Waylander (39 page)

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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

BOOK: Waylander
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—Me parece que no.

—Me afecta. ¿Estás satisfecho? ¿Es eso lo que querías oír? Siento que se haya ido. Y… no quiero hablar de eso.

—Yo también tenía un sueño. En Drenan había una chica. Inteligente, atractiva y sin compromiso. Su padre era dueño de una flota que comerciaba entre Mashrapur y el este. Iba a casarme con ella y convertirme en mercader.

—¿Qué ocurrió?

—Se casó con otro.

—¿No te amaba?

—Decía que sí.

—Estás mejor sin ella.

—¿Te parece que esto es mejor? —dijo Sarvaj con una risita.

—Al menos estás entre amigos —dijo Jonat, tendiéndole la mano.

—Siempre he querido morir entre amigos —contestó Sarvaj, estrechándosela.

—Bueno, eso lo vas a conseguir.

Danyal llevaba cuatro días cabalgando a campo abierto sin ver a nadie. Pero ahora, mientras atravesaba un bosque tupido, sabía que no estaba sola. A la derecha había visto una sombra oscura que salía de la espesura y se movía rápidamente entre los árboles.

Había espoleado el caballo, y el poni de carga los seguía al trote.

Pero no habían dejado atrás a la sombra. Apenas si captaba un atisbo de ella, aunque se movía a gran velocidad y con un silencio sobrenatural.

A medida que la luz se desvanecía, su miedo aumentaba. Tenía la boca seca y las manos resbaladizas por el sudor. Deseó que Waylander estuviera allí, o incluso Durmast.

El recuerdo de su última conversación con Durmast se impuso un momento sobre el miedo.

Después de recorrer unas cinco millas, se habían topado con una partida de guerreros de armadura negra. Durmast, soltando una maldición, había llevado la mano al hacha, pero el grupo pasó de largo dedicándoles apenas una mirada.

—No han reparado en mí. —La furia de Durmast se había transformado en un suspiro de alivio digno de ver.

—Me alegro —le había dicho ella—, ¿Ibas a enfrentarte a ellos?

—Son guerreros de la Hermandad que van en busca de la Armadura. Pueden leer la mente y saben que la tenemos.

—Entonces ¿por qué no se apoderaron de ella? —Durmast desmontó y fue a sentarse en una roca cercana a contemplar el ya distante Raboas—. No podemos quedamos aquí —añadió Danyal sentándose a su lado—. Waylander está arriesgando la vida para permitimos ganar tiempo.

—Lo sabían —dijo Durmast.

—¿Sabían qué?

—Sabían qué pensaba.

—No te entiendo.

—Sabes qué soy, Danyal… qué he sido. La única fuerza que tengo es la de los músculos de este corpachón. Soy un canalla, siempre lo he sido. Coge la Armadura y vete.

—Y tú, ¿qué harás?

—Me iré hacia el este, puede que a Ventria. Dicen que ver las montañas Ovales en invierno es toda una experiencia.

—Yo sola no llegaré a ninguna parte.

—No lo entiendes, ¿verdad? Te traicionaré, Danyal, y robaré la Armadura. Vale una fortuna.

—Has dado tu palabra.

—Mi palabra vale menos que la mierda de cerdo.

—Vas a ayudar a Waylander.

—¿Me tomas por estúpido? —preguntó Durmast riendo—. Sería una locura. ¡Vamos! Vete antes de que cambie de opinión.

Durante los días siguientes, Danyal había esperado que Waylander apareciera por el camino. No aceptaba que hubiera muerto. No podía aceptarlo. Era fuerte. Invencible. Nadie podía abatirlo. Recordó el día que se había enfrentado a los guerreros en el bosque. Un hombre firmemente plantado bajo la luz agonizante, envuelto en un resplandor rojizo. Los había vencido. Siempre vencía; no era posible que hubiera muerto.

Volvió al presente con un sobresalto, parpadeando con fuerza a causa de las lágrimas que le nublaban la vista. El sendero era estrecho, y la oscuridad cada vez mayor. Se sentía reacia a acampar, pero los caballos estaban agotados. Echó un vistazo a la derecha, escudriñando los matorrales, pero no había señales del merodeador. Tal vez había sido un oso en busca de comida. Tal vez su imaginación había dado forma a sus temores.

Danyal siguió hasta que oyó el sonido de una corriente de agua. Acampó junto a un arroyo poco profundo, decidida a permanecer despierta toda la noche con la espada en la mano.

Se despertó al amanecer y se desperezó. Se lavó deprisa en el arroyo. Los pinchazos del agua helada la arrancaron de su somnolencia. Ajustó la cincha de la yegua y montó. Durmast le había dicho que se dirigiera hacia el sudeste hasta que llegara al río. «Allí hay un transbordador. Cruza el río y vete hacia el sur, al paso de Delnoch.»

Cabalgó por el bosque. Todo estaba en silencio y el día era cálido y bochornoso.

Aparecieron cuatro jinetes nadir y Danyal tiró de las riendas. El corazón le latía con fuerza mientras se aproximaban. Uno de ellos llevaba un antílope muerto atravesado sobre la silla y el resto iba armado de arcos.

—Estás obstruyendo el paso —dijo el jinete que encabezaba la marcha, deteniéndose junto a ella.

Danyal guió la yegua hacia la izquierda y los hombres reanudaron la marcha.

Esa noche encendió una pequeña hoguera y se quedó dormida al instante.

Se despertó justo después de medianoche y vio una gigantesca silueta que, sentada junto al fuego, lo alimentaba con ramas. Desenvainó la daga lo más silenciosamente posible y apartó la manta. La figura estaba de espaldas y su piel brillaba a la luz de la luna. Era enorme; habría empequeñecido al mismo Durmast. Danyal se incorporó. El visitante se volvió…

Danyal se encontró ante un ojo espantoso, una ranura en lugar de nariz y un tajo bordeado de dientes a modo de boca.

—Migo —gruñó Kai, golpeándose el pecho—. Migo.

—Vete. —A Danyal se le aflojaron las piernas, pero respiró hondo y avanzó esgrimiendo el cuchillo.

Kai extendió un dedo agarrotado y, sin mirarla, empezó a arañar la tierra. Danyal se tensó, dispuesta a abalanzarse sobre él y clavarle el cuchillo. De repente, se dio cuenta de lo que hacía: en la arcilla reseca había dibujado, con trazos elementales, un hombre que sujetaba una ballesta.

—Waylander —dijo Danyal—. ¿Conoces a Waylander?

—Migo —dijo Kai, asintiendo. La señaló—. Anyal.

—Danyal. Sí. Sí. Soy Danyal. ¿Waylander está vivo?

—Migo. —Kai cerró el puño como si aferrara una daga. Se golpeó el hombro y la cadera.

—¿Está malherido? ¿Es eso lo que quieres decir? —El monstruo se limitó a mirarla—. Los guerreros de la Hermandad. ¿Lo han encontrado? Hombres altos de armadura negra.

—Muertos —dijo Kai, imitando los movimientos de una espada o un hacha. Danyal envainó el puñal y se sentó junto a él.

—Escúchame —le dijo, tocándole el brazo—. El hombre que los mató, ¿está vivo?

—Muerto —dijo Kai.

Danyal se reclinó y cerró los ojos.

Hacía unos meses había bailado para un rey. Unas semanas más tarde se enamoraba del asesino de aquel rey. Ahora estaba en medio de un bosque solitario, sentada junto a un monstruo que no sabía hablar. Se puso a reír ante lo absurdo que era todo.

Kai la escuchó reír, escuchó cómo su risa se transformaba en llanto, y observó las lágrimas que corrían por sus preciosas mejillas. Pensó que era tan bonita como aquella chica nadir. Tan pequeña, frágil y delicada.

Tiempo atrás, Kai quiso hacerse amigo de uno de esos seres tiernos. Capturó a una chica que lavaba ropa junto a un arroyo y se la llevó a la montaña donde le había guardado fruta y piedras bonitas, pero cuando llegaron, Kai se dio cuenta de que estaba rota y sin vida, con las costillas fracturadas donde la había rodeado con el brazo. Todo su poder curativo no le había servido de ayuda.

Nunca más volvió a tocarlas…

Seiscientos hombres empujaron la balista hasta dejarla a unos cincuenta pasos de la puerta. Aparecieron seis carros tirados por bueyes. Los drenai observaron a los hombres que se arremolinaban en torno a los carros, desuncían los animales e instalaban un cabrestante detrás de la balista.

—Que la mayoría se repliegue al Torreón —ordenó Karnak a Dundas, Jonat y varios oficiales que estaban en las cercanías—. Dejad en las murallas sólo una fuerza testimonial.

En cuestión de minutos un torrente de hombres franqueó las puertas del Torreón y fue a apostarse en las almenas.

Karnak abrió una bolsita de cuero que llevaba a un lado y sacó una torta dura de avena y azúcar. Arrancó un trozo y lo masticó a conciencia mientras continuaban los preparativos.

Varios soldados maniobraban con una gran piedra en la parte trasera del carro, sujetándola con cuerdas. A una señal, cuatro de ellos la izaron y la colocaron en la balista. Un oficial alzó la mano, levantaron suavemente una palanca y el brazo de la balista se proyectó hacia adelante.

Karnak observó la piedra que se remontaba en el aire y parecía crecer a medida que se aproximaba. Se estampó contra la muralla junto a la torre de la puerta con gran estruendo. La roca se desmenuzó y toda una sección de almenas se desmoronó por el impacto.

El general se acabó la torta, se encaminó al borde de la muralla y se subió a una almena.

—¡Aquí arriba, hijos de puta! —aulló. Retrocedió y bajó despacio por la escalera hasta las almenas principales—. ¡Alejaos de la muralla! —ordenó a sus hombres—. ¡Replegaos al Torreón!

Otro trozo de muralla estalló a unos treinta pies del general; piedras y rocas le pasaron silbando junto a la cabeza. Dos hombres salieron despedidos de las almenas y se estrellaron contra el patio empedrado.

Karnak soltó una maldición y bajó corriendo por la escalera. Ambos habían muerto.

Un proyectil alcanzó la torre de la puerta y de rebote hizo impacto en el techo del hospital. Las vigas crujieron, pero la piedra no lo atravesó. La torre de la puerta aguantó otros dos embates, pero al tercero toda la estructura se tambaleó y se desplomó. Los bloques de piedra cedieron con un gruñido chirriante y la torre se inclinó a la derecha derrumbándose detrás de las puertas.

En el hospital, Evris acababa de suturar la herida en el estómago de un joven soldado. El chico había tenido suerte; la estocada no había seccionado ningún órgano vital y lo único que podía temer era la gangrena.

La pared se resquebrajó; lo último que Evris vio fue una inmensa nube negra que engullía la habitación. El cuerpo delgado del cirujano quedó aplastado contra la pared opuesta junto al de su paciente. Otras cuatro piedras cayeron sobre el hospital y una linterna caída prendió fuego a una canasta de ropa. Las llamas lamieron el marco de una puerta y ascendieron por los muros del hospital. Pronto éste se convirtió en un infierno. Muchas salas no tenían ventanas y cientos de heridos murieron asfixiados por el humo. Los enfermeros intentaron combatir el fuego y llevar a los pacientes a un lugar seguro, pero lo único que consiguieron fue quedarse ellos también atrapados.

Las puertas se hicieron trizas cuando una roca gigantesca atravesó las trancas de roble. Otro proyectil completó su obra; los sólidos goznes de bronce se desprendieron y la hoja izquierda se desplomó.

Karnak lanzó un escupitajo y maldijo en voz baja. Se dirigió a las puertas del Torreón.

—Estamos acabados, general —dijo un soldado al entrar el general.

—Las perspectivas no son muy alentadoras —convino Karnak—. Cierra las puertas.

—Podría salir alguien del hospital —protestó el hombre.

—Nadie sobrevivirá en ese infierno. Cierra las puertas.

Karnak se dirigió a la gran sala donde Dardalion y los doce sacerdotes que quedaban de los Treinta estaban profundamente concentrados en la oración.

—¡Dardalion!

—¿Sí, general? —El sacerdote abrió los ojos.

—Dime si Egel viene hacia aquí.

—No puedo. La Hermandad está por doquier y no podemos salir.

—Sin Egel estamos sentenciados. Acabados. Todo habrá sido inútil.

—Lo habremos intentado, general. No se puede pedir más.

—Yo sí, maldita sea. Los intentos son para los perdedores, lo único que cuenta es ganar.

—Waylander ha muerto —dijo Dardalion de repente—, pero la Armadura está en camino. Egel la tendrá dentro de poco.

—Para nosotros ya es demasiado tarde. La Armadura iba a ser un símbolo en torno al cual todos se aglutinaran. Si Egel aún no ha engrosado sus filas, no servirá de nada.

—A nosotros no, general. Pero Egel podría aliarse con Pestillo de Hierro.

Karnak no respondió. El argumento era de una lógica irrefutable, y tal vez ése había sido el plan de Egel desde el principio. Este sabía que Karnak era un enemigo potencial a largo plazo. ¿Qué mejor manera de neutralizarlo que permitir que los vagrianos acabaran con sus ambiciones? Y una alianza con Pestillo de Hierro podría abrir una brecha en las fuerzas vagrianas y liberar la capital.

Purdol se quedaría esperando.

Egel lo tendría todo: la Armadura, el ejército y la nación.

—Si puede —dijo Dardalion—, vendrá.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Egel es un hombre de honor.

—Y eso ¿qué significa? —replicó Karnak con brusquedad.

—Espero que signifique que Egel hará exactamente lo que vos haríais en su lugar.

—Espero que no, Dardalion —dijo Karnak riendo; había recobrado el buen humor—. Cuento con que venga.

Mientras dormía, Danyal advirtió que una voz se abría paso entre sus sueños, entremezclándose con sus pensamientos e insistiendo en su conciencia hasta que reconoció a Dardalion; parecía más delgado y más viejo, agobiado por un peso enorme.

—Danyal, ¿me oyes?

—Sí —dijo ella sonriendo con expresión adormilada.

—¿Estás bien?

—Al menos no estoy herida.

—¿Aún tienes la Armadura?

—Sí.

—¿Dónde estás?

—A menos de un día del río y el transbordador. Me acompaña un ser monstruoso que vio morir a Waylander.

—Abre los ojos y muéstramelo —dijo Dardalion. Danyal se sentó. Kai seguía sentado junto al fuego con el gran ojo cerrado y la enorme boca abierta.

—No hay maldad en él —dijo Dardalion—. Ahora escúchame, Danyal; intentaré contactar con Egel y le pediré que envíe tropas para escoltarte. Espera en el transbordador hasta que tengas noticias mías.

—¿Dónde estás?

—En Dros Purdol, pero aquí la situación es desesperada; en unos días habrán acabado con nosotros. Hay menos de seiscientos hombres para defender la fortaleza y nos hemos replegado al Torreón. Casi no quedan víveres y el agua está en malas condiciones.

—¿Qué puedo hacer?

—Espera en el transbordador. Que la Fuente te bendiga, Danyal.

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