Vencer al Dragón (37 page)

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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

BOOK: Vencer al Dragón
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—Son estrechas —dijo Gareth, deprimido—. Halnath está construida sobre una serie de acantilados…, la ciudad inferior, la ciudad superior, la universidad y la ciudadela por encima y la única forma de entrar es por la ciudad inferior. Los espías han tratado de pasar por los acantilados al lado de la montaña y cayeron y murieron. —Volvió a ajustarse los anteojos rotos—. Y además —continuó—, Zyerne sabe tanto como yo que Halnath es el único lugar al que podemos ir.

—Maldición. —John miró a Jenny, sentada contra las curvas extrañas de los huesos complejos del hombro del dragón—. Para ser algo que nunca ha sido asunto mío, esto empeora por momentos.

—Yo podría ir —aventuró Trey—. Las tropas me reconocerían menos. Y podría decirle a Policarpio…

—Nunca te dejarían pasar —dijo John—. No creas que Zyerne no sabe que estás aquí, Trey; y no creas que te dejará ir porque eres la hermana de Servio o que Servio es capaz de enfrentarse a Zyerne y pedirle que te proteja, Zyerne no puede permitir que ninguno de nosotros llegue hasta los gnomos y les diga que el dragón se ha ido de la Gruta.

Ése es el problema, justamente,
dijo Morkeleb, tenso.
El dragón NO se ha ido de la Gruta. No lo hará hasta que Zyerne sea destruida. Y no me quedaré aquí, así, tranquilo, a ver cómo los gnomos hacen su comercio despreciable con mi oro.

—¿
Tu
oro? —John levantó una ceja. Con un gesto rápido de la mente, Jenny detuvo de nuevo a Morkeleb.

Ellos tampoco lo permitirían,
dijo ella, sólo para el dragón.
Sólo sería cuestión de tiempo el que su desconfianza hacia los dragones los ganara de nuevo y trataran de matarte. No…, tenemos que liberarte.

¡Liberarme!
La voz dentro de la mente de Jenny era ácida como el olor del vinagre.
¿Liberarme para echarme como un mendigo a la calle?
El dragón movió la cabeza y las largas escamas de su melena chocaron suavemente unas con otras.
Tú me has hecho esto, mujer maga… Antes de que tu mente tocara la mía, no estaba atado a este lugar…

—Estaba atado —dijo Aversin con tranquilidad—. Lo que sucede es que antes de que la mente de Jenny tocara la tuya no lo sabías. ¿Trataste de irte antes?

Me quedé porque quería quedarme.

—Y el viejo rey quiere quedarse con Zyerne, aunque ella lo está matando. No, Morkeleb, ella te consiguió a través de tu avaricia, tu deseo por el oro, como consiguió al pobre padre de Gar a través de su dolor y a Servio a través de su amor. Si no hubiéramos venido, te habrías quedado aquí, atado con encantamientos a pensar sobre tu tesoro hasta que murieras… Es sólo que ahora lo sabes y antes no.

¡Eso es mentira!

Mentira o no,
dijo Jenny,
te ordeno, Morkeleb, que apenas amanezca me lleves sobre la montaña hasta la ciudadela de Halnath, para que pueda hacer que Policarpio el Señor lleve a estos otros a la seguridad a través de la Gruta.

El dragón se levantó, temblando de rabia. Su voz golpeó en la mente de ella como un látigo de plata.

¡No soy tu paloma ni tu siervo!

Jenny también estaba de pie ahora, mirando hacia arriba, las profundidades blancas de sus ojos.

No,
dijo, aferrándose a la cadena de cristal del nombre interno del dragón.
Eres mi esclavo por eso que me diste cuando te salvé la vida. Y por eso que me diste, te digo que eso es lo que harás.

Los ojos de los dos se trabaron uno con otro. Los otros tres, sin oír lo que pasaba entre las dos mentes, veían y sentían sólo la rabia ardiente del dragón. Gareth tomó a Trey de la mano y la llevó hacia atrás, hacia el refugio de la entrada; Aversin hizo un movimiento como para levantarse y después se dejó caer con un gemido. Rechazó, enfurecido, el intento de Gareth de ponerlo a salvo; sus ojos no se apartaron ni un momento de la forma pequeña, flaca de la mujer que estaba de pie frente a la rabia humeante de la bestia.

Jenny se dio cuenta de todo eso, pero a distancia, como uno nota el tejido de un tapiz sobre el que se han pintado otros colores. Toda su mente se enfocó con la exactitud del cristal contra la mente que se elevaba como una onda oscura contra ella. El poder que había nacido en ella por el toque de la mente del dragón se fortaleció y ardió, forzando a Morkeleb a retroceder. Ella comprendió que el nombre de él era un arma de muchos filos en sus manos. Un segundo después, Morkeleb volvió a sentarse sobre sus ancas y luego retomó su posición de esfinge.

Dentro de la mente de Jenny, su voz dijo con suavidad:

Sabes que no me necesitas para volar sobre las montañas, Jenny Waynest. Conoces la forma de los dragones y su magia. Ya tienes la magia.

Podría tener la forma,
replicó ella,
porque tú me ayudarías a hacerlo para librarte de mi voluntad. Pero no me ayudarías a sacármela luego.

Mirar las profundidades de los ojos de él era como caer en el corazón de una estrella.

Si tú quisieras, yo lo haría.

Ella tembló como con el calor terrible de la fiebre. Sentía la necesidad del poder, la necesidad de apartarse de todo lo que la había separado de eso en el pasado.

—Para ser mago debes ser mago —había dicho Caerdinn. Y también había dicho—: Los dragones no engañan con mentiras, engañan con la verdad.

Jenny desvió la mirada de esas profundidades cósmicas.

Lo dices sólo porque si yo fuera dragón, dejaría de querer dominarte, Morkeleb el Negro.

Él replicó:

No «sólo», Jenny Waynest.

Y como un espectro, se desvaneció en la oscuridad.

Jenny no durmió esa noche, aunque todavía estaba exhausta por la batalla en las Puertas. Se sentó en los escalones, como casi toda la noche anterior, mirando y escuchando…, se dijo a sí misma que esperaba a los hombres del rey, pero sabía que no vendrían. Sentía la noche con intensidad física, la luz de la luna como un reborde de plata fundida en cada astilla, cada grieta sobre los escalones quemados en los que estaba sentada, la luna que convertía en pedacitos de blanco cada brote nudoso de maleza en el polvo pisoteado de la plaza, allá abajo. Ya temprano, mientras atendía a John junto al fuego en la Sala del Mercado, los cuerpos de los asaltantes muertos habían desaparecido de los escalones. Ella no sabía si era porque a Morkeleb le molestaban o porque había tenido hambre.

Sentada en la quietud helada de la noche, meditó buscando una respuesta dentro de sí misma. Pero su propia alma estaba turbia, dividida entre la gran magia que siempre había quedado un poco más allá de su alcance y las pequeñas alegrías que había atesorado en su lugar: el silencio de la casa en Colina Helada, el recuerdo de unas palmas pequeñas que se aferraban a las suyas y John.

John,
pensó y miró atrás a través del arco ancho de la Puerta hacia el lugar donde él estaba acostado, envuelto en pieles de oso, junto al brillo leve del fuego.

En la oscuridad, Jenny dibujó su figura, la forma compacta de hombros anchos que se combinaba de un modo tan extraño con la flexibilidad de lebrel de sus movimientos. Recordaba los temores que la habían llevado a la Gruta a buscar drogas…, que la habían llevado a mirar por primera vez en los ojos de plata del dragón. Ahora, como entonces, casi no podía pensar en años de su vida que no incluyeran o fueran a incluir esa sonrisa triangular, pasajera.

Adric ya la tenía, junto con la alegría y la mitad soleada de la personalidad rápida de John. Ian tenía su sensibilidad, su curiosidad irritante, insaciable y su atención. Sus hijos, pensó ella. Mis hijos.

Sin embargo, el recuerdo del poder que había conjurado para detener a la multitud que quería lincharlos sobre esos mismos escalones volvía a ella, la dulzura y el terror y el éxtasis. Sus resultados la habían horrorizado y el cansancio de ese poder todavía colgaba de sus huesos, pero el gusto que quedaba era de triunfo: lo había dominado. ¿Cómo podía haber perdido todos esos años antes de empezar?, se preguntó. El toque de la mente de Morkeleb había entreabierto miles de puertas dentro de sí misma. Si ahora le volvía la espalda, ¿cuántas de esas habitaciones podría explorar? La promesa de la magia era algo que sólo alguien que ha nacido mago puede entender; la necesidad, como una lujuria o un hambre, algo que sólo alguien que ha nacido mago puede sentir. Había una magia que ella nunca había soñado que podía hacerse a partir de la luz de ciertas estrellas, conocimiento no tocado en las mentes oscuras, eternas de los dragones y en el canto de las ballenas en el mar. La casa de la colina que amaba tanto volvió a ella como el recuerdo de una prisión estrecha; la forma en que se aferraban las manos pequeñas en sus faldas, la boca de un niño en su pecho, le parecieron durante un momento sólo lazos que le impedían caminar a través de esas puertas hacia el aire que se movía, libre, afuera.

¿Era esto que le pasaba un encantamiento de Morkeleb?, se preguntó, envolviéndose mejor en el peso suave de la piel de oso y mirando la oscuridad regia y azul del cielo sobre el acantilado del oeste. ¿Era algo que él había sacado de las profundidades de su alma para que dejara las preocupaciones de los seres humanos y lo liberara del dominio de la mente de ella para siempre?

¿Por qué dijiste «no sólo», Morkeleb, el Negro?

Tú lo sabes tan bien como yo, Jenny Waynest.

Morkeleb había estado invisible en la oscuridad. Ahora, la luz de la luna que le salpicaba la espalda era como una alfombra de diamantes y sus ojos de plata parecían pequeñas lunas semicerradas. Ella no sabía cuánto tiempo hacía que estaba allí; la luna había caído, las estrellas se movían. Su llegada había sido como un pluma en la noche quieta.

Lo que les das a ellos lo tomas de ti misma. Cuando nuestras mentes estaban una dentro de la otra, vi la lucha que te ha torturado durante toda la vida. No entiendo las almas de los hombres, pero tienen un brillo propio, como oro suave. Eres fuerte y bella, Jenny Waynest. Me gustaría que te volvieras uno de nosotros y vivieras con nosotros en las islas de rocas de los mares del norte.

Ella meneó la cabeza.

No me volveré contra los que amo.

¿Volverte contra ellos?

La luz de la luna que se hundía tiñó la melena de escarcha cuando el dragón movió la cabeza.

No. Sé que nunca harías eso aunque con lo que te ha hecho su amor, se lo merecerían. Y en cuanto al amor ése de que hablas, no sé lo que es…, no es cosa de dragones. Pero cuando me vea libre de los hechizos que me atan aquí, cuando vuele al norte de nuevo, ven conmigo. Eso es algo que tampoco había sentido nunca, este deseo de que seas un dragón para que puedas estar conmigo. Y dime, ¿qué te importa si ese muchacho Gareth se convierte en esclavo de la mujer de su padre o de una mujer que él mismo elija? ¿Qué te importa quién es dueño de la Gruta o cuánto tiempo pueda esta mujer Zyerne seguir corrompiendo su mente y su cuerpo hasta que muera cuando ya no recuerde lo suficiente de su propia magia para seguir viviendo? ¿Qué te importa si las Tierras de Invierno las defienden un grupo de hombres u otro o si allí tienen libros para leer sobre los hechos de un tercero? Todo eso no es nada, Jenny Waynest. Tus poderes son mayores.

Dejarlos ahora sería como volverse contra ellos. Me necesitan.

No te necesitan, replicó el dragón. Si las tropas del rey te hubieran matado sobre estos escalones, habría sido lo mismo para ellos.

Jenny levantó la vista para mirarlo, esa forma oscura de poder, infinitamente más grande que el dragón que John había matado en Wyr e infinitamente más hermoso. El canto de ese alma producía ecos en la mente de ella, magnificados por la belleza del oro. Aferrada a la luz del día que conocía para luchar contra la llamada de la oscuridad, sacudió la cabeza de nuevo y dijo:

No habría sido lo mismo.

Reunió las pieles a su alrededor, se levantó y bajó a la Gruta.

Después del filo del aire nocturno, la gran caverna parecía cerrada y olía a humo. El fuego moribundo arrojaba extrañas chispas color ámbar contra el laberinto de Marfil de las torres invertidas que había más arriba y brillaba levemente contra los extremos de las cadenas rotas de las lámparas que colgaban de la negrura de la bóveda. Siempre era así, pasar del aire de la noche libre a la quietud pesada del interior, pero ahora el corazón le dolía de pronto, como si hubiera abandonado el aire libre y hubiera elegido la prisión para siempre.

Dobló la piel de oso, la dejó junto al fuego del campamento y descubrió el lugar en que había estado apoyada su alabarda contra los pocos paquetes que habían traído con ellos desde el campamento anterior. En algún lugar de la oscuridad, oyó un movimiento, el sonido de alguien que tropieza sobre una capa. Un momento después, la voz de Gareth dijo con suavidad:

—¿Jenny?

—Aquí estoy. —Se enderezó, la cara pálida y las hebillas metálicas de su chaqueta de cuero de oveja brillantes en la luz baja del ruego.

Gareth parecía cansado y consumido en su camisa, sus pantalones y una capa manchada y arrugada, lo menos parecido posible al petimetre cortesano de hacía menos de una semana, cuidadoso con sus mantos rosados y blancos. Pero también había menos en él del joven flaco y ansioso que había cabalgado hacia las Tierras de Invierno en busca de su héroe, notó Jenny.

—Tengo que irme —dijo ella con suavidad—. Va a amanecer. Recoge las armas que puedas, en caso de que vuelvan los hombres del rey y haced una barricada detrás de las puertas interiores del Gran Pasaje. Hay cosas malas en la oscuridad. Tal vez os ataquen cuando se acabe la luz.

Gareth tembló con todo su cuerpo y asintió.

—Le diré a Policarpio cómo está la situación. Vendrá aquí a buscaros si no han hecho estallar los caminos por la Gruta. Si no llego a Halnath…

El muchacho la miró y las conclusiones heroicas y simples de una docena de baladas reverberaron en su cara descompuesta.

Ella sonrió, con la llamada del dragón en su mente. Se estiró para poner una mano sobre la mejilla seca de él.

—Cuida de John por mí.

Luego se arrodilló y besó los labios y los párpados cerrados de John. Se levantó, cogió una capa y su alabarda y caminó hacia el aire claro, gris pizarra, que parecía agua, al otro lado del arco oscuro de la Puerta.

Mientras pasaba por el arco, escuchó una voz de campesino del norte que protestaba tras ella:

—¡Así que cuidar a John!, ¿eh?

15

La luz diluía la oscuridad y convertía el aire de terciopelo en seda. El frío cortaba las manos y la cara de Jenny, llenándola de una sensación de alegría extraña y creciente. Los anfiteatros altos y los valles colgantes de las cimas dentadas de la Pared estaban manchados de azul y lavanda contra el gris carbón del cielo; por debajo de ella, la niebla colgaba como lana deshilacliada de los huesos de la aldea sombría. Durante un rato, se sintió sola y completa, no desgarrada por el poder o el amor, respirando a solas el aire afilado de la aurora.

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