—¿Sabía Linn que iba a ir?
—No, fue un impulso. Ya les he dicho que no estaba sobrio.
—Antes de visitarle nos tomamos la libertad de echar un vistazo a sus cuentas bancarias —señaló Maria mientras sacaba una copia de los documentos recibidos de la entidad bancaria de Sam Wettergren—. ¿Qué puede decirnos acerca del ingreso de 153.000 coronas procedente del fabricante del compuesto empleado en el estudio?
—Fue para cubrir mis gastos.
—¿Gastos por un valor de 153.000 coronas? No precisamente en lápices y gomas de borrar… —terció Ek tamborileando con sus dedos sobre el marco de la puerta.
—Eso no es asunto suyo. He tributado por ello y no puedo decir que me quedara mucho. Todo ha sido declarado. No tengo nada que ocultar —repuso Sam Wettergren consultando deliberadamente su reloj de pulsera—. Tengo un trabajo del que hacerme cargo. Hay pacientes esperando.
—Muy bien. Le dejamos por esta vez. Un par de preguntas más y habremos terminado. ¿Conoce a un hombre llamado Harry Molin? Puede tratarse de un paciente suyo.
—Harry Molin… Así a bote pronto no me suena, aunque no puedo excluir la posibilidad de que haya estado aquí. En cualquier caso, no lo recuerdo.
—¿Qué hizo usted con el dinero? Puede apreciarse también que ha desaparecido de la cuenta. ¿Ha estado haciendo obras en casa, ha viajado a algún sitio, pagado algún préstamo…?
—Llevo veinte años sin realizar reformas en casa. ¿Cómo puedes encontrar tiempo para hacerlo si trabajas tanto como yo? El dinero lo he repartido entre mis hijos. Son estudiantes y no quiero que pidan préstamos estudiantiles al Estado. Tengo numerosos gastos domésticos.
—Una última pregunta antes de solicitarle una muestra de saliva —añadió Maria mientras sacaba un juego de bastoncillos de algodón de su cartera—. ¿Qué opinaba de la relación de Linn Bogren con Sara? ¿Cómo lo hubiera gestionado de estar viva en estos momentos?
—Soy el jefe y debo actuar con justicia. Naturalmente, la hubiera despedido de no optar ella por dejar su puesto de forma voluntaria. No importa que sea hombre o mujer. A los empleados de una institución sanitaria no les está permitido mantener una relación con un paciente. La habría denunciado al comité disciplinar de los servicios de salud. En caso de que Sara Wentzel hubiera presentado una denuncia contra ella, esta podría haber derivado en un proceso civil. Debo tratar a todos por igual, con independencia de mi opinión sobre ellos o de su orientación sexual. De lo contrario, se socavarían mis funciones como responsable —argumentó Sam. Acto seguido Maria le entregó un bastoncillo que el médico examinó con atención—. ¿Qué es esto? ¿Una prueba de ADN? ¡Maldita sea! No he sido yo. ¿Le han preguntado a su esposo acaso? ¿Le han investigado? Si había alguien que tuviera motivo para molerla a palos, ese era él, ¿no creen?
—¿Eso es lo que piensa?
—Claro que ha sido él. Ustedes también lo saben.
—Por favor, tome el bastoncito y frótelo contra el interior de la mejilla —instó Maria, recibiendo de Sam una mirada furibunda, lo que no le impidió obedecer su solicitud—. Y manténgase localizable —agregó mientras giraba el palito de algodón sobre el círculo de la tarjeta FTA y cubría la muestra.
—¿Qué piensan hacer con el ordenador?
—Nos lo llevamos prestado una temporada —explicó Ek—. Somos conscientes de que es propiedad de la diputación provincial y lo devolveremos en el mismo estado en que lo recogimos. Dese por satisfecho de que no nos lo llevemos a usted también confiscado.
Sam les clavó entonces la mirada con un odio que hubiera provocado la autoignición de un bunker de hormigón, pero no dijo nada hasta que no hubieron cerrado la puerta tras de sí. Fue entonces que oyeron la retahíla de improperios.
—¿No crees que debíamos habérnoslo llevado? —preguntó Ek.
—Le he puesto bajo vigilancia. Vamos a ver lo que hace cuando nos vayamos.
Ek se encaminó hacia el puesto del conductor, pero Maria fue más rápida. Se sentó tras el volante y Ek se vio forzado a rodear el coche para situarse en al asiento del acompañante. Típico de Ek que siempre diera por supuesto que era él quien debía conducir, pensó Maria.
En el mundo virtual había aprendido a encajar los acontecimientos inesperados con rapidez y un enfoque estratégico. En dicha dimensión, las expresiones emocionales eran escasas y comprensibles: miedo, odio, euforia. Más emociones resultaban innecesarias. Había una serie de reglas que todos debían respetar. Las consecuencias eran obvias. La vida real, por desgracia, no era tan predecible. En esta, la estupidez desempeñaba un papel inaceptable. ¿Cuántas variables inverosímiles, capaces de reducir y priorizar, no posee la idiotez en comparación con la inteligencia y el sentido común? ¿Cómo puede uno prever una situación cuando la gente hace cosas que no le conviene, cuando actúa en función de algo tan patético e irracional como la compasión y el amor? ¿Cómo se le puede ocurrir a nadie hacer algo por otra persona cuando uno mismo sale perdiendo con ello? La idiotez en sí era tan provocadora que debía repetirse y estudiarse nuevamente. Estas preguntas frágiles, aún no del todo formuladas, precisaban de una respuesta: ¿cuánto valía yo para ti? ¿Qué puedo costar ahora?
Linn fue un error, pero suponía una ficha que podía aprovechar en el juego que él había iniciado. Encontró la memoria USB en el bolso del vestíbulo. Tendría que haber sido más cuidadosa con ella. Y también consigo misma.
Erika Lund encendió su móvil privado. Cuatro llamadas perdidas y otros tantos mensajes de texto. Todos de Anders. «Quiero volver a verte». «Te echo de meno s». «¿Por qué no respondes?»
—Porque tengo un trabajo que me devora la vida —se dijo a sí misma en voz alta mientras pulsaba el botón de llamada—. Una, que es popular hoy… ¿Qué puedo hacer por ti?
—¿Podemos vernos? ¡Quiero, quiero, quiero!
—¿Qué quieres? —respondió ella entre risas.
—Echar un pulso, jugar a los barquitos… Lo que quieras, con tal de que sea contigo. Por ejemplo, saltar al estilo rana alrededor de una barra cualquiera o darnos el primer baño en el agua congelada, si lo hacemos juntos. Eso es justo lo que toca en San Juan.
—¡Ah, San Juan! Es por eso que Maria se echó un par de colas de arenque en el plato. Odio el arenque. En cualquier caso, todas las nuevas variantes: arenque al cilantro, a la lima, al arándano, a la naranja, al chocolate…
—Bueno, bueno… ¿Y cuándo nos vemos?
—Solo tengo que empezar a recoger. Podemos encontrarnos aquí dentro de una hora.
—¡Una hora entera!… ¿Por qué tengo que esperar toda una hora? Tengo mono. ¡Quiero tenerte aquí ahora!
Erika bajó rápidamente al vestuario para darse una ducha. Allí se encontró con Maria, que ya iba un paso por delante y se secaba el pelo. Su loción corporal olía a pomelo.
—Estaba pensando en una cosa…
—¡No, por favor! —repuso con las manos tapándose los oídos—. ¡Tengo una cita!
—Harry Molin guardaba un artículo sobre su escritorio acerca de problemas de sueño y fármacos. ¿Me escuchas?
—Sí, pero contra mi voluntad.
—En Japón se ha publicado un informe que advierte contra un medicamento llamado Fumarret, utilizado como ayuda para dejar de fumar. Tiene efectos secundarios. Hay doce casos conocidos en los que los pacientes han sufrido episodios de sonambulismo. Todos ellos fueron sonámbulos de pequeños o han andando en sueños en momentos de gran estrés combinados con consumo de alcohol. El fármaco parece reactivar esta tendencia. Uno de ellos acabó delante de un coche y sufrió lesiones muy graves.
—¿Qué quieres decirme con eso?
—Harry debió de haber pensado sobre ello, y Jill Andersson, la testigo, vio a un hombre arrastrando una pesada bolsa la misma noche en que Linn Bogren fue asesinada. Mencionó que caminaba con las piernas abiertas y torpemente, como si estuviera borracho o sonámbulo.
—¿Y…? —preguntó Erika abriendo los brazos al aire—. Yo también caminaría con torpeza si cargara con mi propio peso dentro de una bolsa. No creo que haya muchas personas capaces de tirar de una bolsa de sesenta y cinco kilos como si tal cosa. ¿Por qué pensó Jill Andersson que iba dormido?
—Esa es la impresión que le produjo. He comprobado el compuesto mencionado en el artículo de Harry y también se receta en Suecia. Se ha convertido en un éxito de ventas.
—Fumarret. Me suena.
Erika bajó a toda prisa a la recepción. No quería hacer esperar a Anders, pero el reloj ya había sobrepasado con creces la hora acordada. Se lo encontró acurrucado en un sillón leyendo un folleto del Consejo para la Prevención de la Delincuencia. Al acercarse pretendió estar profundamente concentrado en la lectura del prospecto. Erika le hizo una seña para que la siguiera. Si querían abrazarse, debían salir. Quería evitar que sus colegas se refocilaran en ello a la hora del café.
—¿Qué has hecho con Julia?
No tenía pensado nombrarla, pero a Erika se le escapó la pregunta casi automáticamente. «Espero que la consentida Doña Insoportable se traiga entre manos algo más importante que arruinar la cita de su papá», pensó para sus adentros.
—Va a estar todo el fin de semana en un campamento de equitación en Fröjel.
—¡Qué bien! ¿Tiene amigos allí? —abundó Erika tratando de atenuar su sonrisa.
—No, pero quizá los haga. Para serte sincero, es algo que me preocupa un poco. No es capaz de mantener las amistades. Todas las chicas de su edad tienen una amiga íntima con la que se relacionan intensamente durante meses o años, pero no mi Julia. Se distribuyen de dos en dos y ella no encuentra pareja. A veces viene con alguien a casa y luego son tres y acaba siendo expulsada. ¿Es una ley natural? ¿Es que las niñas no pueden ser más de dos sin necesidad de ser malas entre sí?
—A cierta edad es así, pero luego suelen mejorar las cosas.
—Tendría que haber ido a la reunión de padres ayer, pero un colega llamó para avisar de que estaba enfermo y tuve que hacer el turno de guardia anoche. Julia tiene depositada una gran confianza en un muchacho que trabaja de asistente con los alumnos de la clase. Pensé en hablar con él para saber cómo se lleva con las otras chicas. No me fío de su profesora. No cuenta la verdad. Solo quiere evitarse molestias. Pero este muchacho actúa pese a ser tan joven y no tener formación. Se merece mi agradecimiento. A veces me planteo la posibilidad de comprarle a Julia un caballo. Tal vez eso le ayudara a tener más amigos. ¿No crees?
—No pienso que sea una buena idea —dijo Erika dubitativa. No puedes comprar amigos y pensar que desembocará en una amistad duradera. Sin duda, la causa principal del problema es la propia Doña Genio. Si nunca cedes terreno, andas incesantemente en busca de fallos, te sientes injustamente tratada, lanzas indirectas y quieres siempre beneficios te resultará complicado hacer amigos—. Leí en algún sitio que las niñas se procuran amigas íntimas como elementos de transición con objeto de acabar con la dependencia respecto a sus madres, aunque no me preguntes si es verdad. No lo sé. De hecho, yo jugaba casi siempre con niños.
—¿Puede ser por eso que no se ha hecho ninguna amiga íntima, por haber fallecido su madre y no tener ninguna dependencia que romper?
Anders se sumió en sus propias reflexiones mientras se dirigían al aparcamiento. Erika hubiera dado cualquier cosa por poder seguir sus cavilaciones que, obviamente, se centraban en Isabell. ¿Sería capaz alguna vez de superar su muerte?
—¿Adónde vamos?
—Es una sorpresa. Primero a tu casa a recoger lo necesario para la noche y luego… luego… hasta ahí puedo contar.
—¡Qué emocionante! ¿Qué debo llevarme? Me tienes que decir lo que vamos a hacer. ¿Necesito un vestido, o botas de goma?
—Un vestido y botas rojas de goma… y te prometo que adoraré la tierra por donde pises. Vale, te voy a decir lo que he pensado: nos han invitado a una fiesta en Ljugarn. Un colega mío va a juntar a un grupito en el bar Pighuset y luego vamos a su casa. Le he dicho que quizá nos unamos. Tú decides. He alquilado una casita rústica para el fin de semana.
—¡Estupendo! Aunque tengo un poco de curiosidad por ver cómo es tu casa. Ya sabes que no he estado nunca.
—La verás cuando esté terminada. He dejado al descubierto los viejos suelos de madera y los he lijado. Solo me queda la cocina. Entonces te invitaré.
El sol del atardecer aparecía encaramado sobre el mar como un matiz más cálido, y la casita roja que tenían ante ellos, con sus postigos azul colombino, resultaba realmente encantadora. La velada se presentaba apacible con el aire todavía caliente. El cerezo común plantado junto al guardacantos de la vivienda se encontraba en plena flor, con la fruta pequeña y aún verde, y el aroma del cerezo aliso cayó sobre ellos como una nube de polvo.
—¡Qué bonito es esto!
—Espera a ver dentro —dijo Anders, y abrió la puerta del salón—. Se puede hacer pan en el horno de leña. El pasado invierno alquilé esta casa para tomarme un respiro de la ciudad. Había pensado pasar aquí todas las Navidades, pero Julia se deprimió tras un par de días, así que nos marchamos. Y eso que se trajo su ordenador y el asistente escolar le había enviado juegos y otras diversiones. La vida social es distinta ahora de cuando yo era pequeño. Por entonces jugabas con otras personas a los juegos. Ahora los niños se la pasan solos delante de la computadora.
—Se relacionan en internet aunque no se encuentren en la misma habitación. En realidad, no creo que sea tan solitario y asocial.
Erika formó un ramillete con geranios, margaritas y aguileñas, lo envolvió con hojas procedentes de los helechos que crecían junto a la esquina de la casa y lo colocó todo sobre la mesa de madera de pino, al lado de la ventana. Encendieron el horno de leña y abrieron una botella de vino mientras Anders le hablaba del antiguo pueblo veraniego.
—Ljugarn era ya desde finales del siglo xix una famosa localidad vacacional con no menos de cinco pensiones-balneario. La princesa Eugenia vivía en Fridhem, en el lado oeste de la isla. Eso atrajo a la élite cultural y a la nobleza de Estocolmo e hizo que pasar los veranos en Gocia se convirtiera en el no va más.
—Es decir, como una Semana de Estocolmo de la época, cuando toda la zona de ocio nocturno de Stureplan se traslada aquí, en el mes de julio…
—Sí, más o menos. Pensé que podríamos hacer un picnic mañana en la zona de farallones de Folhammar. Es un paseo agradable por la playa.