Authors: Javier Reverte
Para los antiguos griegos, Beocia, cuya ciudad principal era Tebas, pasaba por ser tierra habitada por gentes de pocas luces, y decir «beocio» en la jerga ateniense era equivalente a decir «estúpido». Tal vez, la fama de poco inteligentes les venía a los beocios de su héroe nacional, el vigoroso Hércules, un bruto sin remedio. Pero, en la realidad, Beocia era otra cosa. En sus tierras nació Hesíodo, el poeta-notario de la genealogía de los dioses paganos. En su capital, Tebas, se sitúa el mito de Edipo, que dio origen a la que quizá es la tragedia más importante del mundo antiguo. Y en sus territorios, la región favorita del dios Dioniso, vinieron también al mundo el más grande genio militar de la Grecia antigua, Epaminondas, y un poeta que fue señor de las odas, el mejor cantor después de Safo, el sublime Píndaro. Orgullosos de este último, los tebanos han colocado un busto del vate en una plazuela.
De la primitiva Tebas no queda casi nada, apenas los restos de un antiguo palacio micénico, arriba de la ciudad. Alejandro Magno, cuando en el 335 a.C. derrotó a los tebanos, después de que éstos proclamaran su independencia de Macedonia, la borró de la faz de la tierra, matando a casi todos sus habitantes. Tan sólo respetó la casa de Píndaro, perdonando la vida a sus descendientes en honor a tan excelso poeta.
La de hoy es una urbe grandona y sin gracia, una ciudad provinciana alzada en un enorme cerro, sobre llanuras donde verdean los olivares, cultivos de cereal y campos de algodón. En el Museo Arqueológico se guardan algunas tablillas, joyas y sarcófagos de la época micénica. Hay una torre construida por los catalanes en 1311. Y poco más. Pero aún brota agua de la fuente donde, según la leyenda, Edipo se lavó las manos después de matar a su padre.
Tebas, como las otras ciudades-Estado de la antigua Grecia, vivió durante siglos peleándose con sus vecinos, firmando pactos militares para luego romperlos, declarando guerras a urbes que habían sido antes sus aliadas, invadiendo y siendo invadida, destruyendo y padeciendo, a su vez, la destrucción. La Historia de Grecia, hasta que quedó unificada y rendida bajo la espada de Filipo de Macedonia, primero, y luego de Alejandro Magno, es un guirigay de enemistades y luchas fratricidas que acabaron por desangrarla. Es curioso observar que los griegos siempre tuvieron conciencia de ser un solo pueblo. Hablaban la misma lengua, compartían los mismos héroes y mitos, creían en los mismos dioses e, incluso, celebraban juegos en los que competían sus mejores atletas para ganar los honores y el laurel de campeón en nombre de su ciudad. Pero volvían una y otra vez al campo de batalla para combatir los unos contra los otros.
Los griegos sólo se unieron entre ellos, y no todos, cuando un enemigo común, el Imperio persa, trató de invadir sus territorios. Fue durante las guerras médicas, que concluyeron con la derrota de los persas. Pero no muchos años después volvieron a pelear entre ellos, en tres sucesivas contiendas, conocidas como guerras del Peloponeso, que concluyeron con la derrota final de Atenas en el 404 a.C. y el asentamiento de la hegemonía de Esparta.
Los beocios, que en las dos primeras guerras del Peloponeso se aliaron con Esparta y en la última permanecieron neutrales, comenzaron a sentir la presión de la tiranía espartana sobre sus ciudades unos años después de la victoria final de Esparta sobre Atenas. Y Tebas, finalmente, en el 382 a.C, cayó en poder de Esparta.
Pero en el 379, un grupo de jóvenes tebanos, comandados por el arrojado Pelópidas, lograron asesinar a los dos oligarcas que gobernaban Tebas, sacaron de las cárceles a los presos políticos y liberaron su ciudad. Atenas, sometida a los espartanos, olvidó sus viejos odios hacia la ciudad beocia y formó alianza con Tebas. No obstante, cuando el poderoso ejército espartano avanzó desde el Peloponeso para rendir a sus enemigos, los atenienses decidieron pactar la paz y abandonar a Tebas. Y la ciudad quedó sola para enfrentarse a la temida Esparta.
Cuando en el año 371 el ejército espartano invadió sus territorios, las tropas tebanas eran muy inferiores en número, y nadie en Grecia habría apostado un duro por Tebas. Pero no conocían a un tal Epaminondas y mucho menos su genio militar. Al contrario que la mayoría de sus conciudadanos, Epaminondas contaba con una enorme cultura: gran aficionado a la música, le gustaba acompañarse de filósofos, poetas y hombres de ciencia. Su estilo de guerrero ilustrado seguía en la línea de Jenofonte y era, desde luego, otro claro precedente del gran Alejandro.
Epaminondas había creado, dentro del ejército tebano, un cuerpo de élite, al que llamó «Falange sagrada», también conocida como «Falange tebana». La integraban trescientos hoplitas (soldados), todos ellos hijos de familias distinguidas, y siempre luchaban en parejas de amigos, que juraban vencer o morir hombro con hombro. En el fondo, era una manera de combatir muy poética, pues se inspiraba en la legendaria amistad de Patroclo y Aquiles que cantó Homero. Y muy práctica, ya que generaba un sentimiento de camaradería y emulación que redoblaba el valor de la falange.
Epaminondas, venerado por sus hoplitas, era además un genial estratega. Hasta entonces, los ejércitos de las ciudades griegas combatían disponiendo sus tropas en un amplio despliegue de poca profundidad, ocho filas a lo máximo, lo que permitía que todos los soldados, incluso los de retaguardia, combatieran desde el principio. El general tebano, sin embargo, dividió su ejército en tres secciones: la del centro y la derecha formarían como era habitual, pero la de la izquierda, la encargada de llevar el peso del ataque en las batallas, tendría una profundidad de cincuenta líneas. La idea era crear una formación que penetrase en las filas enemigas como un ariete, desorganizando al adversario. Las otras dos alas, en la reserva, entrarían en combate cuando el enemigo ya estuviese por completo desconcertado.
Tebanos y espartanos se encontraron en el campo de Leuctra, a quince kilómetros de la ciudad de Tebas. Los invasores eran muy superiores en número e iban mejor armados. Pero la Falange sagrada atacó desde el ala izquierda, desarboló a los espartanos y la victoria fue total. Allí, en Leuctra, nacía el arte de la guerra, por primera vez en la Historia, y Epaminondas era su creador.
El triunfo tebano suponía el fin de la hegemonía espartana, que pasó a manos de Tebas. Todas las ciudades griegas se rebelaron contra Esparta y acataron el poder tebano. No obstante, su primacía no duró mucho. Epaminondas invadió el Peloponeso, liberó las ciudades sometidas a los espartanos y en el año 362 trató de conquistar la propia Esparta. Fracasado el primer intento, se enfrentó en Mantinea a los espartanos y atenienses, que habían vuelto a dar la espalda a Tebas. El ingenioso soldado utilizó parecida estrategia a la de Leuctra, sólo que esta vez añadió una innovación: fingió una retirada y, cuando el enemigo le perseguía en desorden, dejó de retroceder y lanzó un contraataque letal. La victoria fue completa.
Pero en los instantes postreros de la batalla, Epaminondas, que combatía en la vanguardia de la sagrada falange, fue herido de muerte por un lanzazo. Sus hombres, desconcertados, dejaron de perseguir a los vencidos. Antes de morir, sus amigos se lamentaron de que no hubiese dejado ningún hijo que pudiera sucederle. «Os dejo dos hijas inmortales», fueron sus últimas palabras: «Las victorias de Leuctra y Mantinea».
Así concluyó el breve periodo de hegemonía de la ciudad beocia. Y desde entonces, agotadas por las guerras tanto Atenas como Esparta y la propia Tebas, ninguna patria propiamente griega conseguiría imponer su poder a las otras. Tendría que ser una nueva nación, la extranjera Macedonia, quien de la mano de Filipo II, y luego de su hijo Alejandro, pusiera en orden a aquella tropa de ciudades cainitas, logrando, por vez primera, la unidad política del universo griego. Al poco de suceder a su padre, Alejandro convirtió Tebas en una montaña de cenizas, cuando sus habitantes intentaron oponerse a su jerarquía sobre todas las ciudades de la Hélade.
Pero tanto Alejandro, como antes su padre Filipo, le debían a un tebano, el genial Epaminondas, las enseñanzas del arte de la guerra. La «Falange» macedónica de Filipo era una réplica de la tebana. Y la formación «oblicua» de los ejércitos de Alejandro que conquistaron el mundo antiguo, unificándolo en un solo imperio, era una formación calcada a la que ideó Epaminondas. Esa estrategia le valió al joven emperador macedonio no perder una sola batalla en toda su intensa y corta vida.
Tebas debe de ser una de las ciudades más antiguas de Grecia, y no sólo porque hayan aparecido recientemente los restos de una acrópolis micénica, sino también porque su nombre aparece en muchos relatos de la mitología, en las narraciones anteriores a las crónicas históricas. El más fabuloso semidiós de la Antigüedad nació entre sus muros: el vigoroso Hércules, en griego Heracles, que quiere decir «Gloria de Hera». Lo engendró el propio Zeus, en una de sus numerosas correrías amorosas, cuando preñó a Alcmena, una princesa micénica exiliada en la ciudad, después de engañarla y hacerla creer que yacía con su esposo. Alcmena parió dos gemelos: Alceo e Ificles.
Alcmena, temerosa de las iras de Hera, abandonó al pequeño Alceo fuera de los muros de la ciudad. La casualidad hizo que las diosas Hera y Atenea pasaran por allí un poco después y Hera, por sugerencia de Atenea, dio de mamar al bebé. Alceo chupó tan fuerte que la diosa aulló de dolor, y el niño escupió luego el chorro de leche, que fue a clavarse en el cielo y formó la Vía Láctea. De ese modo, al ser amamantado por la suprema de las diosas, los tebanos rebautizaron a Alceo como Hércules.
Una noche, mientras los gemelos, que ya tenían casi diez años, dormían juntos en su habitación, Hera envió dos terribles serpientes venenosas para que los matara. Cuando Alcmena y su marido Anfitrión oyeron ruido y entraron en la habitación de los pequeños, Ificles lloraba asustado mientras Hércules exhibía orgulloso las dos serpientes que había estrangulado, una con cada mano.
El joven aprendió a conducir carros con presteza, pugilismo, el manejo del arco y de la lanza, música y canto, literatura y filosofía. No obstante, parece que le atraían más los deportes que las artes: a su profesor de lira lo mató rompiéndole el instrumento en la cabeza cuando éste le reprendió por no atender sus lecciones. Alumnos como Hércules, por fortuna, hay pocos en el mundo, para dicha de maestros.
Sus ojos refulgían como el fuego y gustaba de dormir al raso. Era implacable con sus enemigos y no rehuía nunca la lucha. A un tal Termero, extraño y cruel personaje que retaba a los hombres a combatir con él a cabezazos, Hércules le abrió el cráneo en el primer envite. Era, por lo que se ve, bien duro de mollera.
A los dieciocho años fue a la caza del león de Citerón, un felino que acababa con las vacadas del rey ateniense Tespio. Hércules despachó al animal de un mazazo en la cabeza y, como premio, Tespio le dejó acostarse con sus cincuenta hijas. Alguna leyenda afirma que fornicó con todas ellas en una sola noche, y el hecho es que las dejó cumplidamente embarazadas una tras otra. Según parece, tenía la misma puntería con el arco que con su sexo.
Después de tamaña hazaña de la carne saqueó la ciudad vecina de Orcómeno y fue nombrado protector de Tebas, convertido ya en el héroe más famoso de su tiempo. Venció a los eubeos y despedazó el cadáver de su rey, desmembrándolo con tiros de caballos. Grecia miraba con pavor las hazañas de semejante salvaje.
Hera, que seguía empeñada en vengarse de la afrenta que suponía para ella aquel hijo extramarital de Zeus, decidió entonces volverle loco. Y difícil es imaginar a tal animal alcanzando un grado mayor de vesania. Pero todo es posible: y la locura de Hércules le empujó a arrojar varios de sus hijos y sobrinos al fuego, quemándolos vivos.
Cuando recobró la cordura viajó a Delfos, donde consultó a la Pitonisa qué debía de hacer. Ella le ordenó dirigirse a la ciudad de Tirinto, en el Peloponeso, y ponerse al servicio del rey Euristeo, cumpliendo los trabajos que él le encomendase, a cambio de lo cual ganaría la inmortalidad. Así lo hizo, y Euristeo le ordenó la realización de los famosos doce trabajos. Los dioses le regalaron armas y caballos y Hércules se puso a la tarea.
Mató al león de Nemea, decapitó a la hidra de Lerna, capturó a la veloz cierva de Cerinia, sometió al jabalí de Erimanto, limpió los establos del rey Augias, libró a la región de Orcómeno del terror en que vivían sus habitantes bajo las aves del pantano de Estinfalo, se apoderó del toro de Creta, encadenó a las salvajes yeguas del rey tracio Diomedes, robó el ceñidor de oro de las amazonas, sustrajo las manzanas de oro del jardín de las Hespérides y capturó al Cancerbero, el fiero perro que guardaba la puerta de los Infiernos.
Tales hazañas componen una de las crónicas más extensas y aventureras de toda la mitología, y creo que me llevaría medio libro reproducirlas. Quien sienta curiosidad, que consulte el libro sobre los mitos griegos del gran Robert Graves.
Leía aquella noche, en una pensión de la ciudad, las hazañas de aquel imponente bruto. Y ganas me daban de hacer el petate y largarme con la música a otra ciudad, ante el pavor que me despertaban las barbaridades de semejante cafre. Porque para realizar sus trabajos, Hércules no se ahorró crímenes, violaciones, torturas, engaños y todo tipo de maldades. Es cierto que limpió la Tierra de monstruos abominables, haciendo un gran favor a la humanidad, pero no fue demasiado escrupuloso en la tarea y acabó, de camino, con la vida de no pocos hombres inocentes. Los héroes de tiempos anteriores a Homero no eran gentes demasiado preocupadas por la ética.
Las correrías de este salvaje no terminaron con los trabajos. Volvió a Tebas, repudió a su mujer, tumbó a unas cuantas decenas de hembras en su lecho, mató animales y hombres en número que se hace ya imposible de contabilizar, otra vez enloqueció y luego recobró la cordura tras haber cometido otros pocos asesinatos. Se embarcó con los Argonautas en busca del Vellocino e, incluso, algunos cronistas antiguos señalan que pudo estar en Troya antes que la expedición de Agamenón y que la quemó, sometió al rey Laomedonte y puso en el trono a Príamo. Homero no da fe de tal hazaña, quién sabe si porque no tenía ganas de recordar a tamaño animal.
Conquistó también la Élide y arrasó Pilos, en el Peloponeso. Y fue capaz de enfrentarse en combate a dioses como Poseidón, Atenea y Ares, que defendían la ciudad de Pilos. Era un huracán indestructible y su carrera militar siguió de victoria en victoria, matando, violando, saqueando y, en fin, siempre destruyendo cuanto encontraba a su paso. Murió horriblemente, algo que sin duda se merecía. Una poción preparada por un enemigo, empapada en su camisa, le quemó todo el cuerpo. Aullando de dolor, mató algún que otro hombre y destrozó cuanto encontraba a su paso. Agonizante, exigió ser quemado vivo, y rodeado de vasos de vino, en el monte Eta, en Traquis, envuelto por la piel del primer león que había matado. Cuando la pira ardió, cayeron rayos del cielo.