Corazón de Ulises (31 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Tal vez sin Filipo, y si la cultura griega hubiese quedado en manos de los elitistas atenienses, hoy no podríamos saber mucho de aquella luminosa cultura. A veces, los soldados ganan victorias cuya trascendencia no imaginan.

Y Filipo dejó en manos de la Historia otro legado impagable: la figura de aquel soldado-intelectual que fue Alejandro, aquel conquistador único en la historia humana que llevaba en su baúl un ejemplar de la
Ilíada
, en su memoria las enseñanzas de Aristóteles, en su corazón la llama de la civilización griega y en su brazo el escudo de Aquiles. ¡Qué pena que Homero hubiera muerto tantos siglos antes! Nadie habría cantado como él la gloria de Alejandro, para que todos pudiésemos disfrutar de la fuerza de un héroe real y del talento de un poeta único al convertir sus hazañas en verso y en ejemplo.

Es seguro que personajes como Aquiles, Ulises y Alejandro precisaban de un poeta que los ensalzase. Pero la poesía, a cambio, y sobre todo en épocas de transformación histórica, está muchas veces necesitada de héroes. «Si mi pluma valiera tu pistola de capitán, contento moriría», versificó Antonio Machado cantando a Líster, el jefe rojo de los ejércitos del Ebro durante la Guerra Civil española. «Canta, oh diosa, la cólera del pálida Aquiles…»: Homero
dixit
.

Me quedé hasta tarde en el Thotte, leyendo un libro en inglés sobre Macedonia. En la mesa cercana, un hombre me contemplaba curioso. Tenía un aspecto extraño, un aire de vampiro, y me despertaba aversión. Hay gentes, no sé por qué, que se te hacen antipáticas nada más verlas, antes incluso de que abran la boca.

—¿Americano? —me preguntó al fin. De sus labios asomaban dos colmillos puntiagudos.

—No, italiano.

—Ah,
«bella Italia»…
Disculpe que no hable su idioma —siguió en inglés—. ¿Turista?

—No, vengo en viaje de trabajo.

—¿A qué se dedica?

—Soy constructor, ya sabe: hago casas. Me dirijo a Tracia, he leído que el mármol es muy bueno allí y quiero comprar.

—El mejor de Grecia, o quizá del mundo. Es lo único que tienen los pobres tracios.

—¿Y Macedonia es rica?

—Puede verlo con sus propios ojos: Tesalónica es la ciudad más bonita de Grecia.

—Me gustó más Nauplia.

—Allí no hay mármol.

—Pero hay una arena muy buena para mezclar con cemento.

—No lo sabía. ¿Y qué le parece Macedonia?

—He leído que, en la Antigüedad, era muy mal considerada por los otros griegos: la tenían por tierra de bárbaros.

—Eso fue hace mucho tiempo. Pero Macedonia conquistó un imperio, el imperio más grande del mundo. Habrá oído hablar de Alejandro Magno.

—¿No era hijo de una princesa tesalia?

—Era hijo de Filipo, rey de Macedonia.

—Pero lo educó un ateniense, Aristóteles, y tengo entendido que su ídolo era un tesalio, Aquiles.

—No me fastidie. No sé qué historia les enseñan en Italia. Y si pone así las cosas, el fundador de Roma fue un troyano, el príncipe Eneas.

—Roma me da lo mismo, yo soy veneciano.

Se levantó irritado:

—Cómprese mañana una buena historia de Macedonia y tire ese maldito libro que está leyendo.

Y se largó. Tuve suerte de que no me mordiera el cuello.

El monte Olimpo, la morada de los dioses griegos, no queda muy lejos de Tesalónica. Así que la siguiente mañana decidí visitarlo, uniéndome a una excursión que organizaba una agencia turística. En realidad, el Olimpo no es un monte como tal, sino una serranía que comprende varias cumbres, y la más elevada de todas, el pico Myticas, alcanza una altura de dos mil novecientos diecisiete metros. Allí debía sentarse, un poco por encima de las otras grandes deidades, el todopoderoso Zeus.

Macedonia es el granero de Grecia, de modo que viajábamos entre campos muy feraces, regados por frecuentes ríos, donde crecían el algodón, el maíz, cereales, verduras, árboles frutales e, incluso, extensas plantaciones de kiwis. Era un día plácido, luminoso, y además la guía era una guapa chica que se llamaba Angélica. Me dijo que su padre le había puesto ese nombre porque admiraba a John Huston.

El Olimpo, una hora después, asomó sobre las llanuras, con las cimas cubiertas por un velo de nubes. No estaban para fotos los dioses esa mañana, pero ello no impidió que el grupo de alemanes con los que viajaba se hinchase a usar sus cámaras. Imaginé a las Doce grandes divinidades muertas de risa, viendo a aquellos voluntariosos turistas germanos empeñados en llevarse un recuerdo del Olimpo. Todos los dioses soltando carcajadas al unísono, desde sus tronos, mientras desayunaban su ración de néctar y ambrosía. Allí arriba, como quien asiste a una comedia televisiva, estarían el vanidoso Zeus, la quisquillosa Hera, el cabreadizo Poseidón, la resabidilla Atenea, el coqueto Apolo, la frígida Artemisa, el putón Afrodita, el correveidile Hermes, el hosco Ares, el corcoveta Hefesto, la aburrida Deméter y el transexual Dioniso. Por una vez, en toda la eternidad, podrían estar de acuerdo al contemplar una panda de hombres modernos de almas uniformes. Me dieron ganas de subir al monte y unirme al coro de carcajadas, incluso a riesgo de convertirme en un ser tan maligno como eran aquella tropa de inmortales.

Desde el pueblo de Litochoro ascendimos caminando una empinada cuesta hasta el pie del Olimpo y, luego, tomamos una estrecha vereda que sube excavada en los bordes de una honda barrancada. Visitar a los dioses requiere buenas piernas.

Olía a pinos, cantaban los pájaros de Orfeo y el griterío de las cigarras aserraba el aire. La senda terminaba un par de kilómetros después, al lado de una lagunilla desde la que el agua se precipitaba sonora y espumeante. Más lejos no se podía llegar, salvo que uno fuese experto montañero. Así que allí me quedé un rato, junto a la charca de aquel río de aguas limpias, escuchando su rumor y contemplando el ariscado y bello perfil de la montaña divina.

—¿Estuvo alguna vez tan cerca de Dios? —me preguntó sonriente Angélica.

—Creo que nunca. Pero prefiero estar charlando con una linda chica como usted.

Se sonrojó.

—De todos modos —añadió—, si se concentra en silencio, quizá escuche las orquestas de Dioniso y tal vez el dios le invite a una bacanal. Dicen que hay guapas ninfas por ahí arriba, y con buena conversación.

Nos reímos. Luego me dejó solo. Y Dioniso, como era de esperar, pasó olímpicamente de mí.

No hay, quizá, un dios más inquietante en toda la mitología griega que este Dioniso, el creador del mejor invento del mundo: el vino. Fue el último en incorporarse a las moradas olímpicas como una de las doce grandes deidades, desplazando de su trono a la discreta diosa Hestia. Nació del muslo de Zeus (mejor, se incubó allí), pero debería haber nacido de su vientre, pues era promiscuo, pecaminoso, ambiguo, imprevisible siempre y un punto feminoide. Inventó también las orgías y, como al resto de sus parientes divinos, le gustaba practicar el crimen, aunque en su caso parecía disfrutar mucho más que los otros. A poco de nacer, llevaba dos cuernos en la frente y sus cabellos ensortijados no eran otra cosa que serpientes. Más adelante se cambió el peinado y, en lugar de reptiles, sus rizos los formaban racimos de uvas. Practicaba el travestismo con frecuencia y lo mismo tomaba la apariencia de un león que la de un chivo, sobre todo para asesinar. Su nacimiento fue un asunto casi volcánico: Zeus se acostó, en una de sus múltiples aventuras extraconyugales, con Sémele, a la que dejó embarazada. Cuando Sémele llevaba seis meses en estado, el padre de los dioses, en un ataque de ira, la mató. Y otro dios, Hermes, rescató al niño del vientre de la madre y lo cosió al muslo de Zeus, que lo incubó los tres meses que precisaba antes de nacer. Cuando al fin vio la luz, la diosa Hera, esposa legítima de Zeus, enterada del asunto, lo entregó a los Titanes, quienes lo despedazaron e hirvieron los trozos en una caldera. No obstante, su abuela Rea lo reconstruyó y lo devolvió a la vida.

Criaron a Dioniso las musas: de nuevo las mujeres se ocupaban de él. Y debió de aprender a conocerlas bien, porque siempre se le dieron como rosquillas, en tanto que él nunca les hizo ascos. Walter F. Otto, en su espléndido trabajo sobre este dios olímpico, imprescindible para quien quiera penetrar en la personalidad de Dioniso, dice: «Si otras divinidades se ven acompañadas por seres de su mismo sexo, el círculo más próximo y el séquito de Dioniso está compuesto por mujeres. Él mismo tiene algo de femenino […]. Su virilidad celebra su victoria más sublime en brazos de la mujer perfecta. Por ello, y a pesar de su carácter guerrero, le es ajena la heroicidad como tal […]. En Esquilo se le desdeña como
el femenino
, en Eurípides es
el feminil extranjero
. También se le llama en ocasiones el machohembra». Otto no oculta en su libro sus simpatías por Dioniso e insiste en la espiritualidad de su amor hacia las mujeres, sin considerar como procaces y perversas sus bacanales.

Cuando cumplió la mayoría de edad, Hera decidió volverlo loco, para compensar el trago de que Zeus lo reconociera como uno más de sus hijos. Y el joven se lanzó a recorrer el mundo acompañado de un vesánico ejército de faunos y bacantes. Su carrera militar fue imparable: desde Egipto a India marchó de victoria en victoria, derrotando incluso a las temibles amazonas. Y entre batalla y batalla, orgías sin cuento y vino a destajo, se ganó la divinidad a pulso, y extendió sus ritos y su culto por todo el territorio griego. Allá donde fuera llevaba la alegría con sus caldos y la violencia con su belicoso carácter.

Pero a este dios salvaje, promiscuo y asesino le debemos los humanos algo imperecedero: el teatro. En los ritos de iniciación más esotéricos celebrados en su honor, sus servidores actuaban, representaban dramas usando máscaras. Y en el devenir del tiempo, aquellos ritos se transformaron en obras dramáticas que, recogiendo los mitos heroicos de la epopeya homérica, alumbraron la tragedia. Esquilo y Eurípides podían despreciar al feminoide dios, pero los dos le debían la estructura original sobre la que ambos pudieron desarrollar su genio literario. Puede afirmarse además que, sin el culto a Dioniso, la humanidad no habría tenido un Shakespeare.

La «verdad universal» de Dioniso es, para Otto, «el fenómeno originario de la duplicidad, la lejanía cuasi tangible, el sobrecogedor encuentro con lo irrecuperable, la fraternal unión de vida y muerte». Y concluye: «Esta duplicidad tiene su símbolo en la máscara».

Dios del delirio, dios frenético, dios beodo, dios demente, dios dual, dios hombre con alma de mujer, dios salvaje y dios enamorado, Dioniso retrata la ambigüedad de nuestras almas, la descabellada vesania que anida en el corazón de los hombres.

Es el dios de la eterna paradoja, alumbrado por la genialidad creativa de la civilización griega. Por eso nos fascina hoy todavía, por eso nos admira y nos perturba al mismo tiempo. Era, según cuenta Esquilo en
Las bacantes
, el dios «más dulce y mas cruel para los humanos». En su nombre, cuando se celebraban fiestas en su honor, los griegos se liberaban de sus ataduras morales y caían en todos los excesos. Así era también el teatro, legado inmortal de este dios travestido, un arte nacido de su culto y de la transgresión. Y el enigma del excesivo Dioniso, lúdico y terrible, sigue habitando en las honduras de nuestro propio espíritu.

Capítulo XV
Un héroe brutal y un poeta beato

La tímida mañana asomaba sobre los andenes de la estación de Tesalónica. Luego, cuando el tren que me conducía a Atenas viajaba entre campos de algodón y crecía el día sobre la llanura en sombras, el cielo se desperezó en un lecho de fatigadas sábanas azules. Fue un apacible amanecer, que en mi libreta de notas marqué a eso de las ocho menos cuarto: saltó al espacio un sol desdeñoso de la tierra, empeñado en iluminar el mar, tal vez porque a esas horas lo primero que hay que hacer es mirarse en un espejo y despojarse de las huellas de la dormilona. Y eso es lo que hacía el sol, buscar el mar y contemplar su imagen, que le devolvían las aguas plateadas, mientras la tierra seguía envuelta por un opaco velo gris. El Egeo refulgía en una luz violenta, mientras el tren, pegado a la línea de la costa, transitaba sobre campos cenicientos.

Solo en el vagón, veía discurrir a mi derecha enormes extensiones de cultivos de algodón, donde asomaba ya el blanco de las flores sobre el verde hosco de los matorrales. Me entretenía en calcular cuántos metros cuadrados de sembrado serán necesarios para lograr un par de calcetines. ¿Qué número de flores hacen falta para fabricar unos calzoncillos?

Cruzaba el tren a la izquierda del monte Olimpo, en la frontera que separa Macedonia de Tesalia, y entre la vía y el montañón se abría una quebrada que daba vértigo. A la izquierda, junto al mar, corrían playas desiertas, de dunas doradas que llegaban junto al agua, y las gaviotas, acurrucadas en la orilla, nos miraban a los ojos. Sirenas travestidas de alcatraces.

Atravesábamos las tierras de Tesalia, la patria de Aquiles, tierras que ganaron fama en la Antigüedad por sus diestros jinetes. Después, el tren viajó hacia el interior, rodeado de montañas calcáreas. Cruzó sobre ríos, cercada la vía por bosques de robles y coniferas. Transitó entre huertos y junto a montes quemados por los fuegos atroces del anterior verano. Sobre los vagones volaban bandos de palomas y de tórtolas. Y llegando a la región de la antigua Beocia, el tren se movía arrimado a la altura de una estrecha pared que se volcaba sobre el abismo de un feroz acantilado. Tenía la impresión de navegar en un aeroplano sobre un océano de olivos y cipreses.

Hay instantes, en un viaje de ese jaez, que pueden abrumar al lector apasionado del mundo clásico. ¡Qué vamos a hacerle! A la derecha se alzaban las torvas alturas del monte Parnaso, morada de las musas; a su espalda, según el mapa que mantenía abierto en las rodillas, se arrimaba Delfos, el Vaticano de los griegos; a mi izquierda, más allá de las llanuras, quedaba el campo de Maratón, el escenario de la primera batalla librada en favor de las libertades políticas; delante, a un centenar y pico de kilómetros, me esperaba la sabia y luminosa Atenas; y habían transcurrido sólo un par de horas desde que había dejado atrás el monte Olimpo… ¡Qué puede decir un humilde viajero literario ante el peso de tanta literatura y de tanta historia!

Entramos en la estación de Tebas poco antes de la una del mediodía. Allí me bajé del tren.

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