Atrapado en un sueño (28 page)

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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Atrapado en un sueño
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Probablemente debiera haberse conformado con sus disculpas y su deseo explícito de continuar con ella. Tal vez hubiera sido mejor así.

—Ayer me sentí abandonada —expuso Erika, impidiendo con esas palabras dar carpetazo al asunto. Había abierto una vía a sus acusaciones. Se echó para atrás haciendo que el brazo de él dejara de contactar con su cuerpo.

—Lo siento, no me di cuenta —dijo Anders, quien hizo una pausa y reflexionó—. No querrás decir que tenías celos de esas chicas. No tienes por qué. Son amigas de la infancia, casi como hermanas. He tenido muchas ocasiones para estar con alguna de ellas, si lo hubiera querido, pero no habría funcionado —añadió, y rió como si súbitamente recordara algo—. Jonna y yo realizamos algún intento en el instituto, pero nunca resultó especialmente apasionante.

—Tu amigo me dijo que eras un
casanova
cuando estudiabais en Lund —reiteró Erika. No le parecía mal que Anders también tuviera que defenderse, evitando así profundizar en sus propios fallos.

—Por aquel entonces era muy joven. No pensaba en las consecuencias. Uno daba por hecho que las muchachas tomaban precauciones —dijo Anders. Luego se estiró para coger el termo del café y preguntó con un gesto a Erika si quería más. Erika asintió con la cabeza.

—¿Dejaste a alguna embarazada? —indagó ella, para arrepentirse de inmediato. No estaba segura de querer saber la respuesta. Anders reaccionó ante esa pregunta tan directa.

—Sí, y por supuesto pensé que debía abortar. No quería a un mocoso. No en ese momento. Estaba en mitad de la carrera —señaló tocándose la cabeza y agudizando luego su mirada—. Ni siquiera estaba enamorado de ella. Simplemente pasó. Me entró pánico y no quise volver a verla. Intenté convencerla para que interrumpiera su embarazo, pero se negó. Sé que me porté como un mierda. Desde entonces solo hemos estado en contacto una vez.

Erika quiso hacerle más preguntas, pero Anders se levantó dándole la espalda y se dirigió hasta la barandilla de la terraza con la taza de café en la mano. Era evidente que no quería hablar más del asunto y ella decidió dejarlo por el momento.

Metieron en la mochila de Anders una bolsa con comida, un pequeño hornillo y una manta y pusieron rumbo a la playa. El sol se encontraba en lo alto del horizonte, centelleando en el agua que agitaba la suave brisa marina. Erika sacó las gafas de sol cuando la luz del día empezó a molestarle en los ojos. Sintió cómo Anders le envolvía la cintura con su brazo y, en realidad, todo debería haber sido perfecto.

Se detuvieron un momento en la cafetería junto a la playa para comprarse un helado. Había varios tipos nuevos entre los que elegir y a Erika le costó trabajo decidirse. Cuando lo hubo hecho, reparó en que no se había llevado el monedero. Estaba dentro del bolso. Apenas ese pensamiento se había manifestado en su mente cuando Anders se dispuso a pagar, abrió su cartera y Erika vio la foto. La imagen de la mujer que solía guardar junto a su corazón, en el bolsillo de la chaqueta. Anders se dio cuenta de lo que Erika acababa de ver. No podía pasarlo por alto. Requería una explicación.

—Julia quería una madre, como cualquier persona. Me pidió que sacara la foto cuando le leí el cuento antes de dormirse, para que su mamá nos acompañara. Y luego la foto se ha quedado en la billetera.

—Isabell era una mujer muy guapa.

Él asintió con un «sí» apenas audible y la cogió de la mano.

—Sois bastante parecidas en algunos aspectos. —Continuaron andando por la orilla en dirección norte—. Como has podido comprender, no he tenido mucha suerte con las mujeres. Si piensas que soy un poco rígido y cauteloso, ello tiene una explicación más que concreta. Tal vez haya llegado el momento de sustituir la foto de Isabell. ¿Tienes alguna tuya que esté bien y me puedas dar?

—¿Debo interpretar eso como un ascenso?

Las casetas de pesca de Vitvär eran bajas y de color gris, con huecos de ventana más bien pequeños. En el patio de redes no colgaba ninguna red en esos momentos. A lo lejos se apreciaban restos de antiguos hornos de cal empleados en el siglo xvii. Erika oteó el mar verdiazul y sintió un escalofrío al evocar lo que había sucedido la pasada noche. Anders la ciñó en sus brazos, pensando sin duda que tenía frío.

—La Casa de los Donner comerció aquí hasta que un mercader llamado Claudelin se hizo con las operaciones a finales del siglo XIX. Aún se conserva su hacienda, con el edificio del almacén, en lo alto del pueblo —dijo Anders, y la besó en la nuca.

Entonces tuvo por fin el valor de preguntarle qué habían dicho los otros al marcharse ella de la fiesta enfadada y no encontrarla luego. Erika se armó de valor para oír la respuesta.

—Después de que te fueras jugamos un momento al
kubb
, pero al comprender que no estabas en el baño y que nadie te había visto en una hora me preocupé. Si quieres que te sea totalmente sincero, me temí que te hubieras ido a casa de Stefan, que se marchó más o menos al mismo tiempo que tú.

—No sé ni siquiera cuál de ellos era Stefan.

—Estabas sentada en sus rodillas cuando fui a la cocina —dijo Anders echándole una mirada que manifestaba claramente lo que pensaba al respecto—. No era del todo cierto lo que te dije de que todos habíamos estado buscándote. Fui directamente a su casita rústica y le pregunté si estabas allí.

—¿Qué te contestó? Tuvo que haberse extrañado. —Se me rió en la cara y me aconsejó que te tuviera vigilada, que de lo contrario lo interpretaría como luz verde contigo. Le pedí que me dejara mirar en su casa, a lo que accedió si lo hacía rápido. Podrías haberte escondido prácticamente en cualquier sitio, así que traté de ver a través de la ventana pero las luces de la casa se encontraban apagadas, por lo que no pude ver nada en absoluto.

—Pero, cómo… ¿Estabas celoso?

—Luego me senté detrás de un abeto para ver si salías a hurtadillas por la verja. Debo haberme dormido. No mucho rato, quizá una hora. Cuando llegué a casa y no estabas, no sabía qué hacer. Tenía miedo y estaba enfadado y triste. Perdóname, no suelo ponerme celoso…

Recorrieron la corta vereda a través del bosque. La zona de farallones de Folhammar mostraba formaciones calcáreas modeladas por el mar en forma de columnas, animales primigenios y dragones. Tenían un aspecto tan gracioso que Erika no pudo evitar sonreír: un viejo con una enorme napia de caliza, una puertecita dentro de una gran roca… de esas por las que le hubiera encantado a uno meterse con seis años. Geniecillos poco agraciados con grandes cabezas y, en medio de ese genuino parque infantil tallado por la naturaleza, alguien tenía preparada una mesa y una barbacoa bastante decente.

Anders sacó las truchas que había rellenado previamente con mantequilla al limón y hierbas frescas y las envolvió luego en papel de aluminio. Encendieron la parrilla desechable y colocaron la ensalada de cuscús, el pan y el vino. Él había recuperado su buen humor y contó anécdotas del mundo del hospital y de su época del servicio militar.

—La mili es una de las cosas más peligrosas que uno puede hacer a esa edad. Cada año se lesionan y mueren varios jóvenes, y eso que estamos en tiempos de paz. Tuve suerte de que me mandaran a casa. —Erika estaba a punto de preguntarle por qué cuando Anders hundió la cabeza bajo su suéter y le dio un beso en el estómago. Luego se volvió, haciendo que la prenda adoptara la forma de su cara—. Este es el aspecto que tendría yo si fuera un farallón —masculló en medio de la oscuridad y se echó a reír a carcajadas cuando Erika lo cogió por la nariz—. ¡Déjame! ¡Me haces cosquillas!

Ella no pudo evitar reírse también. Hacía tiempo que no se desternillaba como ese día. Una vez que hubieron empezado, no pudieron parar.

—Creo que reír es una medida de pura higiene mental para poder enfrentarnos a nuestros trabajos. A veces uno siente ganas de devolver en la papelera. Cuando te enteras de los atropellos que sufren los pacientes y, a pesar de eso, consiguen sobrevivir, siento admiración. Imagino que tú también debes de ver alguna que otra cosa…

—¿Nos bañamos? —interrumpió ella. El trabajo era la última cosa en la que quería pensar.

—Es poco profundo. Tienes que ir andando casi hasta Rusia para darte un chapuzón. ¿Qué te ha pasado en la espalda?

—¿A qué te refieres? —repuso ella tratando de girarse para ver, pero en vano.

—Es un arañazo. De hecho, parece una letra.

Le costó desembarazarse de esa idea, pero temía que Anders le preguntara si adoptaba un aire ausente. Cuando llegaron a la casa se fue derecha al baño y echó el pestillo para poder estudiar su espalda en el espejo. En el momento de sacarse el suéter por la cabeza apenas pudo reprimir un grito. Tenía una letra. Una K de gran tamaño aunque no muy nítida. Igual que en la sangre del dormitorio donde Linn fue asesinada y en la grava fuera de la casa de Harry. No podía tratarse de una casualidad. La letra no era totalmente simétrica, pero ahí estaba, grabada en sus propias carnes.

Nunca antes los humanos de una civilización han dejado tantas huellas tras ellos, pensó. Cada una de las cuentas, recibos y sesiones en el ordenador tienen su hora y finalidad exacta. Es posible analizar al detalle la vida de una persona. Los libros que sacas en la biblioteca están a un solo código PIN de distancia del observador. Aficiones, simpatías y diversiones… todo puede consultarse. Los mensajes electrónicos secretos que envían los amantes bien podrían plasmarlos en postales, porque, si sabes cómo, no es difícil acceder a ellos. El verdadero problema consiste en filtrar entre la ingente cantidad de información. Las caras que pasan a toda prisa frente a la cámara de un pasadizo pueden estudiarse simultáneamente a miles de kilómetros de distancia. La privacidad ha desaparecido de nuestras vidas. No hay vida privada. Es el precio que debemos pagar por nuestra seguridad y bienestar, y por poder disponer de información. En consecuencia, no debes subir todo a la red. Él había reunido todos sus secretos en un antiguo álbum de recortes. Ahí guardaba con nostalgia los instantes más valiosos de un verano pasado en Gocia más de diez años atrás. Era su cumpleaños e iban a celebrar una fiesta. Se había empeñado en colgar serpentinas de los árboles, pero Isabell había olvidado comprarlas. Por eso había despedazado una vieja sábana en delgadas tiras. Quedó tan bonito que en ese justo instante casi había dejado de odiarla por completo.

Capítulo 32

El día de San Juan amaneció soleado, con un cielo azul claro. En las calles de Visby se apretujaba el gentío vestido también en tonos claros, aunque para Maria Wern se trataba de un día de trabajo como cualquier otro. La ronda de visitas a los vecinos del jardín botánico había dado resultados. En la noche en que Harry Molin fue asesinado, cuatro testigos habían visto a un hombre con un hábito de color oscuro, observación que todavía no había sido difundida por los medios, lo cual le otorgaba si cabe un mayor valor. Además, una de los testigos, Louise Mutas, vivía en la misma calle que Harry Molin.

Maria Wern entró en la sala de estar cuidadamente amueblada de la vivienda de Specksgränd. Ciertamente, desde la ventana no se divisaba ni la casa ni el buzón de Harry, al estar ubicados del mismo lado que la de Louise Mutas, pero sí que se tenía buena visibilidad hacia la callejuela propiamente dicha.

—Desde esta ventana le vi —dijo Louise, una enjuta mujer de unos ochenta años con un maravilloso cabello cano como una nube alrededor de su amable faz—. Eran las once y media más o menos. Tengo bastantes problemas para dormir. A las nueve estoy totalmente agotada y debo acostarme aunque echen algo bueno por la tele. Me duermo como un tronco, pero después me resulta imposible, porque vuelvo a despertarme tras solo un par de horas y no logro conciliar el sueño otra vez. Y fue eso precisamente lo que me pasó.

—¿Oyó algún ruido o fue algo concreto que la despertó? —preguntó Maria aproximándose a la ventana y colocándose en la posición exacta en que Louise había descrito que se encontraba al advertir al hombre del hábito caminando por la calle.

—Los perros de Harry Molin ladraban como locos. Suele tenerlos a raya, por eso me sorprendió que lo hicieran tanto tiempo —señaló Louise yendo nerviosamente de un sitio a otro de la habitación—. ¿Le apetecería una taza de café?

Antes de que Maria tuviera tiempo de responder, Louise ya se había dirigido a la cocina y comenzado a trastear con tazas y platos. Maria se quedó junto a la ventana. La anciana no había encendido la luz, contemplando la escena desde la oscuridad. El hombre venía desde Rostockergränd y, en opinión de Louise, parecía ebrio. Dado que el alumbrado de la calle estaba estropeado, le costó percibir su cara u otros rasgos aparte de su caminar vacilante y rígido. Daba la impresión de portar en su mano un palo de madera u otro objeto contundente, pero no podía confirmar ese detalle. Tal vez llevara algo completamente diferente, pero pensó que se trataba de un objeto contundente al enterarse de lo que le había sucedido a Harry.

—Aquí tiene el café, aunque tampoco es nada del otro mundo. ¿Le parece si nos sentamos en la cocina? —sugirió Louise con una amable sonrisa.

La anciana se secó sus manos agrietadas y enrojecidas en el delantal de algodón a rayas y lo colgó luego dentro del escobero. Se acomodaron en la mesa de la cocina, ya preparada con tazas de porcelana fina adornada con motivos de rosas, con toda seguridad de la vajilla de las ocasiones especiales. Maria cogió cuidadosamente la taza con ambas manos. Louise le ofreció el plato donde había reunido la mejor repostería de que disponía la casa: buñuelos, kleinas islandesas, brazo de gitano, pastelillos de mazapán, bizcocho de chocolate, tarta de almendras, bollos de azafrán, rosquillas de cardamomo y galletitas con mazapán y escarchado de fresa. Maria comprendió lo que se esperaba de ella. Los dulces eran el orgullo de la señora y había que probarlos. Cada uno de ellos exigiría veinte minutos de ejercicio en la máquina de remo del gimnasio para compensarlos. Se encomendó a que fueran caseros para que valiera la pena el esfuerzo.

—Estoy residiendo con mi hermana en Endre. Ya no me atrevo a quedarme aquí por las noches después de lo que ha pasado en esta calle. Primero Linn, la encantadora enfermera Linn, y luego Harry Molin. Al esposo de Linn tampoco lo he visto desde que… la encontraron en el jardín botánico. Es tan horrible que ni te atreves a pensar en ello. Me da tanta pena el pobre de Claes… ¿Qué va a hacer ahora? No creo que tenga a nadie con quien hablar.

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