El forense enderezó la espalda y sacudió la cabeza en sentido negativo.
—Ha alumbrado a un hijo, pero el reblandecimiento que se aprecia aquí —dijo señalando con su mano enfundada en un guante— ha empezado a remitir. No creo que le quedaran secuelas dignas de destacar. Podría aventurar que el hijo tenía entre medio año y un año al fallecer la madre. Si es que este sobrevivió. No sabemos lo que pasó. Tal vez decidiera llevarse consigo a su criatura en un suicidio ampliado. Ese tipo de cosas ocurren.
—¿De qué cree que falleció?
—No lo creo. Lo sé —dijo el médico, apartando con sus manos, a ambos lados de una de las sienes, el largo pelo de la mujer—. Aquí tenemos el golpe letal. Agresión con un objeto contundente. Como si alguien le hubiera golpeado en la cabeza con una piedra del tamaño de la palma de la mano, por el lado más afilado.
—¿Un canto rodado de los que hay por toda la costa de acantilados, de esos que tiras y rebotan sobre la superficie del mar?
—Exactamente. Podría muy bien tratarse de uno de ellos. La herida tiene un ancho de aproximadamente un centímetro, y unos ocho de largo. El golpe penetró casi dos centímetros, lo que indefectiblemente debió dejarla inconsciente y originado una hemorragia. ¿Contamos con ficha dental? ¿Se la ha podido identificar? —preguntó el facultativo.
—Maria Wern nos lo comunicará tan pronto como se sepa.
La jornada de trabajo había tocado a su fin. Erika pasó por el aparcamiento para recoger el bolso de su coche. Durante todo el día se había sentido en tensión. Había llegado la hora. Una acusada sensación de vértigo en el estómago en todos sus momentos libres cuando pensaba en la noche que se avecinaba, en la que podrían estrechar sus lazos o acabar en una verdadera catástrofe. Anders la había invitado a su casa por primera vez. Se suponía que iba a pasar la noche allí. Julia estaría en casa. «Debo mostrarle que vamos en serio», le había dicho él. Le buscó ávidamente con la mirada mientras bajaba hacia Ostercentrum, nerviosa e insegura como una adolescente. Anders también le había dado cierta impresión de nerviosismo las últimas veces que había hablado con él. Sus movimientos delataban una novedosa agitación e inquietud, pero también un ausente silencio cuando parecía abstraerse en sus propias meditaciones y no escuchaba una palabra de lo que ella le decía. Algo muy importante ocupaba sus pensamientos. Al preguntarle al respecto, había zanjado el tema con una broma. Quizá tuviera miedo de los cambios, igual que ella misma.
Cuando vislumbró su figura alta y delgada al otro lado del aparcamiento, Erika sintió un remolino de gozo en su pecho y comenzó a avanzar a trompicones sin reparar por dónde pisaba. Sus pasos se volvieron torpes. No quería que la viera caminar, era casi como una fobia. Ella era consciente de ello, pero no podía hacer nada por evitar esa sensación.
Anders tendió sus brazos para estrecharla contra su regazo y la besó largamente en la boca. Las personas a su alrededor no pudieron evitar sonreír ante la felicidad de la pareja.
—¡Así que te has atrevido! —le dijo Anders entre risas.
—Claro que me atrevo a conocer a tu hija. ¿Te atreves tú? —preguntó ella mirándole con total seriedad.
—Sí —contestó él en tono desenfadado. A Erika no le pareció que estuviera completamente convencido.
—¿Qué te dijo Julia cuando le contaste que iba a quedarme en casa?
—Me dijo «¿Ah, sí?». La cosa en realidad no fue para tanto. —El forzado júbilo de Anders sonaba a falso. Habría resultado más sencillo, mucho más sencillo, si hubiera compartido con ella su inquietud—. Vamos a ver lo que pasa ahora. Julia solo me tiene a mí. Es natural que sienta amenazado su territorio.
Por fin, Erika conocería el hogar de Anders. Su casa unifamiliar, de color blanco, estaba rodeada de verde. Generosos manojos de viborera y amapola bordeaban la vía de acceso al inmueble y un arbusto de jazmín difundía un maravilloso aroma a fresa silvestre junto al guardacantos de la casa. Había luz en la ventana de la cocina. Una cortina de cuadros verdes enmarcaba las macetas de barro con especias. Al llegar al amplio y luminoso vestíbulo pudo apreciar con claridad un olor a café. Sobre la mesa de la cocina ya había dispuesto un plato con bolas de chocolate recubiertas de virutas de coco. Todo el fregadero estaba embadurnado, la mesa presentaba manchas y en el suelo podía apreciarse un gran montículo de coco delante de la despensa. Anders fue directo hacia Julia y la cogió en sus brazos.
—¡Qué bonito te ha quedado! —dijo girándola toda una vuelta y soltándola a continuación—. ¿Por qué has puesto cuatro tazas?
—Porque tenemos visita. Me ha dicho que era amigo tuyo de la mili, así que le he dejado entrar. Está en el salón.
—¿Cómo? —repuso Anders incrédulo. Erika pudo seguir todos sus gestos mientras rebuscaba en su memoria—. ¿Quién? —susurró a Julia.
—Se llama Guran. ¿Te puedes llamar Guran? —musitó la niña también—. Llamó por teléfono diciendo que teníais una cita y le he invitado a tomar café. A veces tienes que ser educada —afirmó Julia con aire triunfal. Que no se pensaran que iban a planificar la noche a su gusto y decidir sobre ella.
Erika acompañó a Anders a la sala de estar y la examinó con curiosidad. El mobiliario era exquisito. Las amplias superficies diáfanas resaltaban el suelo recién lijado. Una bella araña de hierro forjado colgaba sobre el mueble del comedor de roble claro. Ese mismo tipo de madera se hallaba en las estanterías, que no estaban llenas de libros, sino de películas en DVD, suficientes como para competir con los archivos de la televisión estatal. En el sofá de cuero azul medianoche había sentado un hombre fornido y de piel morena con abundante pelo rizado y barba poblada. No sin cierta resistencia apartó su mirada del televisor, donde en esos momentos el Barcelona ganaba por 3 goles a 2 al Sevilla, y les dirigió una sonrisa con su grande y uniforme dentadura.
—¡Paul Gustavsson! ¡Cuánto tiempo! —exclamó Anders una vez hubo salido de su asombro. Erika observó cómo cambiaba completamente de registro al hablar y aceptaba una generosa porción de
snus
suelto de la cajita que le tendió el otro. Lo insertó bajo el labio superior, haciendo que este se levantara.
—Pensé que lo habías dejado del todo —se le escapó a Erika.
—¡Qué va! Al
snus
no se puede renunciar… —contestó Anders riendo en dirección a Guran—. ¿Qué tal te va?
—Tengo una empresa ambulante. Vendo piezas de repuesto para motos por internet y me desplazo para suministrarlas, sin dirección fija —dijo con una sonrisa mientras contemplaba a Erika—. El fisco me pisa los talones —añadió, sorbiéndose acto seguido los mocos y pasándose su enorme puño por la barba—. Venía a preguntarte si te interesaría invertir, hacernos socios o algo por el estilo…
Erika creyó recordar entonces que había visto a ese hombre en un contexto diferente, menos favorecedor. ¿Conducción en estado de embriaguez? ¿Fraude? ¿Escándalo público tal vez…? Pero no estaba segura. Anders instó a Julia a ir a la cocina y apeló a Erika:
—¿Podríais ir a ver si el café y lo demás está listo?
Era evidente que no se encontraba del todo a gusto. Julia se le adelantó y parecía en general contenta con el arreglo. Erika limpió con la bayeta lo peor de la mesa y se preguntó si era normal que un niño de once años ensuciara tanto, o si se trataba de una provocación.
—¡Qué bien que hayas hecho los dulces! ¿Es tuya la receta? —dijo a modo de tentativa.
—No. Es de mamá. Mamá cocinaba requetebién y además era preciosa —señaló Julia estudiando la reacción de Erika tras sus palabras.
—Sí, lo era —repuso Erika—. Y tú también seguro que lo serás, viendo lo guapa que ya eres.
—Así que hicisteis el servicio militar juntos… —comentó Erika cuando Anders y Guran se hubieron sentado a la mesa de la cocina. El compañero de mili se bebía el café con sonoros sorbos, poniéndose perdida toda la boca con las bolas de chocolate y perorando ininterrumpidamente. No dejaba decir ni mu a nadie. Julia parpadeaba con los ojos muy abiertos mirando a Anders, pero este se encontraba totalmente absorto. Entonces recurrió a Erika y por primera vez surgió una pizca de entendimiento entre ellas.
—Sí, hicimos la mili juntos. Aunque no durante mucho tiempo. A tipos como Anders no se les puede tener en las fuerzas armadas. Son un peligro público…
—¿Un peligro público? —preguntó Julia con avidez.
Erika también sintió curiosidad.
—Bueno, no es nada que valga la pena recordar. Hace un siglo de eso… —dijo Anders alzando el termo del café para rellenar la taza de Guran.
—¿No tendrás algo para un carajillo por ahí?
—¿Un carajillo? —dijo Anders sin asomo de sorpresa. Probablemente Guran ya había examinado el mueble bar.
—Sí, por favor. Primero se pone un terrón de azúcar en la taza —demostró Guran a Julia—, luego se echa café hasta dejar de verlo y, por último, aguardiente, hasta que aparezca de nuevo. Esa es la forma de hacerlo.
—¿Por qué era papá un peligro público? —insistió Julia.
—Con un hombre como tu padre en el ejército, las fuerzas armadas de Suecia no necesitan imaginar que el enemigo está preparándoles una emboscada. ¡Joder! ¡Vaya susto me dio!
Los ojos de Julia se abrieron como platos y Anders conminó a Guran a que atenuara su narración para no espantar a su hija.
—Estábamos en Norrland y montamos el campamento en pleno invierno, con un frío tremendo, junto a unas aguas cenagosas. No me acuerdo ni cómo se llamaba el sitio. Estaba tan helado dentro de la condenada tienda de campaña que había que hacer fuego por narices. El pelo se te quemaba y los pies se congelaban, o bien al revés, si ponías el saco de dormir del lado contrario respecto a la estufa. Me quedé guardando el fuego y probablemente me dormí, porque, ¡hostias!, acababas totalmente hecho polvo de llevar el petate. A veces íbamos a remolque detrás de un tractor, sobre esquíes o en bicicleta. Ahí te jugabas verdaderamente el tipo. Había más lesionados que en una liga de fútbol de aficionados. Las putas botas te hacían rozaduras por todas partes y terminabas tan cansado que te dormías hasta de pie.
—Entonces te quedaste de guardián de la hoguera —intervino Erika para ayudarle a regresar al meollo del asunto tras esa última digresión.
Guran miró de reojo la botella de aguardiente. Se precisaba otro carajillo, igual que uno debe introducir una moneda en una máquina de discos para poder escuchar la continuación.
—Me quedé dormido en mi puesto. Al despertar hacía un frío de mil demonios, pero el fuego resplandecía en la estufa y, delante de ella, vi una figura oscura con un AK4 en una mano y la otra llena de munición. Se dirigía como un zombi hacia la estufa con la intención de meter todo eso en el fuego, lo cual nos hubiera valido a todos como billete de ida a la eternidad de no ser por mí, que me arrojé a los pies y derribé a la persona en cuestión, es decir, a tu padre, que caminaba dormido. Después de eso lo mandaron a casa… ¡Vaya suerte tuvo el cabrón!
—No quiero subir y acostarme sola —dijo Julia con una voz diminuta y angustiada mirando a Anders, que evaluaba concentradamente sus cartas tras las coloridas columnas de fichas.
—Aumento mi apuesta —anunció Guran.
—¡¡Papá!! —exclamó Julia con exigencia.
—Una niña tan mayor como tú no necesita a ningún papaíto —replicó Guran entre risas.
Anders, que ya se había medio levantado, volvió a sentarse. Guran había venido nada menos que de Norrland para hacerle una visita. Si hubiera avisado antes, habría podido encontrar a una canguro.
—Yo te acompaño —terció Erika, que un instante antes había apostado todo a un farol y había perdido ante Anders. Este era tan mal ganador como perdedor. De hecho, Erika no pudo evitar sentirse algo ofendida por sus maneras triunfales al sentenciar que todos eran unos fracasados e imbéciles, excepto el ganador. Julia, que había formado equipo con su padre, se cansó tras solo un momento y luego encendió, primero la televisión, y más tarde el equipo de música y el ordenador, subiendo poco a poco el volumen hasta el límite de lo soportable. Anders, ya curtido en estas lides, apenas se dio cuenta, Guran no lo advirtió, o fingió no advertirlo, pero a Erika le produjo un dolor de cabeza monumental. No era precisamente lo que se había esperado de la velada.
Julia inspeccionó a Erika de arriba abajo, sopesando la utilidad de su compañía respecto a sus ganas de rechazarla y mantener las distancias.
—Bueno, vale —contestó la niña y fue a dar a su padre un beso de buenas noches en la mejilla, tras lo que subió con Erika por las escaleras.
Erika echó una mirada a su alrededor. Todavía tenían puesto el corralito que usaba Julia de pequeña, aunque ahora alzado con ayuda de una cuerda. Julia acompañó a Erika en su repaso.
—Lo que Guran dice es verdad. Papá anda en sueños a veces. De hecho, suele bajar la verja cuando se acuesta —comentó Julia entre risas ahogadas y cogió luego inesperadamente a Erika del brazo—. Te voy a enseñar mi cuarto.
—Vale. Me encantaría verlo… —señaló Erika, a la que algo en ese roce hizo que se le humedecieran los ojos. Simplemente, se vio abrumada por la emoción. Por la pérdida. Así le habría tomado su propia hija del brazo si la vida las hubiera tratado bien. El agradecimiento que sentía por esa súbita intimidad de Julia la sensibilizó y enterneció. Tal vez la ausencia de contacto con sus hijos le había hecho especialmente complicada la animadversión inicial de Julia, ofreciéndole una confirmación de lo que ya sabía: su incapacidad con los niños.
—¡Tachán! —exclamó Julia abriendo la puerta con un gesto teatral.
—Te gustan los caballos, ¿verdad?
Julia dibujó una sonrisa de lado a lado y asintió con la cabeza. Toda la habitación estaba dedicada a ellos: tres grandes carteles con caballos pura sangre, un potro en un prado y un mulo con el hocico pegado a la cara de una niña. El cubrecama estaba adornado con dos caballos paciendo amorosamente uno al lado del otro. El ribete del empapelado se componía de una larga retahíla de ponis, en las estanterías se veían archivadores con ejemplares de distintos años de la revista
Mi Caballo
y sobre el escritorio advirtió un casco de montar. A ello había que añadir varias ilustraciones de caballos salvajes al carboncillo, de muy bella factura.
—¿Quién ha hecho los dibujos?
—Mi amigo Ronny. Es el asistente de los alumnos. Es superdivertido y se le da todo muy bien.