Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (15 page)

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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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Una vez adoptada esta determinación, quedaba por resolver el problema de cuáles podrían ser los aliados más convenientes para los tenochcas. Los beneficios obtenidos como resultado de la reciente alianza guerrera con Texcoco eran obvios, como lo eran también las ventajas que podrían alcanzarse a través de una colaboración entre ambos Reinos que no se limitase a los asuntos puramente militares, sino que incluyese las más diversas cuestiones. Así pues, la inclusión de Texcoco en la proyectada alianza resultaba un hecho natural y lógico.

En contra de lo que cualquiera hubiera podido suponer, Tlacaélel decidió elegir como tercer miembro integrante de la Confederación al Reino de Tlacópan; constituido por población de origen tecpaneca, y por consiguiente, enemiga reciente de Tenochtítlan. La elección de tan inesperado aliado no obedecía a un simple capricho del Portador del Emblema Sagrado, sino a una bien calculada política de reconciliación con los tecpanecas, o más exactamente, con los múltiples sabios y artistas con que este pueblo contaba debido a los esfuerzos realizados por sus autoridades para preservar la valiosa herencia tolteca. La existencia de un Reino tecpaneca dotado de un alto grado de independencia —al impedir la emigración y consiguiente dispersión de la clase culta de este pueblo— garantizaba la colaboración de importantes sabios y artistas en la realización de toda clase de labores culturales.

A través de largas pláticas sostenidas entre los principales consejeros de Itzcóatl, Nezahualcóyotl y Totoquihuátzin —rey de Tlacópan—, fue quedando establecida la forma en que habría de funcionar la alianza que estaba por pactarse. Concluidas las conversaciones, tuvieron lugar en diferentes poblaciones animados festejos populares para celebrar tan importante acontecimiento y, finalmente, la Triple Alianza quedó plenamente formalizada por medio de una impresionante ceremonia religiosa efectuada en la capital azteca, en la que participaron los tres monarcas ante la presencia del pueblo y de las más importantes personalidades de Tenochtítlan, Texcoco y Tlacópan.

El Azteca entre los Aztecas podía estar satisfecho de los sólidos cimientos que había construido como asiento del futuro Imperio. La Triple Alianza garantizaba a los tenochcas la amistad de dos importantes pueblos cercanos a su capital, los cuales, por el hecho de ser aliados y no vasallos, habrían de proporcionarles una valiosa colaboración.

Apenas concluidos los festejos celebrados con motivo de la concertación de la Triple Alianza, Tlacaélel se propuso iniciar la tarea que calificaba como la más alta misión que intentaría realizar en su vida —superior incluso a la construcción de un Imperio—, o sea la creación de un vigoroso movimiento de renovación espiritual, que permitiese nuevamente a los seres humanos participar activamente en la labor de colaborar a un mejor desarrollo del Universo.

Para dar cumplimiento a tan difícil tarea, el Portador del Emblema Sagrado decidió solicitar la ayuda de los dirigentes de las diferentes organizaciones religioso-culturales existentes en el mundo náhuatl y en las regiones próximas al mismo.

Convocados por medio de los eficaces mensajeros tenochcas y procedentes de las más diversas regiones, importantes dirigentes de una gran variedad de organizaciones religioso-culturales comenzaron a concentrarse en Tenochtítlan. La mayor parte de los recién llegados pertenecían a instituciones surgidas en donde antaño florecieran los Imperios Toltecas, sin embargo, había también representantes de organizaciones existentes en las fértiles tierras del hule próximas al mar, así como destacados dignatarios que habitaban en lejanas y montañosas regiones. En esta forma, congregados por el Heredero de Quetzalcóatl, una auténtica asamblea de hombres ilustres por su saber y experiencia inició sus deliberaciones en la capital azteca.

Una vez transcurridas las sesiones preliminares, durante las cuales se puso de manifiesto el generalizado sentir de todos los participantes en cuanto a la necesidad de intentar romper el paralizante estancamiento espiritual en que la humanidad se debatía, el Portador del Emblema Sagrado expuso, con el vigor y la energía que le eran característicos, las bases y lineamientos fundamentales de su ambicioso proyecto: la unificación del género humano con el objeto de lograr un desarrollo más acelerado y armónico del sol, mediante la práctica en gran escala de los sacrificios humanos.

Los planteamientos de Tlacaélel entrañaban la más drástica ruptura con las antiguas formas del pensamiento náhuatl, su osado proyecto, presentado ante una asamblea integrada por individuos consagrados a la preservación del saber tradicional, produjo en los que le escuchaban una gran sorpresa y la más completa confusión.

A solicitud de una gran mayoría de los integrantes de la Asamblea, Nezahualcóyotl dio respuesta en la siguiente sesión a la proposición de Tlacaélel. Haciendo gala de un elegante dominio de los más refinados giros del idioma de sus mayores y manifestando a lo largo de su exposición no sólo un profundo conocimiento de las bases fundamentales sobre las que se estructuraba la Cultura Náhuatl, sino también un entrañable amor hacia dicha cultura, el gobernante poeta manifestó un parecer del todo contrario al sustentado por Tlacaélel. Nezahualcóyotl estaba de acuerdo en que debía intentarse un gigantesco esfuerzo tendiente a lograr que la humanidad superase el pesado letargo que la dominaba, pero difería en cuanto al medio propuesto para alcanzar este fin. A su juicio, el mejor camino para alcanzar la elevación espiritual que todos anhelaban, consistía en el desarrollo de una corriente de pensamiento que subrayase la unidad de la Divinidad, retornando con ello a la base misma de la más antigua tradición religiosa, oscurecida desde hacía largo tiempo por la preferente atención que los humanos solían prestar a manifestaciones importantes pero secundarias del Ser Divino, como lo eran los cuerpos celestes que poblaban el Universo.

Tras de afirmar que sólo el Ser Supremo era real e inmutable y que el movimiento de renovación espiritual que se intentaba crear debería sustentarse en una mejor y mayor comprensión de su esencia, Nezahualcóyotl concluyó su brillante exposición con una poética enunciación de algunos de los atributos del Dios Único: Dador de la Vida, Dueño de la Cercanía y la Proximidad, Inventor de Sí Mismo, Ser Invisible e Impalpable, Señor de la Región de los Muertos y Autor del Libro en cuyas pinturas existimos todos.

La contraproposición de Nezahualcóyotl vino a incrementar la confusión prevaleciente en la Asamblea. Aun cuando efectivamente el concepto de un Dios superior y único formaba parte de una inmemorial tradición religiosa, los más destacados pensadores de todos los tiempos habían coincidido en señalar la inutilidad de los esfuerzos humanos encaminados a tratar de comprender su naturaleza, concluyendo que lo único que podía afirmarse acerca del mismo era la existencia de su realidad, pero que todo lo relativo a su íntima esencia y a sus posibles motivaciones constituía un misterio impenetrable e irresoluble.

Ante la encrucijada planteada por las contradictorias propuestas de Tlacaélel y Nezahualcóyotl, los integrantes de la Asamblea, por acuerdo unánime, decidieron consultar al “Códice que responde a todas las preguntas”, o sea indagar cuáles eran en esos momentos las influencias celestes dominantes sobre la tierra, para así estar en posibilidad de adoptar la resolución que estuviese más acorde con dichas influencias.

Los complejos conocimientos requeridos para averiguar cuál era el influjo predominante de los astros en un determinado momento, constituían una de las más valiosas herencias culturales que sabios y sacerdotes habían logrado preservar tras el colapso sufrido por las antiguas civilizaciones. De entre los distintos medios empleados para indagar los designios trazados por los astros, existía uno considerado por todos como el más certero: el “Ollama”,
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que partiendo del principio filosófico que postulaba la íntima conexión de todo lo existente en el Universo, buscaba reproducir en un pequeño escenario sobre la tierra lo que acontecía en la vasta inmensidad del cosmos. Cada uno de los individuos que participaba en esta ceremonia actuaba en ella como representante de un determinado planeta.
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En igual forma, la determinación del sitio y de las dimensiones del recinto donde debía tener lugar la ceremonia, así como del día y momento más adecuados para la celebración de la misma, se fijaban mediante complicados cálculos astronómicos.

En Tenochtítlan no se había celebrado jamás una ceremonia de esta índole, razón por la cual no existía el recinto apropiado para llevarla a cabo. Así pues, los integrantes de la Asamblea primero tuvieron que realizar los estudios encaminados a la construcción de un “Tlachtli”,
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para posteriormente, dirigir su edificación y efectuar la elección de las personas que habrían de participar en el ritual destinado a obtener información sobre los dictados de los astros.

Una vez concluidos todos los preparativos, tuvo lugar el legendario ritual ante la presencia de la totalidad de los integrantes de la Asamblea y de los reyes de Tenochtítlan, Texcoco y Tlacópan. Una intensa emoción dominaba a los espectadores, mientras contemplaban el incesante ir y venir de la compacta pelota de hule dentro de los bien marcados límites del pequeño terreno que en aquellos momentos simbolizaba el Universo entero.

Al finalizar la segunda y última parte de la ceremonia,
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ninguno de los presentes en la misma ignoraba ya cuál era la conclusión que podía inferirse como resultado de la indagación que acerca de las influencias de los astros acababan de realizar: el predominio de Huitzilopóchtli era incontrastable,
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la hegemonía que ejercía en esos momentos sobre los seres que poblaban la Tierra —misma que al parecer se prolongaría durante un largo período— era muy superior a la procedente de cualquier otro cuerpo celeste.

Al día siguiente de celebrada la ceremonia la Asamblea prosiguió sus deliberaciones. Una vez más, Tlacaélel hizo uso de la palabra para insistir en su proposición inicial, apoyándose en los resultados aportados por la reciente investigación cósmica. La supremacía de Huitzilopóchtli —sentenció el Portador del Emblema Sagrado— impregnaba a la Tierra de evidentes y poderosas influencias bélicas, bajo cuyo dictado se generarían incesantes enfrentamientos entre los seres humanos. En su proyecto, las guerras que habrían de producirse en el futuro debido a las influencias cósmicas tendrían un concreto y elevado propósito: impulsar el crecimiento del astro del cual dependía primordialmente el desarrollo de todos los seres.

En esta ocasión, los argumentos del Azteca entre los Aztecas terminaron por convencer a los integrantes de la Asamblea. El resultado de la reciente ceremonia les había llevado a la conclusión de que se aproximaba para la humanidad una larga época de contiendas como inevitable consecuencia de las fuerzas prevalecientes en el cosmos, por lo que consideraron que la implantación del sistema propuesto por Tlacaélel —en el que al menos se pretendía canalizar la energía derivada de las guerras hacia un propósito específico— constituía un mal menor a la simple realización anárquica y sin sentido, que de otra forma tendrían dichas contiendas.

Únicamente Nezahualcóyotl mantuvo una inalterable oposición al proyecto de su mejor amigo, pero dado que no sólo el sentir general de la Asamblea sino al parecer hasta el de la Bóveda Celeste eran contrarios a sus personales puntos de vista, se contentó con lograr para los texcocanos una situación de exclusión: a cambio de su promesa de no oponerse a la realización de los planes trazados por Tlacaélel, éste se comprometió a su vez a no pretender implantar, dentro de los confines del Reino de Texcoco, los nuevos conceptos y prácticas con los que se proponía reorganizar a todos los pueblos de la Tierra.

Con objeto de lograr una más rápida aceptación de los conceptos y sistemas cuyo establecimiento proyectaba, Tlacaélel consideró que resultaría conveniente tratar de borrar de la memoria colectiva de las distintas poblaciones aquellos conocimientos del pasado que implicasen una oposición a las ideas que intentaba poner en vigor. Para lograr esto, previno a sus oyentes que en un futuro cercano ordenaría que en todas aquellas regiones que fuesen quedando bajo el dominio tenochca se procedería a la inmediata destrucción de los antiguos códices. El Azteca entre los Aztecas comprendía muy bien que si bien esta drástica medida era necesaria para facilitar la difusión de los nuevos conceptos, la destrucción de aquellos venerados documentos constituiría una pérdida irreparable; así pues, aconsejó a los integrantes de la Asamblea —pertenecientes todos ellos a las diferentes organizaciones religioso-culturales en cuyo poder se encontraban la mayor parte de los códices— que seleccionasen de entre el sinnúmero de documentos que poseían aquéllos que en verdad representasen un auténtico legado de sabiduría y que los ocultasen cuidadosamente en lo más profundo de recónditas cavernas. En esta forma, la valiosa herencia cultural contenida en aquellos códices se salvaría y podría ser utilizada en algún futuro remoto, sin que por el momento su existencia representase un obstáculo a la realización de los planes tenochcas.

Finalmente, los participantes en la Asamblea elaboraron un extenso proyecto con objeto de lograr la máxima colaboración de cada una de las diferentes instituciones religioso-culturales representadas en aquella reunión, cuyos componentes se comprometían a realizar un gigantesco esfuerzo tendiente a superar la decadencia cultural imperante, para lo cual se reimplantarían en todas partes los antiguos procedimientos de enseñanza que propiciaban un armónico desenvolvimiento de la personalidad, incluyendo el desarrollo de facultades que comúnmente permanecían dormidas en la mayor parte de los seres humanos.

Las bases sobre las cuales se edificaría todo el movimiento ideológico y cultural propiciado por el advenimiento de la hegemonía tenochca habían quedado sólidamente establecidas.

Capítulo XIII
LA REBELIÓN DE LOS FALSOS ARTISTAS

Atraídos por los importantes privilegios que las autoridades aztecas otorgaban a quienes se dedicaban al ejercicio de las bellas artes, un creciente número de artistas y artesanos comenzó a concentrarse en la capital azteca.

Siempre que se creaba una nueva corporación de artistas o artesanos, Tlacaélel formalizaba el acontecimiento con su presencia y aprovechaba la ocasión para exhortarlos a que intentasen propiciar un renacimiento artístico que no fuese una simple repetición de lo efectuado en el pasado, sino que innovase radicalmente esta clase de actividades.

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