Corazón de Ulises (48 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Hablamos de la isla y de la polémica sobre si era o no la patria de Ulises. «Homero la describió con bastante exactitud en varios pasajes del poema», dijo Dimitris; «pero es que además, esa razón que esgrimen los de Cefalonia y Levkás, eso de que Ítaca es pobre y que, por tanto, un rey elegiría otra isla más grande y más rica, no es un argumento de peso. Ítaca es la más escarpada, la que cuenta con puertos naturales mejor protegidos. En aquellos tiempos de guerra y piratería, un rey inteligente escogería Ítaca, por razones de seguridad. Y Ulises era cualquier cosa menos tonto». Dio un sorbo de whisky del dedal y lo llenó de nuevo. «¿Conoce este verso?:
Un hermoso viaje te dio Ítaca
, volvió a Cavafis,
más ninguna otra cosa puede darte. Aunque pobre la encuentres, no hubo engaño. Rico en saber y en vida como has vuelto, comprendes qué significan las Ítacas
».

Me comentó que la isla tiene algo más de tres mil habitantes, pero que son muchos más los itacenses que viven fuera. «Hay unos cincuenta mil por todo el mundo», dijo: «en otras ciudades de Grecia, en Suráfrica, en Estados Unidos, en Australia… Todos quieren regresar a la isla, todos la añoran: comprenden lo que dice Cavafis, comprenden lo que significan las Ítacas. El itacense es viajero, la nuestra es tierra que da buenos marinos; pero todos sueñan con el regreso, como nuestro padre Ulises. Lo que pasa es que ahora las casas son más caras y volver es más difícil. Comprenderá bien hasta qué punto amamos la isla si le digo que, después del terremoto de 1953, la ciudad se reconstruyó entera con el dinero que mandaron nuestros emigrantes desde todos los rincones del mundo. Y lo enviaron a fondo perdido, porque muchos de ellos ya no tenían casa aquí. Le diré, además, y lo podrá comprobar usted mismo, que nos sentimos orgullosos de ser un pueblo hospitalario: hemos viajado por el mundo y sabemos muy bien lo mucho que significa, para un extranjero, encontrar ayuda cuando estás lejos de tu patria».

Nos preparábamos para el regreso y Dimitris fregaba el caldero en el mar. Vestido tan sólo con un pequeño bañador oscuro y con el agua llegándole a las rodillas, su prominente barriga lucía portentosa, bien comido y bebido como estaba.

—¡Vaya, ha habido suerte! —me gritó.

Fue hasta la barca, dejó el caldero, tomó un tridente de acero y regresó al lugar donde había estado lavando. Hurgó un rato con el arpón y al fin lo alzó y dio un golpe en el mar. Cuando sacó el tridente, en su extremo serpenteaban en el aire los ocho brazos de un pulpo. Dimitris lo arrancó de la horquilla y los tentáculos del animal se enredaron en su antebrazo. Con la otra mano le dio la vuelta a la cabeza y, en pocos minutos, el pulpo había muerto. En la piel de Dimitris quedaron las huellas oscuras de las ventosas. Viéndolo allí, en el agua, sonriente, con sus cabellos revueltos y rizados, la canosa barba y el barrigón al aire, mi amigo itacense me pareció el retrato vivo de un Poseidón amable saliendo del mar.

—Nos lo cenaremos esta noche —dijo sonriente—. Es un animal muy voraz, ¿sabe? Cuando tiene hambre, no duda en comerse uno de sus brazos. He llegado a pescar algunos a los que sólo les quedaba un tentáculo.

Regresamos. A la caída de la tarde, cuando bajé al restaurante, Dimitris se sentaba en su trono de la terraza superior, con la inevitable botella de whisky y su paquete de cigarrillos en la mesa. Me uní a él y seguimos charlando un rato. Su pequeño hijo Sebastian jugaba alrededor nuestro, poniendo boca arriba a las tortugas.

—Cuando sea mayor —me dijo Dimitris— enviaré a Sebastian a estudiar a Alemania. Pero ahora tiene que estar aquí, los niños deben criarse en sitios pequeños y en contacto con la Naturaleza. La infancia tiene que ser libre, como una aventura. Es lo que siempre llevamos en nuestro corazón, la infancia. Los niños deben aprender a trepar a los árboles, a nadar, a pescar, a pelearse con los otros niños, a correr en bicicleta… Los padres que llevan a sus hijos a las grandes ciudades se equivocan. Los encierran, les quitan la vida. Están empeñados en que sean abogados o médicos. ¿Y para qué? Europa está llena de picapleitos y matasanos. Lo que hacen falta son buenos mecánicos y buenos albañiles, cosas así.

Pensé que Dimitris tenía razón. Y lamenté mi propia infancia, y también la de mis hijos. Pensé que yo era un hombre equivocado, como lo fue mi padre.

Cenamos el pulpo, cocido con vino blanco y jugo de limón. Insistí en pagar el vino, pero Dimitris se negó. «Es usted mi huésped», dijo. «¿Todo el día su huésped?», repuse. «¿Y por qué no?», sentenció. «Después de todo, usted no va a hacerme ni más rico ni más pobre por mucho que coma».

Se nos unieron más tarde Bettina y su hermano Johannes. Seguía el muchacho preocupado por la genealogía felina de Ítaca. «Los gatos de esta isla tienen que ser tontos por fuerza, de tanto mezclarse entre hermanos y primos», insistía. Luego llegó Bobby: daba por cumplido su trabajo y a la mañana siguiente tomaría el transbordador de Patras. Nos enumeró a Dimitris y a mí todo cuanto había fotografiado, casi foto por foto. «¿Cree que he olvidado algo?», preguntó a Dimitris. «Tal vez a los gatos incestuosos», dijo burlón mi amigo.

Soñé aquella noche, al cerrar el poema homérico, cuando concluí de leerlo por novena o décima vez en mi vida, que navegaba en un mar esmeralda, armado como un guerrero aqueo, la cabeza sosteniendo un yelmo de bronce adornado por un penacho de crines trigueñas de caballo.

Ulises llega a Ítaca dormido, en el barco que ha alistado Alcinoo para su regreso. Los marineros, al tocar tierra, le depositan en la playa y dejan cerca del héroe las cuantiosas riquezas con que le ha obsequiado el rey de Feacia, muchas más de las que había logrado en el pillaje de Troya y perdido durante su peregrinaje.

Atenea, disfrazada de pastor, se le aparece y le informa que está en Ítaca. Le pregunta quién es y de dónde viene y Ulises responde inventándose una historia sobre sí mismo. La diosa ríe al oírle y dice: «Astuto y falaz habría de ser quien te aventajara en cualquier clase de engaños, aunque fuera un dios el que te saliera al encuentro. ¡Temerario, artero, incansable en la mentira! ¿Ni aun en tu patria renunciarías a tus fraudes? Pero, en fin, no se hable más de ello, que los dos somos expertos en astucias».

Atenea le disfraza de pordiosero, envejece sus rasgos y le ordena que se dirija a las cochiqueras de Eumeo, uno de los viejos esclavos de Ulises. Ella, entretanto, vuela a buscar a Telémaco, para protegerle en su viaje de regreso desde Esparta y a eludir la emboscada tendida por los pretendientes.

La historia da un pequeño salto y nos narra cómo Telémaco, advertido por la diosa, navega de noche llegando a Ítaca y logrando burlar a los pretendientes emboscados.

A la mañana siguiente, Ulises se encuentra con su hijo en la cabaña de Eumeo y le revela su identidad. Telémaco le informa sobre cuántos son los pretendientes y Ulises prepara el plan de lucha.

Eumeo acompaña al falso mendigo a palacio. Inventa una nueva historia sobre sus orígenes cuando los pretendientes le preguntan quién es. Ulises limosnea mendrugos de pan y se recoge en un rincón de la sala donde los pretendientes celebran sus banquetes. Luego acude a ver a Penélope, quien es hospitalaria con él aun sin reconocerle, y se inventa para su esposa una nueva biografía. Telémaco, mientras, esconde las armas de sus enemigos.

Penélope ha ordenado a Euriclea, la vieja esclava que crió a Ulises, que lave al extraño y le unte de aceite. Y Euriclea, al descubrir el pie del héroe, reconoce una vieja cicatriz, recuerdo de una herida que causó al joven Ulises un jabalí. El héroe exige a la esclava que guarde el secreto.

De nuevo en la gran sala de banquetes, Odiseo siente un enorme furor contra los pretendientes y contiene sus deseos de empezar a pelear: «Como la perra que anda alrededor de sus tiernos cachorrillos ladra y desea acometer cuando ve un hombre al que no conoce, así ladraba en su interior el corazón de Ulises, contemplando con indignación aquellas malas acciones».

Al día siguiente, los pretendientes arrecian su presión sobre Penélope para que escoja marido. Al fin, la reina comparece en la sala y dice que dará su mano a aquel de entre los jóvenes que sea capaz de armar el arco de Odiseo y disparar una flecha que atraviese los huecos de doce argollas de hierro colocadas en fila.

Los pretendientes comienzan a intentarlo. Y uno detrás de otro fracasan, pues carecen de fuerza suficiente para tender la cuerda del arco. Antinoo y Eurímaco, los dos más señalados pretendientes, eluden el intento, pues temen no lograrlo. Mientras esto acontece, el porquero Eumeo y Filetio, otro esclavo fiel leal a Ulises, cierran las puertas del salón y del palacio, sabedores ya de que el pordiosero es su rey. Entonces Ulises pide que le dejen probar a armar el arco, aunque asegura que en ningún momento pretende lograr la mano de Penélope.

Ulises consigue sin esfuerzo tensar la cuerda del arma, dispara la flecha y atraviesa con limpieza los agujeros de las argollas. Al punto, se desprende de sus harapos y rebela orgulloso su identidad. Los pretendientes, desarmados, intentan esconderse, pero Ulises, con sus primeros flechazos, mata a Antinoo y a Eurímaco, sus más destacados enemigos. Telémaco llega con escudos y armas, y Eumeo y Filetio cierran filas con Ulises.

No obstante, los pretendientes consiguen armarse y empieza una terrible batalla. Atenea, que ha llegado en ayuda del héroe, desvía los lanzazos de los pretendientes, en tanto que Ulises y los suyos aciertan mortalmente con sus tiros. «Huían por la sala [los pretendientes]», nos canta Homero, «como las vacas de un rebaño al cual agita el nervioso tábano en la primavera, cuando los días son largos; y ellos [Ulises y los suyos] caían sobre los primeros a la manera como los buitres de torcidas uñas y corvo pico bajan de las montañas y atacan a las aves que, temerosas de quedarse en el cielo, bajaron a las llanuras, y las persiguen y matan sin que puedan defenderse o huir…, de este modo acometieron en la sala a los pretendientes, dando golpes a diestro y siniestro».

Ulises buscaba enemigos escondidos entre las mesas y sillones, pero sólo encontraba cadáveres. «Como los peces que los pescadores sacan del espumoso mar a la orilla», sigue Homero, «en una red de muchas mallas, yacen luego amontonados en la arena, deseosos de las olas, y el sol resplandeciente les quita la vida: así estaban tendidos los pretendientes, los unos sobre los otros».

La matanza había alcanzado su término. Ulises aparecía manchado de sangre y polvo por todo su cuerpo. «Así como un león que acaba de devorar a un buey», dice Homero, «se presenta con el pecho y las mandíbulas teñidos de sangre, e infunde terror a los que le ven, de igual manera tenía manchados Odiseo los pies y las manos».

Tras la carnicería, Ulises se lavó y acudió a ver a Penélope, y se identificó ante su esposa. Esa misma noche volvieron a disfrutar de su amor en la amplia cama de madera de olivo que Ulises había construido con sus propias manos muchos años antes. Después charlaron durante gran parte de la noche, relatándose el uno al otro cuanto habían padecido aquellos años.

Al amanecer del siguiente día, el héroe marchó al huerto de su padre Laertes y reveló quién era al anciano. Eso sí: después de contarle una nueva historia inventada sobre su personalidad. Le gustaba engañar un poco antes de decir la verdad.

El largo poema termina cuando los enemigos de Ulises, encabezados por los padres de algunos pretendientes muertos, atacan el palacio del héroe. Telémaco y Odiseo combaten hombro con hombro y Laertes se muestra orgulloso de su linaje: «¡Qué día éste para mí, amados dioses! ¡Cuán grande es mi alegría! ¡Mi hijo y mi nieto apuestan por ver quién es más valiente!».

Antes de que se produzca una nueva carnicería, Atenea interviene e impone la paz. Es ella quien, con sus palabras finales, cierra la historia de las aventuras de Ulises.

Y nosotros nos quedamos con él a nuestro lado para siempre, ahora convertido en un hombre temeroso y desolado, más tarde en un león empapado de sangre. Nos lleva acompañando casi tres mil años. Y sigue tan humano y vivo como siempre.

Soplaba un viento fuerte aquel sábado y el cielo amaneció cubierto de nubes. En la mayoría de las islas del Mediterráneo, el clima es caprichoso y cambiante. Una nube lejana y pequeña, que se acerca sobre nosotros, puede traer con ella vientos temibles, rizar el océano y echar imprevistas mantas de agua sobre nuestros temerosos hombros. En el Mediterráneo, por mucho que la civilización haya avanzado, los hombres de las tierras costeras, y en especial los que habitan las islas, siguen mirando con temor al mar, como si Poseidón, el dios anciano y fiero, no hubiera perdido todavía su batalla contra el universo de los hombres de hoy. He oído muchas historias contadas por viejos marinos, en el levante almeriense, en las que se habla de la fiereza imprevisible del océano.

El Jónico tenía esa mañana un color vinoso, como le gustaría a Homero, y llegaba rizado y algo bronco a la bocana de Vathy. Subí temprano a mi motito y me acerqué al pueblo a tomar el desayuno. Los pescadores almorzaban en aquella hora temprana en las terrazas de los cafés cercanos a los muelles. Los hombres de la mar saltan siempre al alba de la cama, aunque no vayan a pescar.

Un gato gordo y pesado, de rubio pelaje, que exhibía calvas sobre la piel, intentaba sin éxito atrapar ágiles gorriones, arrastrándose bajo las mesas. Los pájaros le burlaban sin miedo. Pensé, recordando a Johannes, que aquel desdichado felino podía ser el hijo lelo de un matrimonio incestuoso. Las banderas flameaban en los palos de los barcos cercanos y sonaban a hielo duro los mástiles de metal, golpeados por el viento que llegaba desde el norte. Era una mañana fresca y de aire seco.

Regresé al hostal. Dimitris se había levantado y fumaba en su sitial, delante de una taza de aromático café griego. Tomé un café italiano y me senté un rato con él. Hablamos de la historia reciente de la isla. Cualquier cosa que Dimitris me contase de Ítaca despertaba de inmediato mi interés. Y a él le encantaba hablar de su humilde patria, como a Ulises.

—En la última guerra nos ocuparon los italianos y los alemanes. Se organizaron guerrillas en las montañas y hundimos un barco del
fascio
. Hay una placa por alguna parte que lo recuerda. Luego, cuando llegó la paz, capturamos a muchos alemanes. Los guerrilleros les llenaron los bolsillos de piedras, les ataron las manos a las espaldas y los arrojaron al mar. Hicimos lo mismo con los griegos colaboracionistas… Bueno, yo no lo hice, pero admito mi parte de culpa, porque soy de Ítaca. La guerra es cruel, pero la paz puede serlo también.

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