Corazón de Ulises (45 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Capítulo XX
En la patria de Ulises

Zarpamos de Patras a eso de las doce y media, y pronto, al dejar atrás la boca del canal de Corinto, y ya en aguas del Jónico, me pareció que entrábamos en un mundo diferente. Cierto que lo era. Primero, a causa de la Historia, ya que este mar nunca pudo ser conquistado por los turcos, durante los varios siglos en los que el Imperio otomano sometió a los territorios griegos. Las islas jónicas fueron dominio de los venecianos, también de ingleses y franceses y, más adelante, de fascistas italianos y nazis alemanes; pero siempre contaron con una población estable de gente griega que vivió periodos de tiempo en condiciones de cierta libertad.

Y es que, además, el Jónico tiene una fisonomía distinta a la del Egeo. Su luz parece más acerada y los colores se avivan en sus costas, en su cielo y sus aguas. La luz de Grecia restalla sobre el Jónico con todo su vigor, y este mar me parece a mí la esencia de Grecia.

Bobby, el fotógrafo alemán, decidió adoptarme. O mejor, que lo adoptase yo: él apenas sabía nada sobre Ítaca y debió pensar que yo lo sabía todo. Así que, cuando regresé al puente donde estaba el bar, se arrimó a beber una cerveza conmigo y me echó encima un interrogatorio en primer grado. ¿Dónde podría alojarse?, ¿qué creía yo que debía fotografiar?, ¿sabía dónde estaba la playa en que desembarcó Ulises a su regreso de Troya?, ¿quedaban ruinas de su palacio?, ¿no podríamos alquilar juntos una barca para rodear la isla y hacer fotos? Respondí como mejor pude a sus preguntas, dije que pensaría lo de la barca y luego Bobby me contó su vida. Y así transcurrieron casi un par de horas entre latas de cerveza. Cuando alguien decide adoptarte, o que le adoptes en el curso de un viaje, no hay que resistirse. Bobby, además, no parecía mal chico; y encima era alemán, que es la forma humana en que mejor se encarna la cualidad de lo inevitable.

Se largó más tarde a cubierta, a la banda de babor, para tirar unas cuantas fotos y yo salí a estribor. Ítaca, «la que se ve de lejos», según la describe Homero, se recortaba en la distancia, arrimada a la vecina y más grande isla de Cefalonia.

Bordeamos la costa sur de Ítaca, los cerros desiertos de vida humana, tachonados de matorrales oscuros y bosquecillos de pinos sobre los que se alzaban las delgadas figuras de algunos cipreses. El barco entró en el canal de Cefalonia y atracó en los muelles de la isla grande. La mayor parte del centenar de pasajeros descendieron allí y apenas una veintena continuamos viaje hacia la patria de Ulises. De nuevo, nuestro transbordador navegó lamiendo las ariscas costas del sur de Ítaca, siguió luego arrimado a los bordes orientales y ganó al fin las aguas de la larga y honda boca del puerto de Vathy. Mi pulso se aceleraba ante la tierra soñada tantos años.

No existe la arcadia feliz en ningún sitio del mundo, supongo. Pero si eres extranjero en un lugar plácido, y si tu corazón vive empapado de literatura, muchos rincones del planeta pueden parecerte una pequeña arcadia. Ítaca es pobre, tendida en una abrupta geografía, sin ruinas que visitar, con vino regular y pesca escasa. Pero es Ítaca y eso basta.

Me quedé casi una semana en la isla. Creo que allí tengo una de mis particulares arcadias. A quienes les guste la sensación de ser extranjeros en un lugar de gentes amables, por fuerza tienen que encontrarse bien en la patria de Ulises. Y los itacenses presumen, más que de ninguna otra cosa, de ser hospitalarios. Ya lo dijo Lawrence Durrell hace una veintena de años y yo pude comprobar que tenía razón.

Nuestro Ulises pudo ser un personaje literario o a lo mejor un personaje real. Nunca lo sabremos con certeza. Las vecinas Cefalonia y Levkás, más grandes y más ricas que Ítaca, insisten en que Ulises fue el rey de una confederación de islas y que, en buena lógica, debería tener su palacio en un lugar mejor del archipiélago, en tierras menos pobres. Andan cefalonios y levkanos a la greña sobre la cuestión, insistiendo en que la Ítaca de Homero debe ser por fuerza una de sus dos islas. Entretanto, los itacenses desdeñan entrar en el debate. Afirman ufanos que Homero describió la isla con enorme precisión. Y tienen razón, como puede comprobarse si uno se detiene a buscar las descripciones que ofrece la
Odisea
: «Es áspera, pero buena criadora de mancebos», le dice Ulises al rey de Feacia en el poema homérico. Y Telémaco, el hijo de Ulises, la describe así a Menelao, rey de Esparta y el cornudo más famoso de la historia de la literatura: «Las islas que se inclinan hacia el mar no son propias para la equitación, ni tienen hermosos prados, e Ítaca menos que ninguna».

Además, hace unas décadas se encontró, en el curso de unas excavaciones de la costa norte, un pedazo de terracota donde se lee la expresión «bendito sea Odiseo», datada en el siglo II antes de Cristo. Así que no hay más que hablar: la Ítaca de hoy es la de Homero. Y que rabien y se muerdan la lengua los de Cefalonia y Levkás.

El puerto de Vathy tiene la apariencia de una profunda lengua que se hunde entre montañones ariscos y, al fondo, abre una bahía en forma de semicírculo casi perfecto. Es una espléndida ensenada natural, un buen refugio para las embarcaciones si estallan las tormentas o si viene una flota enemiga con ganas de arrasarlo todo. El pueblo se tiende a lo largo de los muelles y trepa las colinas entre olivos y eucaliptos, con las torres de tres iglesias apuntando al ancho cielo. No puede decirse que sea espectacularmente bello, pero resulta bonito. El viejo Vathy, levantado por arquitectos venecianos hace cosa de tres centurias, quedó destruido por completo a causa de un terremoto en los años cincuenta de nuestro siglo. Al reconstruirse, las autoridades municipales prohibieron alzar edificios de más de dos alturas, y la norma sigue vigente. De manera que la sencillez de sus casas bajas y cuadradas, y los alegres colores de algunas fachadas, le dan un aire amable a la capital de Ítaca.

La temporada de verano había terminado y Vathy sesteaba cuando el
Cefalonia
atracó en el muelle occidental. Pensé que, al lado de las pequeñas barcas de pesca que se mecían sobre el lento ondear del agua, nuestro mastodóntico transbordador tenía la apariencia de un monstruo del jurásico.

Eran las cuatro y media de la tarde y no había otra gente en el embarcadero que los familiares de algunos viajeros y un par de taxistas al ojeo de turistas. Se oían los ladridos de un perro en la lejanía, un rumor de cigarras viniendo de un árbol próximo y el quejumbroso motor de una barquichuela que salía a calar unos palangres a la mar.

Escoltado por Bobby, me acerqué a un taxista y pregunté por una pensión. Era un tipo alto, recio, de cabellos canos y ojos oscuros.

—La mejor es Tsiribis, en la otra punta de los muelles —dijo mientras señalaba con la mano hacia el extremo norte del lado oriental del puerto.

—¿No queda un poco alejada del centro? Hay una buena caminata hasta allí —dije.

—Puede alquilar un velomotor para desplazarse adonde quiera, es lo más cómodo en Ítaca.

—Supongo que el dueño es amigo suyo.

Sonrió el taxista:

—No voy a ocultárselo, Dimitris es un buen amigo. Pero le recomiendo que me haga caso: la pensión tiene habitaciones limpias y baratas, son nuevas, y además en su restaurante se come muy bien. Y después de todo, si se queda aquí unos días, usted puede ser cliente mío: no sería prudente empezar por engañarle.

Acepté. Después de mi experiencia con el vendedor de paraguas de Egión, tenía decidido confiar un poco más en los extraños.

—¿Te importa que vaya contigo? —preguntó Bobby; y sin esperar respuesta, colocó sus bolsas en el maletero del coche. Cuando un alemán, por muy joven que sea, cae sobre tus hombros, no queda otro remedio que rendirse. No hay línea Maginot que los detenga. Son inevitables.

Ítaca es la
Odisea,
existiera o no Ulises, fuese o no fuese Homero un poeta singular. Yo sostengo, por gusto o por capricho, que Homero existió y que compuso los dos grandes poemas que se le atribuyen. Muchos investigadores han negado tal posibilidad, mientras que un número semejante la afirman a pies juntillas. Se apoyan unos y otros, para sostener la tesis o negarla, en razones filológicas e históricas. Yo mantengo mi fe en Homero por meras razones literarias: ¿no hay un estilo, no hay un estética y, al fin, no hay una ética semejante en las dos obras? En todo caso, conviene creer de cuando en cuando en algo que nos parezca firme. Y Homero es tan firme como este pedrusco agreste clavado en el celeste mar que es la isla de Ítaca.

Tenía razón el taxista: la pensión Tsiribis era un buen lugar para alojarse, con embarcadero propio, la espalda arrimada a un perfumado pinar y plantada no muy lejos de una pequeña y tranquila playa de aguas verdes. Había habitación para mí y para Bobby, dos limpios cuartos en un primer piso al precio de veinte dólares la noche, con un balconcillo dando al mar. Debajo, el emparrado cubría las dos terrazas escalonadas del restaurante. Las uvas, muriendo septiembre, se secaban en los racimos.

Enseguida conocí a Dimitris, el dueño del hostal. Me quedé a charlar un rato con él, mientras Bobby se largaba al pueblo para comenzar su trabajo. Hablaba Dimitris un inglés raudo que se me hacía difícil de entender y al que me fui acostumbrando al paso de los días. Pronto sentí que aquel hombre y yo íbamos a ser amigos. Y él debió pensar lo mismo, porque me invitó a compartir unos tragos de su whisky y me presentó a Bettina, su compañera, y al hijo de ambos, Sebastian, un chaval de ocho años. Bettina era una alemana guapota y alegre que había conocido a Dimitris en una visita de turismo a la isla. Y allí se quedó. Dimitris tenía otras dos hijas anteriores, de dos mujeres diferentes, que ya no vivían en Ítaca.

Los únicos huéspedes de la pensión, por aquellos días, éramos Bobby y yo. En una tercera habitación se alojaba un hermano de Bettina, Johannes, que había venido desde Alemania para pasar dos semanas de vacaciones en la isla. Era un mocetón rubio que hablaba inglés a zapatazos.

Mientras charlábamos y soplábamos chupitos de whisky seco, Dimitris y yo descubrimos que compartíamos una afición: la pesca en el mar. Y me invitó de inmediato a salir con él, en su barca, dos días más tarde, para echar unos volantines y cocinar una bullabesa con nuestras capturas en alguna cala de la costa. Me sentía ya casi parte de aquella familia grecoalemana. La madre de Dimitris salió a la terraza y me saludó con cortesía en griego. Tenía dulces ojos azules.

Dimitris no era alto ni bajo, y sí barrigudo y fuerte. Vestía ropas viejas y limpias; su pelo era rizado, de tonos pelirrojos y canos; la barba desaliñada se enredaba con escasa densidad en su barbilla; llamaban en su rostro la atención, sobre todo, sus ojos: pintados en un azul intenso, profundo y claro, casi como los ojos de un niño. Se interesaba sobre mi viaje y el libro que quería escribir. Era un hombre culto. Cuando hablamos de Ulises, recitó de memoria el comienzo de la
Odisea
en griego clásico. Me gustó el énfasis que ponía en su voz al pronunciar la palabra
polimorfos
, multiforme. En los días siguientes le pedí algunas veces que lo recitase de nuevo.

A media tarde, me fui caminando hasta el pueblo y alquilé un velomotor, como me había recomendado el sabio taxista. Luego, me di una vuelta por Vathy y los alrededores, a lomos de la nerviosa motito. Una liviana sensación de felicidad me invadía mientras viajaba junto a las playas desiertas, en la solitaria carretera, y el aroma de los pinos entraba potente en mis narices. Me había enamorado ya de Ítaca en esa hora.

Paseé luego un rato, ya de anochecida, por los muelles de Vathy. Algunas parejas de novios se acurrucaban en los bancos de madera, hurtándose a las luces de las farolas. La luna se mostraba en avanzada fase creciente. Me acordé de aquello que escribe, en su libro
Del café Gijón a Ítaca
, Manuel Vicent: «Sentado en el pretil del paseo bajo una de las farolas azules, me tomé el pulso mientras pensaba en los amores, en los amigos, en todas las lesiones del espíritu que me había infligido el tiempo, en la ansiedad del diafragma que contenía un deseo imposible, y de pronto creí que había fallecido ya hace muchos años y que la belleza de esta isla era el paraíso o el punto muerto que se alcanza con la perfección». ¿Podía yo añadir algo? Nada. Mis sensaciones eran muy semejantes a las suyas en la noche de Ítaca.

Cuando regresé a la pensión, Dimitris tenía lista para asar una jugosa dorada capturada esa mañana. La acompañé de vino blanco y una ensalada con queso
feta
. Dimitris no me dejó pagar: «Es norma de hospitalidad invitar a un nuevo amigo». Pensé si no estaría soñando aquel mi primer día en la patria de Ulises.

Después, en la habitación, abrí la
Odisea
y di un repaso a las aventuras viajeras de «aquel varón de multiforme ingenio» que dio pie a «la primera novela de Europa», como señaló T. E. Shaw, más conocido por el nombre de Lawrence de Arabia.

Es probable que el comienzo de la
Odisea
, junto con otros cuantos como
Don Quijote de la Mancha
,
El viejo y el mar
,
El extranjero
,
La metamorfosis
,
Pedro Páramo
y
Cien años de soledad
, sea uno de los mejores principios de la literatura de todos los tiempos. «Cuéntame, oh musa», canta Homero, «la historia de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sagrada ciudad de Troya, anduvo errante largo tiempo, vio las ciudades y conoció las costumbres de muchos hombres, y padeció en su corazón gran número de penalidades durante su navegación por el mar, mientras se esforzaba por salvar su vida y la de sus compañeros para regresar a la patria. Pero no pudo librarlos de la muerte y todos perecieron a causa de sus locuras». Con un principio semejante, nadie puede detenerse ya en la lectura del poema.

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