meneo a la cuerda. Arriba, los brazos de una mujer tiraron de la soga y la cesta ascendió al cuarto piso.

«Es una manera muy original de hacer la compra», dije. «No tiene otro remedio. ¿Sabe lo que pasa? Que desde hace años en este barrio no funciona ningún ascensor. Lo que le digo, todo lo han destrozado. Dentro de pocos años, Alejandría se irá a tomar por culo. Pero yo me habré muerto y me dará lo mismo».

Gasparo vivía solo, en una especie de residencia de ancianos que pagaba el Estado italiano.

«Tengo allí todas las comodidades, una cocinita en la que prepararme espaguetis y pizza; a veces, incluso consigo queso parmesano, cuando llegan barcos de mi país al puerto».

Mi amigo barbero tenía una sola hija, que murió en Sicilia años antes.

«Tengo varios nietos, pero no los conozco. Hace mucho que no voy a Italia. Y no crea que es por falta de ganas, pero ando justo de dinero. La barbería, ya lo ve, es pequeña. Me da para vivir y poco más. De todas formas, la tengo siempre limpia y aquí he cortado el pelo a gente muy importante, como a George Moustaki, que es nacido en Alejandría».

Seguí preguntándole sobre su vida y él respondía encantado.

«Ahora en Europa estamos todos unidos y eso es bueno, aunque ha costado guerras y esfuerzos. En el 42 yo era antibritánico, y cuando las tropas italianas llegaron a 150 kilómetros de aquí, los ingleses nos cogieron a todos los italianos de Alejandría, El Cairo y Port Said, unos cinco mil en total, y nos metieron en campos de concentración en el desierto. Yo tenía dieciocho años y estuve preso en uno de ellos hasta que cumplí los veinte. Nos daban poca comida y mala: lentejas llenas de piedras y de insectos. Pero me hice fuerte con el sol y el aire del desierto. No dejé ningún día de hacer gimnasia y aquí me tiene, como nuevo, a mis setenta años. Luego, en el 44, cuando cayó Mussolini, nos soltaron a todos. Y ya ve, ahora que soy europeo, pues soy casi inglés: las vueltas que da la historia. Después abrí la peluquería. Llevo cincuenta años con ella. Y no me iba mal al principio, la verdad. Pero en el 56 fue el desastre: nacionalizaron a destajo y casi todos los europeos se fueron. Yo no quise irme, porque aquí nací y porque amo esta ciudad. Pero ya la ve: sucia, cayéndose a pedazos. Los viejos edificios, los de antes, sin embargo, resisten. Porque están bien hechos. En cambio, los nuevos se vienen todos abajo, porque mezclan más arena de la apropiada con el cemento. Un día de estos se les va a ir al suelo toda la ciudad; pero que les den por culo».

Me despedí de Gasparo y quedé en volver a visitarle. Me acompañó hasta la esquina, hospitalario, tomándome del brazo. «Si necesita algo, no dude en venir a preguntarme: chicas, buena marihuana, alcohol de contrabando, cigarrillos americanos…, lo que quiera. Yo sé dónde hay de todo en Alejandría».

Calle de Nabi Danyal arriba, apretaba el calor. Algunos mendigos solicitaban limosna sin mucha fe en sus posibilidades. Llegando otra vez a las cercanías del mar, el viento traía un fresco vivificador desde su altura azul.

Cuando Alejandro murió en Babilonia, en el 323, y sus generales se repartieron el imperio, Ptolomeo Lagida, a quien el emperador macedonio había nombrado gobernador de la ciudad, se proclamó faraón de Egipto, con el título de Ptolomeo I Sotero. Desde Asia, el cadáver de Alejandro iba a ser trasladado a Macedonia, para ser enterrado junto a su padre, Filipo, pero Ptolomeo jugó una baza política que le salió redonda: cuando el cortejo fúnebre se aproximaba a las costas de Asia Menor para embarcar hacia Macedonia, los soldados del Lagida secuestraron el carro de Alejandro y lo trajeron a Alejandría. Y aquí fue enterrado en una magnífica tumba. Así, teniendo en casa los restos del emperador, el propio Ptolomeo convertía la ciudad en la capital del imperio y él mismo era el heredero virtual del legendario Alejandro. Los siglos han borrado todos los datos sobre el emplazamiento de su sepulcro, que pudo estar en el Soma, en la actual calle de Nabi Danyal, quién sabe si debajo mismo de la peluquería de Gasparo. Las tesis más recientes sostienen, sin embargo, que el emperador pudo ser enterrado en el mismo lugar donde se encuentra hoy el cementerio griego, fuera de las murallas de la ciudad y junto a la puerta del Sol, quizá bajo la sepultura del poeta Cavafis.

Ptolomeo I extendió sus dominios hasta la actual Palestina y, en el interior, él y sus descendientes llevaron sus ciudades hasta la región de Nubia, en el actual Sudán. El nuevo faraón, macedonio de nacimiento, decidió seguir la política integradora de Alejandro y una de sus principales tareas fue fundir la religión griega con la egipcia. Así surgió un nuevo dios, Serapis, y el ritual egipcio pasó a formar parte de las ceremonias religiosas de los griegos. Ptolomeo y sus herederos se proclamaron dioses, y al modo de los faraones desposaron a sus hermanas, costumbre de las dinastías egipcias que tenía por objeto salvar la pureza de los genes reales.

La dinastía de los Ptolomeos Lagidas gobernó Egipto durante tres siglos. El segundo rey de esta estirpe, Ptolomeo II Filadelfo, hizo construir el Faro. Ptolomeo VII echó de la ciudad a todos los sabios del Mouseion fundado por Ptolomeo I, y el continente y las islas griegas recibieron la más ilustre inmigración que imaginar podían. Ptolomeo XII dejó como herederos del trono, esperando que se casaran, a sus hijos Ptolomeo XIII y Cleopatra VII. Pero el romano Julio César convirtió en un monarca títere al rey y mantuvo apasionadas relaciones con Cleopatra, quien le dio un hijo.

Tras el asesinato de Julio César, y bajo el gobierno del Segundo Triunvirato, Marco Antonio viajó a Egipto y se enamoró de Cleopatra. Tuvieron varios hijos de sus encendidos amores.

Octavio, el rival de Antonio cuando el Triunvirato se rompió, derrotó al ejército de éste en Actio, en el año 31 a.C, y pasó a dominar Egipto, que quedó incorporado como provincia al Imperio romano. Cleopatra y Antonio se suicidaron antes de caer en manos de su enemigo.

Alejandría fue conquistada en el 642 d.C. por los árabes, que expulsaron a la población grecorromana. La capital de Egipto fue trasladada a El Cairo y Alejandría entró en un periodo de honda decadencia. Cuando Napoleón llegó a la ciudad en 1798 encontró una urbe miserable, casi en ruinas, donde apenas vivían siete mil personas en condiciones inmundas e insalubres.

A Napoleón le derrotaron los ingleses, que destruyeron su flota en Abu Qir, y en 1801, aliados turcos y británicos, los franceses hubieron de retirarse del litoral mediterráneo africano. Muhammad Alí, un musulmán albanés al servicio del gobierno turco, se convirtió en el virrey de Egipto y estableció su residencia de verano en Alejandría, comenzando la reconstrucción de la ciudad. Entre otras cosas, abrió un canal, para unir la urbe con el río Nilo, y ordenó el tendido de una línea de ferrocarril hasta El Cairo.

La industria del algodón constituyó un verdadero
boom
en la década de los sesenta del pasado siglo, propiciada por el hundimiento de su cultivo en Estados Unidos durante la Guerra Civil. Muchos más europeos, y siempre con mayoría de griegos, fijaron su residencia en la ciudad. Y como la riqueza trae cultura, volvieron el teatro, la ópera y el ballet a Alejandría. Se formó también entonces una comunidad de carácter cosmopolita, con griegos, franceses, italianos, egipcios, rusos, armenios, sirios, árabes y judíos. Esa Alejandría cosmopolita y mundana, la ciudad de «cinco razas, cinco lenguas y una docena de credos», como escribió Lawrence Durrell, agonizaría en 1956, a causa de las nacionalizaciones decretadas por Nasser.

El país siguió siendo nominalmente dominio de Turquía, bajo la vigilancia de Gran Bretaña, hasta que en la Gran Guerra de 1914-1918, las dos naciones se integraron en bandos contrarios. Londres cambió al sátrapa turco por un sultán afín a sus intereses y el país quedó como un protectorado en el periodo de entreguerras, una época también floreciente en el comercio y llena de cosmopolitismo en lo cultural. Eso, ya he dicho, terminó en 1956.

En 1897 se censaron en Egipto 15.182 ciudadanos de origen griego. En 1917 había 25.393. Y en 1937, el número había crecido a 36.882. Dominaban casi por entero el comercio y contaban con excelentes profesionales, entre ellos numerosos médicos. En la Alejandría de hoy apenas quedan medio millar de griegos, casi todos ancianos que no quieren abandonar la luminosa y mundana ciudad donde nacieron.

Cercano el atardecer volví a L'Élite. Madame Christine y su hija Egly seguían imperturbables en su puente de mando, oteando el horizonte del puente de pasajeros, lleno al completo. Me senté un rato con ellas y la vieja dama me habló de los judíos de Alejandría. «Antes del 56 formaban una gran comunidad. Eran sefardíes, huidos de España y emigrados a Rodas. De Rodas tuvieron que escapar de los nazis a comienzos de los años cuarenta, y eligieron la tolerante Alejandría. Y en fin, en el 56, otra vez las maletas, casi todos a Italia. Ahora quedan sólo un par de decenas, casados con mujeres árabes casi todos: viven casi escondidos… Es un pueblo que ha sufrido mucho. Nosotros, los griegos de Alejandría, somos un poco como ellos. ¿Sabe usted lo triste que es nacer en un lugar y sentir que tu patria es otra?»

En el hilo musical sonaba Jacques Brel. Alrededor, sentía que podía respirar un aire de nostalgia. Pensé que hubiera sido más apropiado escuchar allí
The time goes by
. Sí, en verdad el café L'Élite era un barco, un buque fantasma que navegaba las aguas del pasado, surcando los océanos del tiempo. Podía ya reconocer los rostros de algunos clientes del día anterior. Por ejemplo, una pareja de hombres, el uno de aspecto mustio y pelo lacio, y el otro frágil y de canosos cabellos rizados, que compartían con dos vasos una misma cerveza, tal vez porque su dinero no les daba para más. Antes que hombres, semejaban ser sombras.

Madame Christine pareció adivinar mis pensamientos. «De todas maneras», dijo, «L'Élite ha conocido grandes tiempos, amigo español. Por aquí han pasado Edith Piaf, Yves Montand, George Moustaki y muchos otros… Yo he vivido, sentada en esta misma mesa, dos monarquías, una revolución y tres presidentes. No me iré nunca de Alejandría: es mi ciudad y aquí moriré, con o sin pasaporte egipcio».

Las calles de la ciudad seguían repletas de gente bulliciosa. En el café de la esquina con la calle Sultan Hussein, los hombres llenaban el medio centenar de mesas que cubrían el ancho local, y en todas ellas se jugaban partidas de
backgammon
, damas, dominó o ajedrez, bajo la humareda dejada por las pipas de agua. En la plaza de la estación central de tranvías, un grupo de policías daban de puntapiés a un hombre joven, que se protegía a duras penas apoyado en una pared, mientras los peatones les contemplaban con curiosidad y cierta indiferencia.

Ya en el hotel, me asomé al balconcillo, frente al ancho y perfumado Mediterráneo. Abajo, en la calle, un pobre chaval medio loco, o tal vez completamente lelo, esquivaba con ágiles saltos a los vehículos que cruzaban bufando. Y bailaba y reía mientras ejercitaba su depurada técnica en el arte de la tauromaquia a la alejandrina. Unos minutos después llegó un coche de policía, paró al lado y, a guantazos en el cuello y patadas en el trasero, entre dos agentes uniformados de blanco lo metieron en el automóvil y se lo llevaron de allí. Hay una extraña pasión en los policías egipcios por liarse a puntapiés con las personas que les incomodan.

Capítulo XXIV
La ciudad literaria

«Es una ciudad completamente inventada, no tiene nada que ver con la manera en que Joyce habló de Dublín», escribió Lawrence Durrell sobre su famoso
Cuarteto de Alejandría.
«La ciudad es femenina», señala Corinne Alexandre-Garner cuando escribe sobre el carácter literario de la urbe. Y añade: «El hombre se abandona a la ciudad como se abandona a una mujer». Sigue Durrell: «Justine y la ciudad se parecen en que las dos tienen un fuerte sabor sin tener un fuerte carácter». Edward Morgan Foster, que inventó el género de guía literaria en su libro sobre Alejandría, afirmaba: «Los alejandrinos nunca han sido verdaderamente egipcios». Y Constantino Cavafis, el poeta que nació, cantó con su verbo la urbe milenaria y murió sin ruido en la ciudad, decía en uno de sus versos: «La ciudad siempre irá contigo. Volverás a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez». Tan triste como exacto era el poema.

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