Cine o sardina (26 page)

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Authors: Guillermo Cabrera Infante

Tags: #Ensayo, Referencia, Otros

BOOK: Cine o sardina
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Mediados los cuarenta Laurence Olivier interpreta (y produce y dirige su primera película) a
Enrique V
, un auxilio fílmico al esfuerzo de guerra, que le gana su primer título, caballero o
knight
, y todos pueden llamarlo ahora Sir Larry. Enrique V es no sólo la mejor versión de una pieza de Shakespeare en el cine, sino una producción compleja y una muestra de cómo el teatro puede dar lugar al cine y todavía dejar oír la música de las palabras shakesperianas.
Enrique V
es una de las obras maestras del cine inglés. Nada mal para un debutante.

En 1948 Olivier produce, dirige y actúa en
Hamlet
, basada en la obra maestra de Shakespeare —que no es una obra maestra. No la película pero su interpretación del príncipe danés, que es a veces brillante y a veces opaca, le gana un Oscar. Debieron darle unas tijeras por la forma en que podó (o trucidó según algunos) a Shakespeare para añadir innúmeros paseos de la cámara por un Elsinore que perdió los muebles por falta de pago. Sin embargo, a la manera de Orson Welles, la banda sonora es a veces más interesante que la imagen, con los monólogos realmente interiores (la voz en
off
como había inaugurado en el soliloquio mudo en
Enrique V
) y un corazón delator de latidos intensamente trágicos.
Hamlet
es, con todos sus defectos, una experiencia dramática.

Otra incursión en el vasto territorio teatral de Shakespeare,
Ricardo III
, es la última versión shakesperiana de Olivier: una película lenta, monótona y sucia de colores aunque brillante, como siempre, en actores. Olivier en su Ricardo pierde en belleza facial pero gana en maquillaje, que incluye una nariz casi ciranesca y una joroba pedida prestada a Quasimodo. Pero, dice Caín, «ella sola», la actuación, no la joroba, «vale el precio de la entrada… y ésta sería una obra maestra», la actuación, no la cinta, «del teatro puesto en pantalla». Caín, sin embargo, ante el barroco discurso de Olivier, declara preferir el parco
yep
de Gary Cooper.

La última película de Olivier como director-actor,
El príncipe y la corista
, es la caída de otro príncipe, más carnal que Hamlet, por culpa de la carne rosada de una dama en el ajedrez rosa del amor (ella es Marilyn Monroe con su batalla de rosas y risas) y Olivier es el príncipe ruritano pero no puritano. Olivier, como siempre que hace comedia, se vuelve un chiste alemán y es pesado y pasado de rosca.

Ahora Olivier dirige las energías que le quedan al teatro y lo hacen lord: el primer actor que consigue tal honor en toda la historia de Inglaterra. Sólo Shakespeare merecía otro tanto, pero ya se sabe que como actor Will no pasó nunca de hacer el rey Hamlet ya convertido en fantasma.

Después en el cine y del desastre con ruedas de
The Betsy
, Olivier no hace más que
cameos
que a veces son camafeos. Fueron momentos más o menos fugaces en películas que eran interesantes por la fulguración dramática de su aparición a veces con acento. Pero una excepción primera fue
Carrie
, hecha en Hollywood, en que prestó una presencia conmovedora y casi trágica. Es una de sus mejores actuaciones para el cine, desnuda y a la vez compleja, en un hombre común —un eficiente
maître d'hôtel
—al que el amor
fou
pero no feliz por Carrie lo lleva a la fuga, al fracaso y a la muerte.

Hubo también un catálogo de teatro en el cine, con su
Otelo
, teatro mal fotografiado o
The Entertainer
, teatro bien fotografiado, y una curiosa mezcla de Otelo y Gunga Din el Malo en
Khartoum
, en que hacía de Mahdi pero empleaba los trucos vocales de
Otelo
. Así cuando el Mahdi se refería a sus hermanos musulmanes, Olivier pronunciaba «
Beloved
», amados, como «Biloj» y la frase encantatoria era árabe del Sudán.

En
Sleuth
, verdadera pieza de convicción histriónica, con sólo Michael Caine como contendiente —y aquí tengo que hacer una interpolación. Caine, conocido como astuto negociante, al enterarse en una conversación entre tomas de que Olivier estaba mal de dinero, le dio un consejo que Olivier tomó al pie de la letra— con mucho éxito. «Larry», le confió Caine «acepta todos los papeles que te den en el cine. Pero mientras más cortos mejor». A esa revelación debe la viuda Lady Olivier no estar en la inopia porque ella cobra y nosotros, los que pagamos, tenemos la oportunidad de gozar a Olivier en joyas de acento y acierto, como en
Los chicos de Brasil
, en que su parodia del inglés que habla un judío alemán es más hilarante que el maquillaje nazi de Gregory Peck —que recuerda a Jorge Negrete en su decadencia. Olivier afinó los acentos, tanto como para revelar: «El que hace un acento hace un ciento».

Y efectivamente, así lo probó en
Marathon Man
en que no sólo hizo otra variante del acento alemán —en
Los chicos
era un judío de origen alemán, una suerte de cómico Dr. Wiesenthal, en
Marathon Man
es el Dr. Sel, un dentista nazi que se hizo millonario sacando muelas de oro de los judíos muertos en campos de concentración —sino que en vez del apasionado cazanazis era una fría, metódica y eficaz versión del dentista como torturador, en que fresas quiere decir dolor, no fruta. Olivier se permitió una lección de elocución en medio del terror con una sola frase, «
Is it safe?
» (¿Es seguro?), que repite siete veces, cada vez con diferente entonación, que van de la pregunta de aparente inocencia a la orden imperiosa, pasando por todas las variaciones posibles en una frase cotidiana, casi inocua. Olivier así ilustró dramáticamente la frase de Hannah Arendt, al referirse a Adolf Eichmann juzgado en Israel, que caracteriza a todo nazi. Arendt mencionaba como impresionante la última «banalidad del mal». Olivier encarnaba a un nazi, pero como actor era todo menos banal, era un maestro del mal.

Fue en
Sleuth
que Olivier llevó una multitud protagonista bajo su bisoñé y sobre la sotabarba. Su admirable actuación está hecha sólo con su dicción, unos pocos gestos y el más variado elenco de acentos jamás oído en el cine. En
Sleuth
, Lord Olivier calvo, viejo y achacoso rutilaba como múltiples estrellas contra un cielo de cartón pintado, en una escena tan variada como el idioma inglés —el similor hecho oro. Esta función, señoras y señores, no es una película ¡es una antología de voces! Para conseguirla hizo falta vivir muchas veces en la escena y casi morir en la vida. Olivier, pasen y vean, acababa de ser operado de cáncer de la próstata.

En
Lady Hamilton
hay una escena crucial que es como una metáfora. Vivien Leigh encuentra de nuevo a Olivier y éste no es ya la joven estrella de los mares que conociera un día: fugaz, audaz. Cuando el actor, antes de marino, ahora de almirante, de héroe de toda Inglaterra, se vuelve hacia la lámpara (y hacia nosotros los espectadores), después de años de campaña, y Vivien Leigh, su amante, ahora su esposa, ve con horror su cara macerada por el tiempo y por la guerra, su ojo tuerto, su brazo manco —ya no puede menos que enamorarse de nuevo de él: de Laurence Olivier, de Lord Nelson. He ahí la metáfora en un breve momento del cine. Así caemos nosotros los espectadores rendidos de admiración ante Lord Olivier, antes Sir Larry, Olivier a secas en varias personas interpuestas. Se levanta el telón para mostrar la pantalla: el más grande actor de teatro que haya tenido el siglo será sólo visible en el cine —ahora y para siempre. Pero.

Será un actor para la eternidad.

Muere Minnelli

¡Viva Minnelli!

¿Fue 1986 un año siniestro para el cine? No tanto. Los dos grandes caídos hace tiempo que no hacían cine. Vincente Minnelli dejó de dirigir cuando se estrenó
Nina (o Cuestión de tiempo)
, que era su homenaje a su hija Liza como
El pirata
había sido su homenaje a su esposa y madre. (De Minnelli, de Liza Minnelli.) Grant dijo adiós al cine en 1966 con su
No corras, camina
. Un doble cordón umbilical más tenue que la muerte une a estos dos
entertainers
excepcionales, aunque Minnelli nunca estuvo delante de una cámara y Cary Grant jamás detrás de ella. Con cierta ligereza se ha acusado a estos dos artistas superiores de ligeros. Habría que ver cómo las culpas determinaron su arte. Otro error doble: a Minnelli se le hacía italiano a veces, a Cary Grant siempre inglés. No hay sin embargo artistas más americanos. Cary Grant —pero hay que enterrar al primer muerto primero.

Debo esta ocasión ahora ala muerte de Vincente Minnelli y sin embargo debo la felicidad muchas veces al arte de Minnelli vivo. Vincente Minnelli fue un maestro de ceremonias de la alegría, del drama con un final feliz y de la comedia que sabe que su rival no es la tragedia sino el aburrimiento. Pascal dijo que todo malestar humano viene siempre de que un hombre (y supongo que una mujer) no puede sentarse mucho tiempo en un cuarto a solas. Seguramente el
ennui
pascaliano se aliviaría mucho si en una de las paredes se proyectara una película. Aun por televisión, sobre todo por televisión. Durante una buena parte del siglo ese pesar lo disipó una sola persona: el hombre orquesta del cine. La frase comedia musical, que un día fue novedosa, fue durante mucho tiempo otra manera de decir el nombre de Minnelli. Y sin embargo Minnelli hizo más dramas que comedias, musicales o no, en una carrera que empezó con
Cabaña en las nubes
, precisamente una comedia musical en que el diablo tienta en su tienda, un cabaret, y Mefistófeles es Mefistofelia, una cabaretera. El aniversario de Fausto es un día infausto.

Minnelli, medievalista, fue un hombre prodigioso (uno de los pocos directores naturales del cine) y un niño prodigio. Pero al revés de Orson Welles, fue un prodigio no del teatro sino, ay, del vodevil, oficio de tablas al que lo habían condenado sus padres de por vida si no hubieran ellos (y con ellos el joven Minnelli) fracasado con estrépito de pitos. Vincente (ni él mismo supo decir cómo adquirió esa otra ene) entró de nuevo al mundo del espectáculo de la manera menos espectacular: pintando letreros en los cines. No arriba en la marquesina sino abajo y afuera en los carteles que nadie ve, que nadie siquiera mira. Con sus inclinaciones artísticas (añadía siempre una tilde innecesaria a cada letra y un serife a cada nombre: ya era barroco) fue a caer bajo el imperio de Balaban y Katz, empresarios feudales del área de Nueva York.

En 1935 Minnelli pasó (¿por Balaban o por Katz?) a ser diseñador teatral y ya era capaz de hacer a las plumas rosadas más eróticas que la carne desnuda en
The Body Evil
y a crear los escenarios y el vestuario de más de un éxito de Broadway. Allí dirigió luego una memorable
Du Barry
con Grace Moore que, como dijo S. J. Perelman, no se vería nunca nada igual: jamás volvió a aparecer Grace Moore en otra
Du Barry
. Vincente había sido así lanzado y lo que es más, cayó con buen pie. De esa época data que Minnelli le cogiera el gusto a la comedia musical, al dirigir
Las Follies de Ziegfeld
,
El espectáculo comienza
y otros títulos tan banales pero más propicios a las plumas que un pollo. Los melodramas le estaban prohibidos entonces por poner la calle de gallina. Pollos y plumas, plumas y pollos eran la especialidad de la casa. Fue de este aviario glorioso que el productor Arthur Freed sacó a Minnelli para llevárselo a Hollywood. No hizo una película nada más llegar («Veni, vide Vincente», era su lema hasta entonces), sino que, como Orson Welles otra vez, tuvo dos años de práctica aprendiendo el manejo de toda la parafernalia técnica del cine, desde las cámaras con trípodes hasta, sí, el uso de las grúas, siempre llamadas por Minnelli grullas. Lo que diferencia a las grúas de las grullas son por supuesto las plumas.

La primera película hecha por Minnelli,
Cabaña en las nubes
, era una comedia musical pero religiosa. Hecha toda con actores negros, tuvo la suerte Minnelli de encontrar entre ellos a Ethel Waters, a Lena Horne y a John Bubblett, maestros de música. (La película es todavía un éxito en la televisión, ¿dónde, si no?) Después dirigió una comedia dramática, a colores y con música,
La rueda de la fortuna
, que Gene Kelly, luego discípulo y maestro de Minnelli, confiesa que fue para él la primera comedia musical moderna, aunque había en ella menos música que lágrimas. De ahí en adelante todo debiera haber sido bailar y cantar. Pero no fue así. Minnelli se vio obligado a hacer varias películas dramáticas, como
Debajo del reloj
(con una Judy Garland amorosa y morosa: ya ella era novia del joven Vincente),
Madame Bovary
y hasta melodramas como
Corrientes ocultas
, cuya única música era una sinfonía de Brahms. Pero las hizo con tanta excelencia que la mayor parte de sus películas, contrariamente a lo que se cree, no han sido musicales pero han sido felices. Aún su película más dramática,
Sed de vivir
(en que Van Gogh sufre en azufre, pega fuego a una mano, amenaza a Gauguin con un cuchillo, cambia de opinión, se corta una oreja y finalmente se suicida, todo hecho con los dientes más melodramáticos de Hollywood: los de Kirk Douglas) no es una tragedia porque Minnelli muestra que lo mejor de Van Gogh no era su oreja sino su ojo y ahí quedan en la pantalla los cuadros que inauguran toda la pintura moderna. No puede haber, aún para Van Gogh, un final más feliz.

Como conocí a Vincente Minnelli puedo decir que se parecía mucho a sus películas. Era visiblemente urbano: espigado, con pelo todavía y todavía negro a sus sesenta años cumplidos y una expresión entre divertida y distraída en su cara: la participación y al mismo tiempo la lejanía, como Kirk Douglas en Roma en
Dos semanas en otra dudad
, dividido entre orgía y Borgia. La sonrisa de Minnelli no sería tan enigmática como la de Mona Lisa pero era singular para el ambiente. Era un
party
en un club de Beverly Hills, con el espectáculo mundano de los
habitués
representando diversos roles en la vida —que no estaban tan lejos del cine. Pensé enseguida que Minnelli, que había organizado los mejores
parties
en la pantalla, estaba ahora en un
party
de este lado de la cámara. Me pregunté si Minnelli habría reflexionado cómo la vida americana, si no se había vuelto una comedia musical, se disponía siempre como un
party
. La música sin embargo era una sola (todas las variaciones del
rock
-and-roll) y no podía ser de su agrado.

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