Maria dudó un breve instante y sopesó bien sus palabras para evitar sobresaltarla más de lo necesario.
—No deje a su hijo solo hasta que haya verificado este punto.
Tan pronto se hubo cerrado la puerta de la calle a sus espaldas, Maria trató una vez más de comunicarse por teléfono con Hartman, esta vez con éxito. El alborozo festivo de su voz se apagó cuando la agente le expuso sus temores.
—Voy de inmediato. Si alguien ha interrogado al muchacho sin un psicólogo, ha contravenido mis órdenes expresas —dijo Hartman.
Maria reprodujo la descripción que Oliver hizo del policía.
—¿De quién puede tratarse? No se identificó.
—Sinceramente, Maria, no lo sé. Y me asusta.
No podía desprenderse de su temor, ni tampoco de la sensación de desvalimiento. La imposibilidad de acceder plenamente a la investigación en torno a la agresión mortal la llenaba de frustración. Maria se debatía entre dos extremos: ¿había amedrentado innecesariamente a la ya de por sí agobiada madre de Oliver al decirle que no debía dejar a solas al pequeño? ¿O tenía que haberse llevado al menor a la comisaría para protegerle de alguien que quería hacerle daño? Un pensamiento se apareció súbitamente en su mente: si el mal habitaba ya dentro de ese uniforme, entonces el niño tampoco estaría seguro en ese lugar.
No, tenía que evitar razonar en esos términos. No se ajustaba a la realidad. Probablemente había trabajado demasiado y veía malicia por todas partes. El caso le correspondía a Arvidsson. No había conseguido dar con él y ahora la pelota estaba en el tejado de Hartman. Más no podía hacer.
Linus había visto a un hombre con un hábito oscuro, igual que Jill Andersson y Louise Mutas. Cada uno de ellos lo había descrito desde su perspectiva, ya fuera como un sonámbulo, una persona disfrazada de monje, un borracho o un jinete negro sin rostro. O bien el autor de los hechos actuaba con mucha torpeza por haber sido observado en acción o bien era su intención que lo vieran. Una tercera alternativa pasaba por que no fuera consciente de sus acciones, si realmente se trataba de algo tan inusual como un sonámbulo. Maria se acordó en ese momento de Jonatan Eriksson, el médico especialista en infecciones al que había prometido que llamaría para tomar un café si tenía ganas de charlar en algún momento. Quizá pudiera recomendarle algún experto en afecciones del sueño. Llamó entonces al hospital pero Jonatan libraba. Dio con él en su casa.
Media hora más tarde se vieron en Skafferiet, un encantador café-terraza en Adelsgatan, donde podías elegir entre pasteles, ensaladas y otros pequeños manjares en un entorno sumamente agradable. La última visita de Maria databa de la pasada Navidad. Por entonces, una acogedora brasa crepitaba en el salón. Ahora el tiempo acompañaba y la puerta de la terraza se encontraba abierta de par en par. Al ir a recibirla él con los brazos abiertos, Maria no pudo evitar reírse. La gente les miraba y pensaba con toda probabilidad que eran pareja. La inspectora le dio un rápido abrazo.
—Me alegro de verte.
—¡Finalmente! —respondió algo hosco bajo su flequillo, pero esbozando a continuación una sonrisa—. Confiaba en que me llamaras.
Pidieron sendas ensaladas de gambas, de un aspecto magnífico, acompañadas de pan casero, y fueron a sentarse dentro, junto a la ventana, con vistas hacia Adelsgatan. Tras un día de sol en la playa, eran muchos los turistas que se dirigían a Visby al atardecer con la idea de degustar una buena cena. Habían tenido suerte de encontrar un lugar libre, comprendió Maria al observar la cola que se había formado tras ellos a la hora de pagar en la caja.
Jonatan la observó con la mirada alborozada y le sonrió, pero sin decir nada. Entre ellos había grandes dosis de entendimiento tácito. Maria optó por abordar en primer lugar el asunto formal.
—¿Qué sabes sobre el sonambulismo?
La pregunta le pilló desprevenido. Maria parecía tan circunspecta que Jonatan no pudo reprimir una carcajada.
—¿Cómo has dicho?
—Hablo en serio. ¿Es posible ser sonámbulo y matar a otra persona? ¿Existen inhibiciones subconscientes que impidan que hagas cosas que no quieres o debes, como con la hipnosis?
—¿Estamos hablando de trabajo? —preguntó Jonatan.
—Sí, pero no puedo contarte más que eso.
—Hay un precedente judicial de un sonámbulo. Un hombre que en sueños se dirigió en coche a casa de sus suegros y los acuchilló. Ambos fallecieron a resultas de las lesiones. Él, por su parte, se despertó en su propia cama. Pero como se sospechaba de él y se sabía que era sonámbulo se le sometió a un exhaustivo estudio del sueño para determinar si podía considerársele o no responsable de ese acto.
—Es decir, que no se puede fingir.
—No. Si realmente caminas dormido se aprecia cuando te realizan un electroencefalograma. Ello no tiene lugar en la fase del descanso en la que sueñas, como muchos piensan, sino en el sueño profundo, justo en la transición desde aquel. Cuanto más prolongada sea dicha transición, mayor será el riesgo de desarrollar sonambulismo. El aparato motriz no queda inhabilitado como en la fase de los sueños. De lo contrario, representaríamos todos nuestros sueños, con las consiguientes consecuencias catastróficas, ¿verdad? Los sonámbulos se mueven a la manera de un robot. No tienen la motricidad plenamente operativa, pero sí activada. Pueden incluso hablar, si bien su voz suena como mecánica. Posteriormente no se acuerdan de nada.
—De pequeña, cuando tenía fiebre, caminaba dormida —recordó Maria—. Una vez me desperté dentro del invernadero y me había hecho pis encima.
—Es común que los niños tengan episodios de sonambulismo, que suelen desaparecer con el crecimiento. Entre los adultos, el sonambulismo puede verse provocado por el alcohol, la falta de sueño o el estrés. En ocasiones resulta tremendamente frustrante y perturbador para el afectado. Hay que retirar todos los objetos con los que pueda hacerse daño y es aconsejable que duerma en el piso inferior, con ventanas y puertas cerradas.
—Debe de ser muy angustioso no tener pleno control de lo que haces.
—Hay casos de gente que se ha desnudado completamente y actuado del modo más extraño. Si no eres capaz de controlar lo que haces, tampoco se te puede pedir cuentas de ello. ¿Qué opinas tú como policía? Se trata de una enfermedad…
—Se ha lanzado un nuevo fármaco contra el tabaquismo. Fumarret. ¿Te suena? Leí un artículo que mencionaba que en ciertos casos puede derivar en estados de confusión y originar sonambulismo.
—Entonces sabes más que yo. Soy especialista en infecciones, pero si quieres más información puedo contactar con un colega. En nuestro hospital trabaja Sam Wettergren, uno de los más destacados investigadores sobre el sueño de nuestro país.
—¿¡Sam Wettergren!?
—O sea, que lo conoces. Se desempeña tanto en el ámbito del tabaquismo como de los problemas del sueño, aunque en realidad es especialista en neumología. Recientemente presentó un estudio sobre los esteroides vegetales. Aún no me ha dado tiempo a leerlo en profundidad, pero sé que suscitó un enorme interés en el último congreso de medicina celebrado en Gotemburgo el pasado otoño. Creo que le publicaron un artículo en
The Lancet
.
—Suena muy prestigioso.
Maria apenas alcanzó a ocultar su excitación ante Jonatan, que leyó a Maria como si de un libro abierto se tratara. La llama de la vela colocada entre los dos flameó por la corriente de la puerta tras la entrada en el establecimiento de unos nuevos clientes.
—Lo conoces, ¿no es cierto? Y le has interrogado sobre Linn, la mujer asesinada. Trabajaba con él…
Jonatan comprendió súbitamente adonde conducían esas preguntas.
—¿La conocías tú?
—Me vi con ella varias veces cuando hacía guardia en el hospital. Somos muchos los que la echamos de menos —dijo Jonatan, hundiéndose luego un breve instante en sus propias meditaciones—. No sospecharéis de él, ¿verdad?
—No puedo decirte nada. Seguro que lo comprendes dedicándote a lo que te dedicas. Tú tampoco pondrías en riesgo el secreto profesional.
—¿Podemos vernos de nuevo? —preguntó Jonatan al hacer Maria amago de levantarse.
Ella dudó. Lo deseaba realmente pero prefería no prometer nada.
—Eres uno de mis amigos más queridos, Jonatan. Por supuesto que tenemos que vernos.
Sentado en la proa del vetusto bote, Per Arvidsson clavó su mirada en la verde agua rutilante. El ronroneo del fueraborda devoraba el ruido de la corriente del mar sobre su estrave y los chillidos de las gaviotas. Vio frente a él, en medio de la neblina, los empinados acantilados de la isla de Lilla Karlsö y adivinó, un poco más allá, semiescondido, el contorno algo más llano de la de Stora Karlsö. Jesper Ek apagó el motor y echó mano a los remos.
—¡Qué día tan estupendo! ¿Ves qué bonito es? —dijo Ek, sin poder evitarlo, aunque Arvidsson presentaba un aspecto tan mustio como el de las resecas lombrices que guardaba como cebo en el viejo frasco de café.
Arvidsson entornó los ojos en dirección al horizonte y pretendió no escucharle. Ambos sacaron sus cañas y lanzaron el sedal. Tal vez pudieran pillar alguna perca de pequeño tamaño. En su primer verano en Gocia, Arvidsson acompañó a Hartman a pescar bacalao con anzuelo. En poco más de una hora tenían el cubo de zinc rebosante y el barco se había hundido tanto que no se atrevieron a llevar más capturas. Ahora el bacalao había desaparecido, y antes de eso el salmón. Para colmo, en los últimos veranos las floraciones de algas habían sido muy intensas.
—Es como si el Báltico vomitara —musitó en tono sombrío—. Para coger algo tienes que plantar redes. Entonces puedes pescar un par de platijas. Tal vez. Ek rió desenfadadamente.
—Eres totalmente increíble. ¡Venga ya, hombre! No eres la única persona del mundo que ha echado a perder el amor de su vida. «
Been there, done that, bought the T-shirt»
. A mí me ocurre todo el tiempo. Piensas que te vas a morir, que la vida nunca más merecerá ser vivida, pero entonces alguien te invita a una cerveza bien fría y te planteas si no valdrá la pena seguir un ratito más.
Arvidsson sacudió la cabeza. La bobada que Ek acababa de soltar era tan estúpida como cierta. Sus devaneos con las mujeres eran fuegos fatuos, superficiales y pasajeros, que no podían compararse en manera alguna con el amor que profesaba a Maria.
—Me enteré por Hartman que estuviste anteayer en Märsta. ¿Sacaste algo en limpio?
—Sí. Voy a volver el lunes. Cuando traté de acceder al expediente que buscamos, ese del hombre al que mataron con la hoja de un cortacésped, no estaba. No podía creer a mi colega, así que me presenté para ayudarle en su localización. No tienen explicación alguna sobre dónde puede haber ido a parar. El archivo está vacío en el lugar donde debería encontrarse y tampoco se puede comprobar si alguien lo ha sacado para consultarlo.
—¡Vaya chapuza! —dijo Ek, escupiendo luego sobre la lombriz y arrojando de nuevo su sedal.
—Puede tratarse también de un robo. Con ayuda de nuestro colega, en la época el responsable de la investigación, fuimos capaces de esbozar a grandes rasgos el curso de los acontecimientos. Si se trata del mismo que lideró la agresión mortal podríamos tener más pistas sobre la persona que buscamos —dijo Arvidsson, y su flotador desapareció bajo la superficie del agua.
—Ha picado —dijo Ek, ayudándole a recoger el hilo.
—Solo eran algas —explicó Arvidsson decepcionado mientras quitaba del gancho esa plasta verde.
—¿Has logrado algo? Tienes que haberlo hecho puesto que vas a regresar…
—Hay una mujer con la que quiero hablar. Malin Karlsson, una ex heroinómana, de las pocas afortunadas que han conseguido salir de esa mierda y ha encontrado un trabajo, en este caso en la caja de unos almacenes de material de construcción. Está en Grecia, pero vuelve el lunes. He hablado con todas las demás personas que figuran en la investigación. Es una posibilidad muy remota, pero con un poco de suerte…
—¿Qué tipo de relación tenía con el fallecido?
—Según una amiga, lo acusaba de violaciones reiteradas, pero nunca pudo probarse. Jamás lo denunció. Quizá tuviera miedo de que no la creyeran. Más tarde lo masacraron con la hoja de un cortacésped y tiraron sus restos a una cuneta. Pero Malin contaba con una coartada: estaba en un centro de desintoxicación cuando se produjo el asesinato.
—¡Joder! Alguien tuvo que ponerse hecho una furia —dijo Ek colocándose las gafas de sol. La luz que se reflejaba sobre la calma superficie del agua deslumhraba.
—Exactamente. Un verdadero caso de violencia desproporcionada. No le dejó entero ni un solo hueso. La cabeza apareció separada del cuerpo y el sujeto estaba completamente irreconocible. Tuvieron que recurrir a los registros dentales para identificarle.
—Pero me has dicho que Malin Karlsson tenía una coartada… —reincidió Ek.
—Había tomado una sobredosis, pero sobrevivió milagrosamente. A lo largo de dos días se debatió entre la vida y la muerte en la UCI y luego se trasladó a Bredgården.
—¿Y la amiga que relató los hechos a la policía?
—También la retuvieron en esa ocasión —aclaró Arvidsson. Luego lanzó otra vez el sedal, sujetó la caña entre las rodillas y se estiró para coger la bolsa con la comida—. Dijiste una cerveza, ¿verdad? No sirve para mucho, solo para diluir ligeramente las penas.
—Y si eso no nos conduce a ninguna parte, ¿qué hacemos entonces? Comienza a apremiar —dijo Ek cogiendo el bocadillo y la cerveza que le había tendido Arvidsson.
—Me lo vas a decir tú a mí… Me paso noche y día con este maldito asunto. Disponemos del ADN del asesino, gracias a Maria, que mostró la suficiente presencia de ánimo como para arañarle en la piel desnuda. Si lo encontramos va a dar con sus huesos en el trullo. Pero la única pista que tenemos en estos momentos es la que me proporcionó tu hijo en la cárcel de Svartsjö. No hay testigos. ¿No te parece raro? Dos personas son asaltadas por una panda en plena calle y nadie ha visto nada de interés. Los vecinos oyeron voces y vieron alejarse del lugar a tres hombres, pero ninguno de ellos es capaz de describirlos. ¿Qué cono hace la gente en su tiempo libre? ¿Empinar el codo y ver la tele?
—Maria describió a un hombre con un abrigo largo y gorra que pasaba por ahí mientras se producía el ataque.
Arvidsson lo recordaba, pero el testigo no había dado señales de vida.