Authors: Javier Reverte
—¿Qué le puede interesar a un español en Trabzon? Éste es un pueblo feo y no tiene nada que ver.
—Me interesa la historia.
—No sé de ninguna historia importante de Trabzon. A mí me gustaría irme a vivir a Estambul. Lo malo es que allí no hay trabajo y en Trabzon, al menos, tengo un sueldo. No mucho, pero es algo. ¿Cree que podría encontrar un empleo en España?
Le hablé de los Argonautas y de Jenofonte. Ohay no había oído una sola palabra sobre ellos.
—Lo mejor —me aconsejaba— es que vaya a ver el monasterio de Sumala; está muy cerca, hacia el interior. Es un templo ortodoxo, ya abandonado. Antes venían muchos griegos a rezar allí. Pero nos hartamos y les dijimos: basta de rezos; si quieren rezar a su Dios, váyanse a su país. Y ya vienen muy pocos. Es un lugar muy bonito, de todos modos.
—¿No le gustan los griegos, Ohay?
—Los griegos son unos hijos de perra.
Poco después apareció un tipo grueso que se acodó en la barra. Ohay me lo presentó. El otro no hablaba una palabra de inglés.
—Es mi tío —dijo el camarero—. Es un hombre de negocios muy listo y se ha hecho rico. Viaja mucho, sobre todo a Rusia. Es un casanova. Y en Rusia las mujeres son fáciles si tienes dólares.
Traducía a su tío cuanto me contaba y el otro sonreía ufano, imagino que de saberse famoso por mujeriego.
Ohay se sirvió un whisky y escondió el vaso bajo el mostrador. De cuando en cuando, echaba ojeadas a las puertas y daba un sorbo rápido.
—Si me ve un jefe, me echa. Aquí tenemos cinco jefes, en Turquía siempre hay montones de jefes. ¿Es igual en España? A mí me gusta el whisky, pero es muy caro y no podría pagarlo. De modo que, cuando no están los jefes, me tomo alguno que otro.
—¿Sabe si hay autobuses a Fatsa?
—¿Le interesa Fatsa? Allí no hay nada.
—Hay historia.
Tradujo a su tío y los dos se encogieron de hombros.
—Mejor es que alquile un coche —dijo luego Ohay—. Los autobuses son muy viejos y paran en todos los pueblos, tardará más de cinco horas en llegar si va en autobús. En cambio, en coche, en tres horas está allí. Yo puedo conseguirle uno barato.
—¿Cuánto?
Miró hacia el techo.
—Humm —musitó—, ¿le parece bien cuarenta dólares por un día?
—Sesenta por dos días —respondí.
—Está bien, sesenta dólares. Por la mañana lo tendrá en la puerta. Pero la gasolina corre de su cuenta. Y hágame caso: vaya a Sumala en lugar de Fatsa.
—Fatsa, Ohay.
—Allá usted.
Era un astroso automóvil que merecía el desguace y en el interior había suciedad de varios lustros. Pero al menos andaba. Me aseguré de que tenía gato y rueda de repuesto y que las varillas limpiaparabrisas y el freno de mano funcionaban. Pagué a Ohay lo acordado y dejé Trabzon atrás, camino de Fatsa, donde la tradición sitúa el reino de la Cólquide, el lugar en que desembarcaron Jasón y sus gloriosos compañeros.
Era una mañana triste y turbia, de cielo hosco y mar bravo. Tenía 235 kilómetros por recorrer hasta Fatsa y mi ánimo de viajero se desfondó un poco cuando, una veintena de kilómetros después de haber salido de Trabzon, me encontré atrapado en una larga caravana donde abundaban los camiones y marchando a poco más de cuarenta kilómetros por hora. A mi derecha, el horizonte marino pintaba una línea de negra tinta sobre las aguas plomizas, y las arenas y los roquedales de la playa eran oscuros como el carbón. A mi izquierda, entre los jirones grises de la niebla, se alzaban amenazadores montañones, cerros de formas ariscas rematados por violentos riscos. La carretera era estrecha y abundante en curvas. Con frecuencia, atravesábamos puentes bajo los que corrían mezquinos riachuelos en busca del mar. A trechos, caía una llovizna mustia sobre aquella procesión de vehículos avejentados en la que yo ocupaba uno de los últimos lugares.
Tras una hora de viaje apesadumbrado comenzaron a aparecer delante algunas rectas. Y la carretera se convirtió en una pista enloquecida donde los automóviles ligeros pugnaban por dejar atrás a los camiones, sin respetar prioridades, sin uso alguno de intermitentes. Me uní al guirigay, jugándome un trastazo; pero los nervios pueden a veces más que la prudencia y yo me sentía en ese instante al borde de la histeria. Hubo suerte, logré dejar atrás los vehículos lentos y seguí camino a velocidad normal durante unos cuantos kilómetros.
Ordu asomó después junto al mar, arrimado a una amplia ensenada: un poblachón desastrado y sin gracia ninguna bajo el cielo gris de la mañana. Me detuve un rato allí y tomé un café en un quiosco del puerto. Según la leyenda, fue en Ordu donde Jenofonte y los Diez mil alcanzaron el mar, en su retirada desde el interior de Asia y tras su fracasada expedición mercenaria. Fue un momento importante en la historia de la cultura griega, ya que, en esa campaña militar, un buen soldado profesional llamado Jenofonte se transformó en un excelente escritor. Las armas, en Grecia, a menudo resonaron al lado de las letras.
Las luchas por el trono del Imperio persa desataron una cadena de crímenes entre los descendientes de Jerjes y, en el 404 a.C, a la muerte de Darío II, su heredero, Artajerjes II, hubo de enfrentarse a la rebelión de su hermano Ciro, que pretendía la corona imperial. Para reforzarse militarmente, Ciro reclutó un ejército de diez mil mercenarios griegos, la mayoría de ellos procedentes de Esparta. En aquellos años, los soldados griegos, los hoplitas, se hicieron famosos como guerreros, porque combatían con mayor valor y destreza que las tropas de todos los países vecinos, y los espartanos eran, entre todos, los más temidos.
En la expedición mercenaria que la historia ha bautizado como «los Diez mil», se encontraba un joven ateniense llamado Jenofonte. Había nacido, en el seno de una noble familia, en el 430 a.C, y poseía una brillante educación. A los veintidós años conoció a Sócrates y desde entonces profesó una enorme devoción al filósofo. Pero en Jenofonte latía, junto al intelectual, el corazón de un aventurero. Amaba la acción y se alistó en el ejército mercenario contratado por Ciro en el año 402 a.C. Tras la batalla de Cunaxa, a orillas del Eufrates, en la que los griegos vencieron a una parte del ejército persa y en la que murió el joven Ciro, los Diez mil decidieron retirarse, esta vez hacia el Helesponto, siguiendo el curso del Tigris. Pero a los pocos días de su marcha, Tisafernes, sátrapa del emperador Artajerjes, tendió una celada a los jefes de la expedición griega y los asesinó. Jenofonte, junto con otro oficial del ejército de los Diez mil, tomó el mando de la tropa, conduciéndola hasta las orillas del mar Negro después de una penosa marcha, numerosas batallas y peligros incontables.
A su regreso a Grecia, escribió su famoso
Anábasis
(Ascensión) en la que relata, con un estilo sencillo, la peripecia de aquella épica expedición militar. Si bien Jenofonte no alcanza la calidad de los escritos históricos de Herodoto y Tucídides, su
Anábasis
se lee hoy todavía como una estupenda novela de aventuras. El soldado-escritor escribió también la
Ciropedia
, las
Memorables
y la
Apología de Sócrates
, libro éste en el que defiende la memoria del filósofo, que había sido condenado a muerte poco antes de que Jenofonte regresase a Atenas.
Su vida, hasta que murió alrededor del año 355 a.C, transcurrió luego entre Atenas y Esparta. Fue desterrado de su ciudad natal a causa de sus simpatías por la ciudad rival, y en particular del caudillo espartano Agesilao, a quien acompañó en su expedición militar a Asia Menor en el 394 a.C, luchando de nuevo como soldado en la batalla de Coronea, y a quien dedicó un elogioso libro. Al regreso, los espartanos le regalaron una propiedad en sus territorios y, allí, durante diez años, se dedicó al cultivo de la tierra, otra de sus pasiones, y a escribir un buen número de obras. Cuando volvió a Atenas escribió algunos tratados prácticos sobre el ejército y la economía. No es seguro si murió en la ciudad que le había visto nacer o en la vecina Corinto.
En la obra de Jenofonte, y en especial en su monumental
Anábasis
, se impone, sobre todo, la vigorosa personalidad de su autor y los ideales que alentaba. Era un caballero de ardiente corazón aventurero, pero defendía una manera de ser que veía reflejada en dos de sus hombres más admirados: el rebelde príncipe persa Ciro y el valeroso espartano Agesilao. En la traducción de Diego Gracián del
Anábasis
, la más antigua versión del libro en castellano, Carlos García Gual señala en su prólogo: «Por su individualismo, Jenofonte es un anticipo del helenismo. No está ya encerrado en una
polis
única, ni defiende el ideal patriótico limitado. Se ha visto arrojado a una vida aventurera, que comienza con su enrolamiento como mercenario […] Muchos de los camaradas de Jenofonte [en la expedición de los Diez mil] eran individuos sin escrúpulos y sin raíces ciudadanas […]; otros, como él, eran exiliados políticos. En todo caso, su vida y obra muestran una excelente voluntad y un gran carácter. La expedición de Ciro no era la mejor escuela para forjar a un hombre de bien, pero un hombre de bien podía mostrar en cualquier circunstancia su
areté
y su hombría, su talento y su inteligencia, como hizo ejemplarmente él».
Jenofonte no adopta una actitud de desdén hacia los pueblos extranjeros, no es un orgulloso nacionalista, sino que encuentra en ellos, y en particular en los persas, valores semejantes y de tanta altura como los del pueblo griego. Hay una
areté
en los persas, hay heroísmo y nobleza en sus principios, los altos ideales y su valentía no son el monopolio de la raza griega. En particular, en el príncipe Ciro, a quien el escritor-soldado dedica muy hermosos párrafos tras su muerte en el campo de Cunaxa, encuentra Jenofonte la encarnación de esa
areté
. Así escribe: «Era manifiesto a todos que siempre procuraba la ventaja en hacer bien a los buenos y mal a los malos […]. Y confesaba claramente que entre todos los hombres honraba en gran manera a los que se conocía por valientes y esforzados para las guerras […]. A todos aquellos que veía obrar la justicia, procuraba enriquecerlos más que a los injustos y codiciosos […]. Pero la mayor señal de todas es que en el fin de su vida, muriendo como valiente en la batalla, pudo conocer antes de su muerte la fe y la lealtad de los suyos. Porque todos sus amigos y familiares murieron peleando por él animosamente…».
El Ciro que pinta Jenofonte parece un retrato adelantado de Alejandro Magno: un rey justo, generoso con sus amigos, amado por su pueblo y valiente en el campo de batalla, luchando siempre a la cabeza de los suyos. Y también un hombre implacable con sus enemigos y con los injustos. Es un rey guerrero, un monarca que sabe gobernar y pelear, el mismo tipo humano que encarnaría unos siglos después el joven emperador Alejandro.
Jenofonte era probablemente un romántico. Pero, en su recuperación de los valores de los héroes homéricos, avanzaba un paso más en el ideal del hombre griego, al fundir en los personajes que más admiraba las cualidades intelectuales y la capacidad para la acción. Él mismo era así: un intelectual y un hombre de acción. Jenofonte dotó a la
areté
de nuevos ánimos, afirmó el peso de la individualidad y fue ejemplo de otros escritores-soldados del futuro, tal que Garcilaso, Byron y Cervantes, siguiendo la estela de otros autores griegos que le habían precedido, como Arquíloco y Esquilo, que fueron guerreros y ganaron también laureles literarios.
Allí en Ordu, mirando hacia las aguas cenicientas del mar Negro, volví a recordar el gran grito de los Diez mil cuando alcanzaron las costas después de su larga y penosa retirada: «
Thalatta, thalatta!
», ¡«El mar, el mar!». «Pero como las voces y el ruido fuesen mayores», cuenta el
Anábasis
, «cuanto más se acercaban, así los gritos de los postreros que corrían como de los primeros, y cuanto más subían tanto mayores eran las voces, parecióle a Jenofonte que no era cosa de disimular, y subió a caballo tomando consigo a Licio y otros jinetes para ir en su socorro. Llegados más cerca, oyó las voces y alaridos de sus soldados, que gritaban: «¡El mar, el mar!», transmitiendo el grito de unos a otros. Entonces subieron todos corriendo: retaguardia, acémilas y caballos avanzaron rápidamente. Cuando todos estuvieron en la cumbre del monte abrazábanse los soldados y los capitanes, llorando de placer».
¡El mar, el mar..!, puede que no haya un grito más genuinamente griego en toda la historia de su civilización. El mar era la madre de aquellos antiguos helenos, como para otros pueblos lo son las montañas o las llanuras. Eran una nación de navegantes, una civilización crecida sobre las olas, y sentían el mar como su verdadera patria.
Hombres de otros países han gritado jubilosos a la vista de la tierra, llegando desde el mar. Los griegos lo hicieron al contrario. Al alcanzar las orillas de su anhelado ponto, los Diez mil se negaron a seguir caminando. Consiguieron naves y regresaron a Grecia sobre las ondas del océano.
La carretera se hizo más sinuosa a partir de Ordu y volví a la lentitud de las caravanas interminables. La mañana continuaba áspera y mohosa. Alrededor del mediodía detuve el coche junto a los restos de un templo bizantino, al que los griegos, cuando habitaban esta región, llamaban Iglesia de Jasón. Se alza, unos diez kilómetros antes de llegar a Fatsa, sobre una pequeña bahía y al pie del promontorio de Çamburnu. La tradición afirma que cerca de ese lugar estaba el río Farsis, donde desembarcaron los Argonautas cuando alcanzaron las costas del reino de Cólquide. Si así fuera, el río Farsis sería hoy el Calistar, un ancho brazo verdoso que baja manso hacia el mar entre cañaverales y huertos. Espesos bosques y altos roquedales dominan la bahía y, si Jasón y los suyos encontraron un clima parecido al que me recibió a mí, debieron pensar que se acercaban a una tierra tenebrosa. No obstante, a los antiguos griegos les podía siempre, mucho más, la curiosidad que el temor. Y especialmente en el caso de aquella tripulación, que contaba con los mejores hombres de toda Grecia.
Soplaba fuerte el viento desde el mar, que continuaba revuelto y tiznado. Había algunas casas humildes cerca de las ruinas del santuario. Nada podía recordar allí a la rica patria de Medea, la princesa que ayudó a Jasón a robar el Vellocino de Oro.
Las dificultades para la tripulación del
Argo
de Jasón no terminaron después de atravesar las rocas del Bósforo. Ya en el mar Negro dos de ellos murieron: el timonel Tifis, que enfermó en la tierra de los Mariandinos, y el adivino Idmón, desangrado por la herida que le produjo un jabalí en una pierna. En Sinope, siguiendo la costa meridional del Ponto Euxino, Jasón reclutó tres nuevos remeros para cubrir las vacantes de Hércules, Tifis e Idmón.