Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
Con gesto ceñudo, continuó asido a los cables tratando de mantener desplegada la vela para frenar la caída. Entonces llegó a sus oídos el siniestro sonido de algo que se desgarraba y el ominoso silbido que paraliza el corazón de cualquier piloto de nave dragón: el ala se había rasgado y a través de ella se colaba el viento. Hugh largó todo el cabo posible para abrir la vela al máximo. Aunque no podía usarla para gobernar el rumbo, su magia contribuiría al menos a amortiguar la caída cuando tocaran tierra..., si aterrizaban en alguna parte y si el Torbellino no los hacía pedazos antes.
Hugh desenrolló el cable del brazo y lo dejó caer sobre la cubierta. Todavía no habían llegado al Torbellino y el viento ya sacudía la nave de un lado a otro. No consiguió ponerse en pie y tuvo que gatear por las planchas, asiéndose a los cables y usándolos para avanzar hasta el pasillo. Una vez allí, se arrastró escalerilla arriba y asomó la cabeza. Alfred y Bane estaban tendidos en la cubierta superior. El chambelán estrechaba contra sí al muchacho con el brazo.
—¡Bajad! —gritó Hugh para hacerse oír entre el aullido del viento—. ¡La vela se ha partido y nos precipitamos en el Torbellino!
Alfred se arrastró por la cubierta llevando consigo al príncipe. Hugh sintió cierto malévolo placer al observar que el chiquillo parecía haber enmudecido de terror. Al llegar a la escotilla, el chambelán introdujo primero por ella a Bane. Hugh lo agarró sin miramientos, lo arrastró adentro y lo dejó caer sobre las planchas del suelo.
Bane soltó un grito de dolor que interrumpió bruscamente cuando la nave cabeceó y lo lanzó contra los mamparos, donde quedó sin aliento. El brusco movimiento mandó a Alfred de cabeza por la escotilla, haciendo que Hugh perdiera pie y rodara por la escalerilla hasta el suelo.
Se incorporó a duras penas y volvió a subir los peldaños (o tal vez era a bajarlos, pues la nave se movía tanto que Hugh ya había perdido por completo el sentido de la orientación). Buscó a tientas la tapa de la escotilla. Una ráfaga de lluvia alcanzó la nave con unas gotas que caían con la fuerza de unas saetas elfas. El quebrado centelleo de un relámpago hendió el aire tan cerca de ellos que el olor le hizo arrugar la nariz; el estruendo que lo siguió de inmediato casi lo dejó sordo. Sus dedos asieron por fin la tapa de la escotilla, mojada y resbaladiza, y consiguieron cerrarla de una vez. Agotado, Hugh se deslizó de nuevo escalerilla abajo y cayó derrumbado al suelo.
—¡Tú...! ¡Estás vivo! —Bane lo contempló con absoluto desconcierto. Luego, su expresión se transformó en una sonrisa de alegría. Corriendo hacia Hugh, el muchacho le echó los brazos al cuello y lo apretó contra sí—. ¡Ah, qué contento estoy! ¡Tenía tanto miedo! ¡Me has salvado la vida!
Hugh se desasió del abrazo y apartó al príncipe a prudente distancia. Tanto la voz entrecortada por las lágrimas como la inocencia de su rostro resultaban incuestionablemente sinceras. En sus ojos azules no había engaño ni artificio.
La Mano
casi llegó a convencerse de que lo había soñado todo.
Casi, pero no del todo.
Aquel Bane, de nombre tan apropiado, había intentado envenenarlo. Hugh cerró la mano en torno al blanco cuello del príncipe. Sería muy sencillo. Un gesto. El cuello, roto. El contrato, cumplido.
La nave continuó cabeceando y dando vueltas en la tormenta. El casco crujía y gruñía y parecía a punto de romperse en pedazos en cualquier momento. A su alrededor destelleaban los relámpagos y en sus oídos resonaban los truenos.
Toda tu vida nos has servido.
Hugh apretó con más fuerza. Bane lo miró con aire confiado y una tímida sonrisa. Era como si el asesino estuviera reconfortando al príncipe con una tierna caricia.
Enfurecido,
la Mano
arrojó al muchacho lejos de sí, mandándolo contra Alfred, quien lo recogió con buenos reflejos.
Hugh, tambaleándose, dejó atrás a ambos y se encaminó a la sala de gobierno, pero antes de llegar cayó al suelo de cuatro manos y vomitó hasta las tripas.
DREVLIN,
REINO INFERIOR
Bane fue el primero en recuperar el conocimiento. Abrió los ojos y echó un vistazo a su alrededor, a la nave dragón y sus otros dos ocupantes. Escuchó el grave retumbar de un trueno y, por un instante, le acometió de nuevo el pánico. Después, se dio cuenta de que la tormenta estaba a bastante distancia. Miró afuera y observó que el tiempo estaba en calma y que sólo empapaba la nave una lluvia ligera. El espantoso vaivén había cesado. Todo estaba tranquilo, nada se movía.
Hugh yacía en el suelo entre los cables, con los ojos cerrados, el brazo y la cabeza ensangrentados y una mano asida a uno de los cables como si su último esfuerzo hubiera sido un intento final para salvar la nave. Alfred estaba tendido de espaldas y no parecía herido. Bane recordaba poco del aterrador descenso a través de la tormenta, pero tenía la vaga impresión de que el chambelán se había desmayado en algún momento de la caída.
También a él le había entrado pánico, más incluso que cuando el elfo lo había arrojado por la borda. Entonces, todo había sucedido tan rápido que apenas había tenido tiempo de sentir miedo. La caída en el Torbellino, en cambio, le había parecido eterna y el pánico lo había atenazado más y más a cada segundo. Realmente, había llegado a pensar que iba a morirse de miedo. Entonces, la voz de su padre le había susurrado unas palabras que lo habían adormecido. El príncipe intentó incorporarse hasta quedar sentado. Se sentía raro; no dolorido, sino raro. Notaba el cuerpo demasiado pesado, como si una fuerza tremenda lo empujara contra el suelo, aunque no tenía nada encima. Atemorizado, Bane lloriqueó un poco ante la sensación de encontrarse solo. Aquel extraño estado no le agradaba y se arrastró hasta Alfred para intentar despertarlo. En ese momento vio la espada de Hugh en el suelo, debajo del cuerpo del asesino, y se le ocurrió una idea.
—Podría matarlos a ambos ahora —murmuró, asiendo con fuerza el amuleto de la pluma—. Podríamos librarnos de ellos, padre.
«¡No!» La réplica fue seca y cortante, y sorprendió a Bane.
—¿Por qué?
«Porque los necesitas para salir de donde estas y llegar junto a mí. Pero, antes de eso, quiero que lleves a cabo una tarea. Habéis aterrizado en la isla de Drevlin, en el Reino Inferior. Ocupa esta tierra un pueblo conocido como los gegs. En realidad, me alegro mucho de que el azar te haya conducido ahí. Había pensado en acudir yo mismo, cuando tuviera una nave.
»En esa isla existe una gran máquina que me intriga mucho. Fue construida hace mucho tiempo por los sartán, pero nadie ha conseguido descubrir con qué propósito. Quiero que la investigues mientras estés ahí. Hazlo y averigua lo que puedas sobre esos gegs. Aunque dudo que me sean de mucha utilidad para la conquista del mundo, conviene saber cuanto sea posible de los pueblos que me propongo conquistar. Tal vez incluso puedan servirme de algo. Debes buscar la ocasión para informarte, hijo mío.»
La voz se desvaneció y Bane frunció el entrecejo. Ojalá Sinistrad abandonara aquella irritante costumbre de decir: «Cuando
yo
conquiste, cuando
yo
gobierne...». El príncipe había decidido que debía emplear el plural: «Cuando
nosotros...».
«Es lógico», se dijo: «mi padre no puede saber mucho de mí, todavía, y por eso no me ha incluido jamás en sus planes. Cuando nos reunamos, llegará a conocerme, se enorgullecerá de mí y le alegrará compartir su poder conmigo. Me enseñará toda su magia. Lo haremos todo juntos y no volveré a estar solo.»
Hugh empezó a gemir y revolverse, por lo que Bane se apresuró a tenderse de nuevo en la cubierta y cerró los ojos.
Hugh se incorporó dolorosamente, apuntalando el cuerpo con los brazos. Su primer pensamiento fue de absoluto asombro al descubrir que seguía vivo. El segundo fue que, aunque le hubiera pagado al mago elfo el doble de lo que le había pedido por el hechizo para la nave, seguiría pareciéndole barato. El tercer pensamiento fue para la pipa. Se llevó la mano bajo la túnica de terciopelo llena de manchas y de humedad y la descubrió entera, a salvo.
La Mano
observó a sus compañeros. Alfred estaba sin sentido. Hugh no había visto en su vida a nadie que se desmayara de puro miedo. Un tipo maravilloso para tenerlo cerca en un momento de apuro. El muchacho también estaba inconsciente, pero su respiración era cadenciosa y sus mejillas tenían buen color. No apreció que estuviera herido. El seguro del futuro de Hugh estaba vivito y coleando.
—Pero antes —murmuró
la Mano,
arrastrándose por la cubierta hasta el muchacho—, es preciso que nos deshagamos de papá, si es realmente quien Albert me dijo.
Con movimientos cautos y lentos, atentos a no despertar al chiquillo, Hugh pasó los dedos bajo la cadena de plata de la que pendía el amuleto de la pluma y empezó a levantarla del cuello del pequeño
La cadena se escurrió entre sus dedos.
Hugh la miró, desconcertado. La cadena no le había resbalado de los dedos, sino que había pasado
a través
de ellos, literalmente. La había visto atravesar la carne y el hueso con la misma facilidad que si su mano fuera intangible como la de un fantasma.
—Son imaginaciones mías. El golpe en la cabeza —murmuró, y agarró la cadena, esta vez con fuerza.
Y no encontró en la mano otra cosa que aire.
Advirtió entonces que Bane había abierto los ojos y lo miraba, no con enfado o suspicacia, sino con tristeza.
—No se puede sacar —explicó—. Ya lo he intentado. —El príncipe incorporó el cuerpo—. ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde estamos?
—A salvo —respondió Hugh, sentándose también y sacando la pipa. Ya había dado cuenta de sus últimas provisiones de esterego y tampoco hubiera tenido con qué encenderlo, de todos modos. Sujetó la boquilla entre los dedos y dio una chupada a la cazoleta vacía.
—Nos has salvado la vida —le dijo Bane—. Incluso después de que intentara matarte. Lo siento. ¡Lo siento de veras! —Sus diáfanos ojos azules se alzaron hacia Hugh—. ¡Es que te tenía miedo!
Hugh dio una nueva chupada y permaneció callado.
—Me siento muy extraño —continuó el príncipe con despreocupación, una vez aclarado por fin aquel pequeño asunto pendiente entre ambos—. Como si me pesara demasiado el cuerpo
—Es la presión de aquí abajo, el peso del aire. Ya te acostumbrarás. Quédate sentado y no te muevas.
Bane obedeció, inquieto, y fijó la mirada en la espada de Hugh.
—Tú eres un guerrero y puedes defenderte de forma honorable, pero yo soy débil. ¿Qué otra cosa podía hacer? Al fin y al cabo, tú eres un asesino, ¿verdad? Te contrataron para darme muerte, ¿no?
—Y tú no eres hijo de Stephen —replicó Hugh.
—No, señor, no lo es. —Era la voz de Alfred. El chambelán se irguió, mirando a su alrededor con aire confuso—. ¿Dónde estamos?
—Calculo que estamos en el Reino Inferior. Con suerte habremos ido a caer en Drevlin.
—¿Por qué «con suerte»?
—Porque Drevlin es el único continente habitado de este reino. Si conseguimos llegar a alguna de sus ciudades, los gegs nos ayudarán. Este Reino Inferior está barrido constantemente por terribles tormentas —añadió como explicación—. Si nos sorprende una de ellas en terreno abierto... —Hugh terminó la frase con un encogimiento de hombros.
Alfred palideció y dirigió una mirada de preocupación al exterior. Bane volvió la cabeza en la misma dirección.
—Ahora no hay tormenta. ¿Por qué no aprovechamos para salir?
—Espera a que tu cuerpo se acostumbre al cambio de presión. Cuando nos pongamos en marcha, tendremos que movernos deprisa.
—Así pues, ¿crees que estamos en ese..., Drevlin? —inquirió Alfred.
—A juzgar por nuestra posición cuando caímos, diría que sí. La tormenta nos arrastró un poco, pero Drevlin es la masa de tierra más grande aquí abajo y sería difícil confundirla. Si nos hubiéramos desviado demasiado de rumbo, no habríamos llegado a ningún sitio.
—Tú has estado aquí antes —afirmó Bane, sentado con la espalda muy erguida y los ojos fijos en Hugh. —Sí. —¿Cómo es? —preguntó con avidez.
Hugh no respondió enseguida, sino que volvió los ojos hacia Alfred. Este había levantado la mano y la observaba con perplejidad, como si estuviera seguro de que pertenecía a otra persona.
—Sal afuera y compruébalo tú mismo, Alteza —dijo Hugh por fin.
—¿Lo dices de veras? —Bane se puso en pie con esfuerzo—. ¿Puedo salir?
—Observa si encuentras algún signo de una población geg. En este continente hay una gran máquina. Si descubres alguna parte de esa máquina, sin duda habrá gegs viviendo en los alrededores. No te alejes de la nave. Si te sorprende una tormenta sin un buen lugar donde refugiarte, estás acabado.
—¿Es prudente eso, señor? —intervino Alfred dirigiendo una nerviosa mirada al muchacho, que ya estaba escurriendo su pequeño cuerpo por un boquete abierto en el casco.
—No llegará lejos. Terminará agotado antes de que se dé cuenta. Y ahora que Bane está ausente, cuéntame la verdad.
Alfred palideció una vez más. Incómodo, cambió de postura, bajó los ojos y se miró las manos, desproporcionadamente grandes.
—Estabas en lo cierto, señor, cuando has dicho que Bane no era hijo de Stephen. Te contaré lo que sé, lo que cualquiera de nosotros conoce de cierto, aunque creo que Triano ha elaborado algunas teorías para explicar lo ocurrido. Debo puntualizar que tales teorías no parecen abarcar por completo todas las circunstancias que... —Advirtió que Hugh torcía el gesto y fruncía el entrecejo impaciente—. Hace diez ciclos, Stephen y Ana tuvieron un hijo. Era un bebé hermoso, con el cabello oscuro del padre y los ojos y orejas de la madre. Te parecerá extraño que mencione las orejas, pero más adelante entenderás su importancia en la historia. Verás: Ana tiene un corte en la oreja izquierda, justo aquí, en la hélice. Es un rasgo peculiar de su familia. Según la leyenda, cuando los sartán aún recorrían el mundo, uno de su estirpe se salvó de resultar herido gracias a que una flecha lanzada contra él fue desviada por un antepasado de la reina. La punta del arma le quitó al hombre un fragmento de oreja y, desde entonces, todos sus descendientes han nacido marcados con ese corte como símbolo del honor familiar.