Authors: Javier Reverte
El
Argo
cruzó después frente a las costas del país de las Amazonas y otros reinos vecinos, y navegó junto a la isla de Fílira, donde el dios Cronos, padre de Zeus, había tenido una aventura amorosa con la hija de Océano y engendrado un famoso centauro: Quirón, el sabio preceptor de varios héroes de la Antigüedad, entre ellos el propio Jasón y, más tarde, el valeroso Aquiles.
Entraron al fin en la desembocadura del río Farsis, ya en la Cólquide. Los Argonautas ocultaron el
Argo
y celebraron un consejo de guerra. Decidieron que irían a la capital del reino, la ciudad de Ea, y pedirían al rey Eetes la devolución del Vellocino. Caso de que se les negase, recurrirían al engaño o a la fuerza. Entretanto, las diosas Hera y Atenea planeaban una jugarreta, algo más que frecuente en aquellos siglos: pidieron a Afrodita que despertase el amor hacia Jasón en el corazón de Medea, la hija del rey Eetes. Afrodita cameló a Eros y el diosecillo lanzó una de sus flechas a la princesa, que quedó perdidamente enamorada del jefe de los Argonautas cuando éstos entraron en el palacio de Ea.
Eetes enfureció cuando Jasón exigió la devolución de la sagrada piel de oro del carnero. Pero Medea le calmó y el rey aceptó entregar el Vellocino si Jasón cumplía dos condiciones: domar y uncir a dos toros que escupían fuego y tenían pezuñas de bronce, arar con ellos un enorme campo y plantar allí los dientes de una terrible serpiente. De aquellos dientes brotarían hombres armados a los que habría de matar Jasón.
Parecía una tarea imposible. Pero Medea, por medio de un intermediario, prometió ayudar a Jasón a cambio de que la desposara y la llevase con él de regreso a Grecia. Jasón juró fidelidad eterna a la princesa y ella le entregó una pócima mágica que le hacía inmune al fuego que escupían los toros. Jasón los domó y unció, aró la tierra durante un día entero y plantó los dientes. Cuando los guerreros comenzaron a brotar de la tierra y atacarle, Jasón logró que combatieran entre ellos y mató luego a los supervivientes. Así describe Apolonio de Rodas, en su
Argonáutica
, la actitud del héroe en el combate contra los guerreros terrícolas: «Flexionó sus rodillas para mantenerlas ágiles y llenó su ánimo de valor impetuoso, semejante a un jabalí que aguza sus colmillos contra los cazadores mientras le cae, en su furia, abundante espuma desde sus fauces a tierra».
Eetes se volvió atrás de sus promesas y amenazó con matar a los Argonautas y quemar su nave. Pero Medea volvió a intervenir: condujo a Jasón y un grupo de sus hombres a un lugar escondido, a unos nueve kilómetros de la ciudad de Ea. Allí estaba el Vellocino, colgado de un roble, y protegido por un repulsivo dragón que era inmortal. Medea encantó al dragón y luego le roció los párpados con una sustancia soporífera. Jasón llegó con sigilo hasta el árbol y tomó el Vellocino. Y los Argonautas y la princesa regresaron a la playa, embarcaron y abandonaron la Cólquide con su trofeo.
Eetes envió una flota perseguidora, comandada por su hijo Apsirto, pero los tripulantes del
Argo
, aconsejados por Medea, tendieron una emboscada a los de la Cólquide, en la que murió el hermano de la princesa. ¡Cuánto pesaba el amor en el corazón de Medea! Luego, el
Argo
vagó perdido, incluso entró en el Danubio y alcanzó las costas de Libia. Los Argonautas visitaron Creta, estuvieron en el reino de Circe y en Feacia, donde Medea y Jasón se casaron. Muchas de las tierras visitadas por los Argonautas y varios de sus episodios y aventuras recuerdan pasajes y lugares de la
Odisea
, como el paso del
Argo
ante la isla de las Sirenas, donde los melodiosos cantos de Orfeo acallaron los de las sirenas, evitando que los marinos, atraídos por las bellas melodías de aquellos seres mitad aves y mitad mujeres, enloquecieran y nadaran hacia la isla para ser devorados por ellas.
Jasón y los suyos llegaron al fin a Yolco con el Vellocino, cumpliendo la condición que habría de reportarle el trono del reino, al que tenía legítimo derecho. Pero el rey Pelias, el usurpador, faltó a su palabra (no se sabe de nadie que quiera devolver un trono por su gusto). Y otra vez Medea intervino para arreglar las cosas: logró introducirse en el palacio, engañó a Pelias y lo asesinó. Jasón recuperó la corona que había sido arrebatada por Pelias a su padre. Colgó el Vellocino en el templo de Zeus, en Orcómeno, y varó el
Argo
en el istmo de Corinto, dedicándolo a Poseidón.
Tiempo después, Jasón fue infiel a Medea y la princesa anduvo errante varios años. Es una historia que recuerda también la de Ariadna, la princesa que engañó a su padre, el rey Minos de Creta, para ayudar a Teseo, de quien se había enamorado. Medea envenenó a unos cuantos hombres y mujeres por esos mundos —era una experta consumada— antes de que los dioses le concedieran la inmortalidad. Jasón perdió crédito entre sus ciudadanos, hasta ser odiado por ellos, y acabó exiliándose. Un día, cuando ya era anciano, se acercó hasta el
Argo
, lamentándose mientras recordaba sus glorias pasadas. Pensaba suicidarse, colgándose de la proa del barco. El
Argo
le ahorró el esfuerzo: su casco se inclinó y cayó sobre él, matándolo al instante.
No solían tener finales muy felices las viejas leyendas griegas.
La historia de Jasón y sus compañeros, situada en el tiempo una generación antes de la guerra de Troya, nos deja ver a un héroe mucho menos dibujado, menos humano que los personajes homéricos de la
Ilíada
y la
Odisea
. Tal vez fuese la escasa pericia poética de Apolonio de Rodas, comparada con la maestría de Homero, la causa de esa indefinición del jefe de los Argonautas como carácter literario. Apolonio imitó el estilo homérico y empleó el hexámetro tradicional en su poema épico, además de repetir vocabulario y metáforas que ya se encontraban en los poemas de Homero. No le salió tan brillante su intento y Jasón no alcanza nunca en
Argonáutica
la talla trágica de un Héctor, la grandeza guerrera de un Aquiles o la humanidad inteligente de un Ulises. La suya es una personalidad errática, algo desconcertante, indefinida en muchas ocasiones. En cuanto a Medea, había sido ya retratada, con mano maestra, en la tragedia de Eurípides del mismo nombre. Tampoco Apolonio estuvo a la altura, en su recreación de la figura de la princesa, del genial dramaturgo.
Comí en Fatsa un
doner kebab
en un cafetín abarrotado de hombres bigotudos que bebían té y jugaban al
tabla
(backgammon), o al
oché
, una especie de pasatiempo parecido a la lotería, con bombo y fichas numeradas. Cuando alguna muchacha pasaba junto a la puerta, siempre con faldones largos y pañolón a la cabeza, las miradas de todos los parroquianos se volvían hacia ella con hambre secular de hembra. Al poco de haber entrado en el local, un hombre de una mesa vecina me preguntó: «
Where you come from?
». «
Ispanya
», respondí. Y la voz «
Ispanya
» recorrió el cafetín de un extremo a otro, viajando sobre las mesas. Algunos clientes me dirigieron sonrisas afables y uno alzó el pulgar de su mano derecha y me dedicó un sonoro «
Good Ispanya
».
La mía es una patria con buena fama en el mundo, lo cual es una gran ventaja para el viajero español. Creo que los españoles la amamos menos de lo que la aman por ahí fuera. Quizá es porque nos conocen poco y les fascinan nuestras hazañas toreras.
Me quedaba un día de estancia en Trabzon. El camarero Ohay me convenció para que visitara el monasterio de Sumala. Y así lo hice. Es un santuario clavado en la roca de una montaña, sobre una cortada a la que produce vértigo asomarse. No es fácil imaginar cómo pudo construirse en semejante lugar y uno puede suponer que unos cuantos de los albañiles que trabajaron allí murieron despeñados: Sumala es como el nido de un dinosaurio volador, y a su alrededor el paisaje es agreste, vigoroso, con ríos salvajes que se precipitan en las barrancadas, entre bosques de castaños, arces, álamos y abedules. Son tierras y montañas que muy bien pudieron ser un día habitadas por titanes, aquellos monstruosos semidioses creados por la portentosa imaginación griega.
Regresé a Estambul un día después, tras una penosa espera en el aeropuerto de Trabzon, dormí aquella noche en la ciudad y, temprano, salí la siguiente mañana en autobús hacia Edirne, en el extremo occidental de Turquía, desde donde pensaba cruzar de nuevo a Grecia. La «ciudad de las cúpulas y las flechas», como la llamó Pierre Loti, la «ciudad de ciudades» de los antiguos imperios, se asentaba airosa sobre tres mares a mis espaldas, rosa y dorada en el amanecer, con sus bizarros alminares apuntando al cielo, como si quisiera advertir a los dioses que Estambul, un nombre que resuena cual golpe de tambor, es mucho Estambul.
«La belleza es verdad, y la verdad belleza:
nada más es preciso saber en la tierra».
JOHN KEATS
Saliendo de Estambul, las nubes corrían sobre el cielo como turbantes volátiles. Pero el día se pintó de gris cuando el autobús dejó atrás el mar y entramos en un territorio de llanuras dormidas y pardas, recién roturadas y en espera del verdor cereal. Era feo, deshabitado y entristecido, el paisaje camino de Edirne. Amenazaba lluvia y, no obstante, aquel manto apático del espacio no acababa de romperse. La Naturaleza es aburrida cuando decide ofrecer una apariencia ambigua.
Eramos pocos los viajeros y el autocar paraba en todos los pueblos del recorrido. A mi derecha, en los asientos del otro lado del pasillo, se acomodaba un viejo turco, de cuerpo esmirriado y mirada lobuna, que se afanaba en pasar y pasar las hojas, compulsivo, de atrás hacia delante, de delante hacia atrás, de un periódico repleto de fotografías de mujeres a medio desnudar. Cuando descendió del vehículo, en una de las múltiples paradas del camino, dejó la revista en el asiento, quizá porque no le convenía aparecer en casa con tan satánico producto. Lo pillé, por supuesto; y era en verdad peculiar aquel engendro de semanario, editado en papel barato. Ni un solo desnudo integral asomaba en sus páginas; pero la fuerza erótica de los gestos de las mujeres, expresada en las miradas, en los gestos de la boca, en las posiciones de su cuerpo, superaba con creces la de cualquier publicación pornográfica de nuestro tolerante Occidente. Creo que el diosecillo Eros sigue enviándonos sus cálidos dardos a través de sutiles mensajes: un mohín en los labios, el guiño de un ojo, la forma de cruzar unas piernas o un sugestivo escote. Los dueños del
Playboy
deberían aprender un poco de las publicaciones que, burlando la censura, aparecen en países como Turquía. Y si encerraran entre sus páginas olores a carne de mujer, mejor. Guardé aquella curiosa revista en el morral, mientras pensaba que aquel anciano turco iba a darle, con toda probabilidad, una tarde memorable a su señora.
Llegué a Edirne pasado el mediodía. Mala suerte: acababan de cerrar la frontera. Turquía y Grecia, como buenos vecinos, viven de espaldas el uno al otro, y cuando se echan una ojeada, lo hacen con odio de siglos. Un policía me informó de que sólo podría cruzar bajando más al sur, a Ipsala. El primer autobús salía hacia Késan, media hora después, y desde allí podría tomar otro hasta el paso fronterizo. La única alternativa a seguir viaje era quedarme a dormir en Edirne. Pero el día era antipático y la ciudad parecía sucia y fea bajo el cielo opaco. Así que opté por largarme.
Campos de girasol, cuervos, tierras rojizas, pueblos pequeños, minaretes punteando el paisaje, coches de caballos, mujeres cubiertas siempre con pañolones y vestidas con faldas que caían hasta los tobillos: honda Turquía donde no llegan turistas. Paramos en la estación de Uzumkopru a recoger nuevos pasajeros. En la explanada, junto a una gasolinera, brillaba fulgurante y dorada la estatua de Atatürk. Alzada sobre un pedestal, al doble tamaño de un hombre, el padre de la patria daba un paso adelante, vestido de chaqué, con un bastón en una mano y una chistera en la otra. Se parecía más a Maurice Chevalier que a Mustafá Kemal.
Alcanzamos Késan pasadas las dos. Lloviznaba. No había autobús a Ipsala hasta las cinco y media. Decidí quedarme en la estación y comer algo, en lugar de darme un garbeo por la ciudad: la pesadez del viaje y la fealdad del día habían agotado mi curiosidad.
En el café no había otro parroquiano que yo. Y el único plato que servían eran berenjenas flotando en salsa de yogur. Tomé una cerveza para ahogar el sabor del guiso. Luego pedí al camarero un té y una copa de
raki
con hielo. Ni en inglés ni en francés comprendía el hombre la palabra hielo. Intenté hacerme entender por gestos, pero lo mío no debe ser la mímica, porque primero me trajo un huevo duro, luego una manzana y después un racimo de uvas. Vino en su ayuda el del quiosco de periódicos, y lo mismo, sólo que esta vez me pusieron delante dos naranjas. Al fin llevé al camarero hasta el frigorífico y comprendió. Sonrientes, él y el del quiosco repetían «
ice, ice
», afirmando con las cabezas mientras yo bebía. El hombre me regaló las uvas.
Llegué a Ipsala pasadas las seis y media. Pero la frontera quedaba todavía a seis kilómetros y había que ir en taxi. Tomé un descascarillado coche pintado de amarillo y el chófer, un joven que hablaba un inglés más o menos comprensible, me informó que, al llegar al paso fronterizo, tendría que llamar por teléfono a un taxista griego para que me cruzase al otro lado. «Ellos sí pueden atravesar nuestra frontera para llevar pasajeros, nosotros no. Ya sabe, por las normas de inmigración de la Unión Europea. ¡Ah, los griegos! Todos los coches de su lado llevan pegatinas grandes con el emblema de Europa. Como saben que Turquía no puede entrar en la Unión, pues alardean. Son unos presumidos y unos provocadores.»