Corazón de Ulises (49 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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«De todas formas», siguió, «los ingleses no fueron mucho mejores, aunque nos ayudaron a los griegos a luchar contra los turcos en el siglo pasado y contra los nazis y fascistas en la II Guerra. En los años treinta, la administración de Ítaca estaba en manos de los ingleses. La isla les interesaba como fortaleza y emprendieron grandes construcciones. Como por aquí, cerca de Vathy, no hay mucha piedra, había que ir a buscarla lejos, ayudándose de burros y de mulas. También hacían falta hombres. ¿Y dónde los buscaron? En las cárceles, entre los presos comunes. Pero eso planteaba un nuevo problema, porque en las prisiones no había casi nadie. Así que las autoridades inglesas decidieron meter en la cárcel a cualquiera que encontraran bebiendo en una taberna. No faltaba gente en Ítaca, desde luego, amante del vino. Y los soldados encerraban cada noche en las celdas a los hombres amigos del buen vino. Total: que las cárceles se llenaron y ya tenían los ingleses a quien llevar, como trabajadores forzados, a sacar la piedra. Allí vivían en chozas, trabajando desde el amanecer a la puesta de sol. Como esclavos otra vez».

Dimitris suspiró y miró hacia el mar rizado. Bebió un pequeño sorbo de café, encendió un cigarrillo y siguió:

—¿Ha oído hablar de Malapanos?

—Pues no. ¿Quién era?

—Uno de los parroquianos que sacaron de las tabernas y llevaron a las canteras. La verdad es que era bastante bebedor, pero nadie está en este mundo libre de ese pecado. Después del anochecer, Malapanos se bajaba a la playa en busca de pulpos, tenía habilidad para pescarlos con las manos y eso le granjeaba ciertos privilegios con los carceleros, porque compartía con ellos sus capturas. Un día, Malapanos descubrió una barrica de vino que había traído el mar. Cavó un hoyo en la playa y la enterró. Desde entonces, cada noche que bajaba a buscar pulpos para él y sus guardianes, excavaba un poco en el lugar donde escondía la barrica, metía un junco y bebía hasta emborracharse. Y se quedaba dormido en la playa. Cuando los soldados bajaban en su busca, lo encontraban dormido y, al despertarle, reparaban en que estaba borracho. Era un gran misterio. Todo el mundo se preguntaba: «¿Qué pasa con Malapanos, que se va a la playa, se duerme y se despierta borracho?». Y encima no traía pulpos.

«Un día el capitán inglés le hizo llamar», siguió Dimitris, «y le interrogó con seriedad, queriendo saber qué sucedía. Malapanos le puso una condición: le contaría la verdad si luego le dejaba libre. El oficial aceptó y Malapanos le llevó a la playa y desenterró la barrica. Y el capitán cumplió su promesa y le dejó marchar. Eso sucedía a mediados de los años treinta, ya le digo. Y desde entonces, hay un dicho popular que repetimos con frecuencia en Ítaca:
Malapanos no era tan estúpido cuando caminaba solo a la orilla del mar
. Lo empleamos siempre que nos referimos a alguien que pasa por tonto y no lo es en absoluto. Su nieta vive aún en el pueblo, puede conocerla si quiere».

«Ya lo ve», añadió Dimitris zumbón: «el padre Ulises nos enseñó a hacernos los estúpidos, o los mendigos si es el caso, para lograr lo que queremos. Nos sabemos bien la lección. Malapanos era un Ulises moderno».

—¿Y le guardan ustedes rencor a los ingleses? —pregunté.

—No mucho —agregó Dimitris—. Tienen la manía de creerse que ellos son los verdaderos griegos de hoy, pero eso es disculpable. Les prestigia lord Byron, además, que ya sabe que entregó su fortuna y su vida ahí cerca, en Missolonghi, por la causa de la Grecia libre.

Moví la cabeza:

—A mí, lord Byron me trae mala suerte —y le conté mis mojaduras cuando buscaba su tumba. Dimitris añadió:

—Aquí le queremos mucho, era un romántico, como lo somos la mayoría de los hombres comunes. ¿Sabe que estuvo en Ítaca unos cuantos días?

—Algo he leído —respondí.

—Se enamoró de una chica —siguió— y el padre lo largó con cajas destempladas, porque conocía su fama de picaflores. De todas formas, tiene un busto en la puerta del ayuntamiento. No deje de ir a verlo.

—Me lo pensaré, suelo empaparme cuando ando tras lord Byron —concluí.

Nubes amenazadoras venían a mediodía desde Cefalonia. Dimitris tenía que organizar algunas comidas de familia, ya que en Ítaca, como en muchos lugares del Mediterráneo, gustan los parientes de juntarse a comer fuera de casa los fines de semana, al menos para que descansen las mujeres de las fatigas cotidianas.

Después de almorzar un horrendo plato de pasta italiana en el pueblo me largué con la motito a recorrer la isla, cosa nada difícil, ya que la mayor distancia por carretera que hay en Ítaca es de veintiocho kilómetros, y apenas hay tráfico de coches. Pasé junto a la desierta bahía de Dexia, donde dicen que desembarcó Ulises cuando llegó desde Feacia. Es una playa larga y pedregosa, recoleta, de aguas plácidas color esmeralda. El imponente monte Aeto me vigilaba desde sus hoscas alturas, cercado de nubes en sus costados.

El velomotor japonés subía con fuerza las empinadas cuestas, incluso con demasiado vigor, y tenía que ir soltando la empuñadura del acelerador, no fuera que cayese, en un súbito empujón del alegre motor de dos tiempos, de cabeza al mar por alguno de aquellos temibles barrancos. Cantaban los pájaros a mi paso, escondidos entre los arbustos que crecían sobre las piedras blancas. Cuando llegué al estrecho istmo que separa la Ítaca del norte de la Ítaca del sur, apenas una franja de seiscientos metros, la isla de Cefalonia asomó a la izquierda negra y ceñuda. En la lejanía sonaban poderosos truenos y el aire traía aroma de lluvias.

No era media tarde todavía cuando alcancé el pueblo de Stavros, alzado sobre una montaña, más fresco que Vathy, e inundado por el olor de la leña quemada. Stavros es una población de poco más de doscientos habitantes, y parece que a casi todos los hombres les gusta salir, pisar la calle. Así que un buen puñado de ellos, en su mayoría jubilados, llenaban el cafetín cercano al parque, aspirando el perfume que invadía la plaza y que llegaba desde las hojas de un eucalipto mecido por los vientos.

Me senté a una mesa y pedí un botellín de agua mineral. A mi lado, un grupo de pensionistas jugaban al
tabli
y bebían
ouzo
mezclado con hielo y agua. Uno de ellos, de cara redonda, camisa clara y cabeza monda, miraba a los que jugaban y, al poco, pegó en inglés hebra conmigo. Me contó que vivía seis meses del año en Suráfrica y los otros seis en Ítaca. «Tengo un corazón con dos patrias», dijo, «y eso es muy griego». Se llamaba Giorgios y se sentía orgulloso de haber nacido en la isla de Ulises. Como todos los itacenses, desdeñaba entrar en disputas si se hablaba de las tesis defendidas por Cefalonia y Levkás. «Ítaca es Ítaca y punto. ¿No lo dejó claro Homero.» Pero cuando le hablé de Ulises, señalando que, tal vez, el personaje era invención de un poeta, tornó su rostro alegre en gesto grave. «No sé a qué se dedica usted, amigo», dijo, «pero si ha leído la
Odisea
y es amante de la literatura, convendrá conmigo en una cosa: a Odiseo, en el libro, se le huele, se le oye, se le siente. ¿Cree que hay un escritor con talento suficiente para inventarse un hombre?».

Giorgios amaba la ópera y había viajado lo suyo por el mundo. Le gustaba España y conocía el Museo del Prado. «Le contaré algo que se dice en Grecia y que quizá usted ignora», dijo: «aquí pensamos que cada idioma está hecho para algo: el inglés, para los negocios.
A cup of tea?
, preguntan siempre antes de sentarse a discutir e intentar robarte. El alemán es un idioma de guerra, parece que caen divisiones enteras sobre ti cuando les escuchas. Los franceses han creado su lengua para el amor, y ¡ay de aquella mujer que abre sus oídos delante de un francés!, porque al momento tendrá que abrir las piernas. Si quieres hablar de filosofía, aquí está nuestra lengua griega, y no hay otra, por más que se empeñen ingleses y alemanes en meter sus verbos. Los italianos han creado su idioma para cantar a toda hora, y logran mujeres por el canto, que es la mejor manera de enamorar. Pero cuando un español habla…, ¡ah, España!, cuando ustedes los españoles hablan, oímos a los ángeles cantar. Su lengua está creada para conversar con Dios. Toda mujer que conoce a un español aspira al matrimonio».

Dejé a Giorgios después de aceptarle la invitación a un chupito de
ouzo
. En el parque, el busto de Ulises miraba hacia la mar. Es la única estatua del héroe que hay en Ítaca, pero no le hace justicia: parece la efigie de un fiero guerrero, con su rostro barbado, firme y resuelto. No hay dudas en su mirada, no hay inteligencia en su gesto. Ulises no merece un busto así en la tierra que le vio nacer y a la que dio fama por todo el orbe.

Olía cada vez más a lluvia próxima y me largué de Stavros antes de que me acometiera un tormentón. El viento soplaba fuerte mientras corría la motito sobre las hondas barrancadas. Pero, por fortuna, no rompía a llover.

Al alcanzar Vathy, como quien dice a cubierto y en casa, y a tan sólo a un par de kilómetros de la pensión de Dimitris, me detuve frente al ayuntamiento para ver el busto de lord Byron. En el pedestal aparecían escritas las fechas de su nacimiento y muerte y su rostro broncíneo era el de un bello muchacho, muy joven aún, que perdía la mirada más allá del mar y de la bocana del puerto, en busca de grandes horizontes, con gesto triste y soñador. El busto de Ítaca le hacía, sin duda, justicia al romántico noble venido de tierras frías y pragmáticas.

Cuando arranqué de nuevo la moto estalló de súbito el aguacero. Y me calé hasta los huesos camino del hostal de Dimitris. Me lo merecía.

Escampó cercano ya el ocaso. Con ropa seca, volví a la moto y me acerqué hasta el lado occidental de la isla, para contemplar el canal y el perfil de la vecina Cefalonia. Olía a tierra mojada como en los días de mi infancia. La violenta luz del sol, tendida sobre un aire que la lluvia había lavado con esmero, enrojecía el cielo entre las nubes blancas. Me detuve en las faldas del monte Aeto, para ver morir el día. El cielo se ensangrentó, como los suelos del palacio de Ulises el día de la matanza de pretendientes. Las nubes se tornaron moradas como los velos de Penélope y el mar se quebró en una oscuridad que recordaba las gargantas del Hades. Cuando regresé a Vathy, las calles rezumaban aromas de jazmines.

Dimitris me esperaba y me sirvió un chupito de whisky sin preguntar. Le conté lo de Byron. «Debe intentarlo un día de sol firme; era un gran poeta, no hay que desistir, le debe una oportunidad», dijo.

Luego me sorprendió contándome que conocía España. «Estuve una vez en Ceuta, en un hostal que se llamaba La Odisea y que tenía las paredes llenas de pinturas sobre el viaje de Ulises.» Pregunté: «¿Y qué le pareció mi país?». «Me gustó mucho», respondió. «No conozco Ceuta, ¿es bonito?», interrogué de nuevo. Dimitris se encogió de hombros: «No lo sé. Me gustó la gente. Los países te gustan por la gente, mucho más que por los paisajes, que son hermosos en casi todas partes».

Como señala Denys Page en su estudio sobre el poema homérico, la narración de las aventuras del héroe que regresa a casa es una historia popular que se repite en diferentes culturas y en diferentes épocas. Además de eso, varios episodios del poema son muy semejantes a historias de otros folclores o a temas arcaicos de la propia civilización griega. La maga Circe es casi un prototipo ya en relatos más antiguos y el episodio de Poseidón tiene muchas semejanzas con otras ciento veinticinco historias que recopiló el investigador Oskar Hackman en 1904. Incluso el truco de llamarse a sí mismo «Nadie» ante el cíclope es común, según Hackman, al menos a otros cincuenta relatos, con la diferencia de que, en esos cuentos, el héroe enfrentado al monstruo contesta que se llama «Yo mismo». Sirenas, lestrigones, genios, hadas, monstruos, fantasmas y fenómenos perversos del mar tienen decenas de precedentes. Lo que ya no es tan común es que esas viejas leyendas populares, llenas de hechos sobrenaturales y, por tanto, inverosímiles, se apliquen a un personaje que pudo tener una existencia real, como se piensa que es el caso de Ulises, rey de Ítaca.

El genio homérico no reposa en el tema, sino en dos aspectos del poema: el primero, su estructura, de la que ya he hablado; y el segundo la fuerza y el realismo con que se nos presentan sus personajes, en especial Ulises. Hasta Homero, tanto en la
Odisea
como en la
Ilíada
, los seres humanos sobre los que nos habla el folclore son de cartón piedra. Los héroes de Homero, sin embargo, se comportan como los hombres, tienen incluso formas de hablar diferenciadas, poseen rasgos físicos y psicológicos propios, grandezas y debilidades, y formas de ver el mundo distintas.

Y con su Ulises, el poeta jonio alcanza el cenit de su arte para la creación de caracteres. Es el más complejo desde un punto de vista psicológico y diferente a todos los otros en muchos más aspectos de su personalidad e, incluso, de su físico. Además de eso, siguiendo su vagabundeo a lo largo de diez años, y remitiéndonos a episodios posteriores de su vida, e incluso adelantando su futuro, Homero hace cambiar a su personaje, le concede el don de lo mudable, esa misma pasta de la que estamos hechos casi todos los seres humanos. El paseo por la existencia suele transformar a la mayor parte de los hombres. Y Ulises no es una excepción, lo cual hace que lo veamos profundamente vivo.

Frank Budgen, un estudioso del
Ulises
de James Joyce, cuenta, en su análisis sobre esta novela, que el escritor irlandés le preguntó si conocía un personaje de la literatura cuyo carácter y biografía queden completamente descritos en una obra literaria. «¿Qué me dice de Fausto o de Hamlet?», preguntó Budgen. «Fausto, lejos de ser un hombre completo», respondió Joyce, «no es un hombre en absoluto. ¿Es joven o viejo?, ¿dónde están su casa y su familia? Y además, nunca lo encontramos solo, pues Mefistófeles anda siempre a su alrededor. Vemos mucho de Fausto, pero no a él. En cuanto a Hamlet, es un ser humano, pero es solamente un hijo». Joyce añade: «Ulises es hijo de Laertes, padre de Telémaco, marido de Penélope, amante de Calipso, compañero de armas de los guerreros de Troya y rey de Ítaca. Sufrió numerosas pruebas, pero logró superarlas con su sabiduría y su valor». Joyce, en este pasaje de Budgen, se extiende luego en considerar algunos aspectos del carácter de Ulises: su antimilitarismo, cuando se resiste a ir a la guerra de Troya; su perseverancia, al insistir en que debe conquistarse como sea la ciudad cuando los otros quieren abandonar el sitio; y su pudor, cuando Nausicaa le encuentra desnudo recién llegado a Feacia. Es también un inventor, pues a él se debe el ingenio del caballo de Troya. Así que Ulises es, para Joyce, un hombre retratado desde todos los lados posibles.

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