Otra lucha / El final de la lucha (18 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Otra lucha / El final de la lucha
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Un súbito desmadejamiento invadió todo su cuerpo. Casi no tuvo fuerzas ni para levantarse del sillón y coger la gran cartera que le tendía el banquero, explicándole:

—Aquí está todo el dinero. Llévelo en esta cartera, pues no le cabría en los bolsillos. Pero… ¿qué le ocurre? Parece enfermo.

—Es… es… no, no es nada. El cansancio…

—Trabaja usted demasiado. Estas elecciones le destrozarán. Claro que sólo se celebran una vez cada cuatro años.

—Desde luego… Muchas gracias por todo. Adiós…

Borraleda salió del despacho del banquero sintiendo que todo un mundo pesaba sobre sus hombros. Regresó a su casa y entró en el salón. ¿Qué debía hacer? Si marchaba en busca de Isabel, perdía, irremisiblemente, las elecciones. El último discurso electoral debía celebrarlo en compañía de Walter Dun, su rival. Era el sistema californiano. Primero hablaría uno y luego el otro. Deberían rebatirse, cortésmente, sus declaraciones, y el que saliera mejor librado tendría muchas probabilidades de salir triunfante; pero si él no estaba cuando Walter Dun hablase…

Y no podía estar si marchaba a Dos Ríos a salvar a la mujer a quien veinticuatro horas antes quería abandonar.

En la carta, los secuestradores le daban un plazo limitado para entregar el rescate. ¿Qué podía hacer? ¿Presentar al público la carta recibida? No probaba nada; no acusaba a nadie; podía ser, sin ninguna dificultad, una falsificación, y como tal la calificarían sus adversarios. Walter Dun tenía fama de gran honradez. Nadie creería, en California, que fuese capaz de pagar a unos secuestradores para que raptasen a la esposa de su contrincante. Y, sin embargo, Víctor Kennedy, el hombre de confianza de Walter Dun, era culpable de un intento de apoderarse de la correspondencia amorosa del adversario de su jefe. Y no sólo eso, había sido el cerebro director del asesinato de Elena Osorio; pero de nada de esto existían pruebas tangibles.

El cargo de gobernador era su sueño dorado. Desde que inició su carrera política lo ambicionaba, y cuando prácticamente lo tenía al alcance de la mano, el riesgo en que se hallaba su esposa le alejaba de la meta y ponía en peligro toda la labor de aquellos años.

Antes de saber cómo había ocurrido encontróse recordando pequeños sucesos de su vida matrimonial. Aquella mañana en que vio por primera vez a Isabel… Aquella puesta de sol que vivieron junto al mar enrojecido, como si el astro del día se deshiciera al contacto con el agua… Y cuando él habíase sentido abatido… Y cuando ella le ayudó con su silencio, sin inquirir los motivos de angustia… Y aquella vez en que hasta los médicos desesperaban de salvarle… ¿Cuántos días estuvo enfermo? Diez… o doce… Sí, fueron doce… Y ni una sola vez, al abrir los ojos, dejó de ver a Isabel junto a su lecho… Luego, ella había estado enferma, agotada por el esfuerzo… Y él no tuvo energías para hacer lo que ella, mucho más débil, había realizado.

De pronto se encontró con que ya había tomado una decisión. Y casi antes de saber qué decisión era aquélla, estaba marchando en su coche hacia Dos Ríos, dejando tras él el más dorado de sus sueños políticos. Sin lamentarlo. Sin arrepentirse; deseando poder llegar en unos minutos junto a Isabel… No para poder volver a tiempo, sino para pedirle perdón por todo lo malo que le había hecho.

No quiso descansar en ninguna de las posadas. Apenas descendió del carruaje cuando éste se detenía a cambiar de caballos. Su orden era siempre la misma: «Adelante, lo más de prisa posible». Y así hora tras hora, bordeando las montañas de aquella zona, dejando atrás la bahía de San Francisco y a su izquierda el Pacífico.

Cambiaba los caballos antes de que los animales estuvieran agotados y redujesen la velocidad. Comía en el coche, envidiando a las aves que no encontraban obstáculos en su vuelo y que podían llegar junto a Isabel mucho antes que él.

No quiso detenerse ni para dormir, y descabezó un mal sueño mecido por los violentos vaivenes del coche. Antes de que el sol iluminara las altas cumbres, Borraleda ya estaba despierto y sin el menor rastro de sueño. A medida que el sol iba ascendiendo y su luz resbalaba hacia las laderas de los montes, su ansiedad se hacía mayor. Ya faltaba poco. A mediodía llegarían a Dos Ríos.

Cuando el coche desembocó en la tranquila plaza del viejo pueblo, asustando gallinas y haciendo ladrar a los perros, Borraleda sintió un momentáneo alivio. ¡Por fin estaba allí! Saltó del carruaje y miró a su alrededor. ¿Dónde se encontraba el que debía conducirle junto a Isabel?

Pero ni entonces ni en las horas que transcurrieron hasta las nueve de la noche apareció nadie con ningún mensaje.

Tal vez había llegado demasiado pronto. Lamentó no haber preguntado, por el camino, si le había precedido algún coche en el que viajase una mujer. ¿Y si él se había adelantado?

Abatido, subió a la habitación que había contratado en la posada. El viaje había sido en vano. Hasta era posible que no hubiesen sacado a Isabel de Sacramento y que para hacerle perder las elecciones le hubieran hecho ir hasta allí, impidiéndole pronunciar, al día siguiente, su discurso.

Estaba a punto de dejarse caer en la cama cuando oyó el golpear de unos nudillos en el cristal del balcón. Empuñando su revólver corrió hacia aquel sitio y vio, a través de los cristales, una silueta humana. Ansiosamente abrió dejando entrar al hombre.

—¿Qué quiere? —preguntó, tembloroso.

El desconocido llevaba el rostro cubierto por un gran pañuelo en el cual se habían abierto unos agujeros para los ojos. Era imposible adivinar su identidad.

—¿Ha traído el dinero? —preguntó el desconocido, sin hacer caso del revólver que aún empuñaba Borraleda.

—Sí —respondió éste—. ¿Dónde tienen a Isabel?

—¿Se atreve a bajar por el balcón? Hay una cuerda.

—Sí, sí. Pero ¿dónde está mi esposa?

—Sígame.

El desconocido salió al balcón y deslizóse ágilmente por una cuerda atada a la baranda. Borraleda, con más dificultad, le siguió. Cuando llegó a tierra, el otro le esperaba. De junto a la pared había cogido un rifle de repetición; pero no parecía dispuesto a amenazar con él a Borraleda. Precediendo a éste siguió por una estrecha y corta calle que desembocó en seguida en pleno campo. La noche era tan oscura que a los pocos minutos Borraleda ya no sabía por dónde iba, ni el camino que había seguido. La tierra olía a humedad y a pinos.

—¿Está muy lejos? —preguntó.

Su guía no contestó. Borraleda empezó a temer que le condujeran a una trampa donde tal vez perdiera su dinero e incluso la vida. Alegrándose de que no le hubieran quitado el revólver, lo empuñó y acercóse más a su guía. Al cabo de un momento tuvo que guardar el arma, pues, con una mano ocupada por la cartera del dinero y la otra por el revólver, le era imposible dar un paso sin exponerse a caer por falta de apoyo.

La húmeda tierra se pegaba a las suelas de sus botas. De cuando en cuando cruzaban algún arroyuelo, hundiéndose, cada vez más, en el espeso bosque.

De pronto se encontró frente a una casa que parecía hecha de ladrillos y que se levantaba en el centro de un calvero. Los cristales estaban tapados por las contraventanas; pero se veían unos hilitos de luz que se filtraban a través de las ranuras.

—Ya hemos llegado —dijo el guía—. Su esposa está dentro.

Con una llave abrió la puerta e invitó a Borraleda a entrar. Él le siguió, dejando la llave en la parte de dentro. Durante un momento estuvieron en un reducidísimo vestíbulo; luego, al abrirse otra puerta, entraron en un saloncito cómodamente amueblado e iluminado por tres lámparas de petróleo.

El hombre del pañuelo se acercó a una puerta y llamó a ella con los nudillos. La voz de Isabel sonó al otro lado.

—Ha llegado su esposo, señora —dijo el hombre.

Borraleda, al oír la voz de Isabel, corrió a la puerta y, sin hacer resistencia, se dejó quitar la cartera que contenía el dinero del rescate. Cuando Isabel apareció en el umbral, Luis cayó de rodillas. Abrazándola por el talle, consiguió lo que dos noches antes no había logrado: romper en llanto.

Casi al momento, Isabel también estuvo de rodillas junto a su marido. Empezó a reír y un instante después también lloraba. En seguida, serenándose, le hizo levantar y le reprendió severamente.

—¿Por qué has venido? Vas a perder las elecciones.

—No me importa —replicó Borraleda—. Sólo me importas tú. En todos estos días no he vivido. Llegué hoy a mediodía. Hasta hace un momento no ha aparecido el hombre…

Interrumpiéndose, Borraleda miró a su alrededor. ¿Dónde estaba el enmascarado? Comprendiendo lo que su marido buscaba, Isabel explicó:

—Fue hacia la puerta. Debe de haberse marchado. Me dijo que si tu llegabas nos dejaría solos e iría a reunirse con su jefe.

—¿Con su jefe? ¿Quién es su jefe?

—No sé —sonrió Isabel—. No lo he visto.

—¿Te han ofendido mucho?

—Nada. Han sido muy amables.

—¿Y…? Pero tú has debido de tener mucho miedo.

—Temía que vinieras y perdieses…

—Olvida las elecciones. No me importan. No me han importado nunca.

—Pero tú soñabas con ser gobernador… ¿Crees que aún podrías llegar a tiempo?

—No. Estoy seguro de que no; pero ya te he dicho que no me importa. Cuéntame cómo te han tratado. ¡Te juro que desenmascararé a esos canallas y les haré pagar muy caras sus ofensas!

—No me han ofendido. Te aseguro que se han portado muy bien. No me ha faltado ni comida ni nada de cuanto he podido necesitar. ¿Has entregado el dinero?

—Sí. Toda nuestra fortuna; pero la reconquistaremos. Me alegro de no ser gobernador. Así podré trabajar para que vuelvas a tener lo que mereces.

—No podremos —dijo.

—¿Estamos prisioneros?

—Como si lo estuviésemos. Nos encontramos en medio de un bosque del que hasta de día resulta difícil salir. De noche es imposible. Mi guardián debe de haberse marchado. Tendremos que esperar a que se haga de día.

Borraleda pensó que, de haber podido volver aquella noche a Dos Ríos, aún hubiese intentado llegar a tiempo a Sacramento; pero aquella nueva complicación destruía sus últimas esperanzas. No obstante, esto sólo ocupó un segundo sus pensamientos; en seguida lo olvidó todo para entregarse de lleno a la alegría de haberse reunido de nuevo con Isabel. Estaban solos y tal vez jamás se le presentara otra oportunidad de expresarle a su esposa toda su devoción.

Capítulo VIII: El final de Víctor Kennedy

Walter Dun hallábase sentado en su despacho, ocupado en leer el periódico de la mañana, que venía lleno de referencias a las elecciones del día siguiente. Durante unos minutos cerró los ojos, entregándose al cálculo de sus probabilidades como vencedor.

Una tosecita le arrancó de sus reflexiones. Había ordenado que no le molestasen ni le interrumpieran. Volvió la cabeza hacia el lugar donde había sonado la tos y dio un respingo al ver a un hombre enmascarado que se apoyaba en el respaldo de uno de los sillones del despacho.

—Soy
El Coyote
, señor Dun —explicó el desconocido—. Tengo la vanidad de suponer que ha oído hablar de mi.

—Sí… sí; pero no creí que… ¿Qué ha venido a buscar aquí? ¿Dinero?

El Coyote
hizo un ademán de indiferencia.

—No. El dinero no me interesa en estos momentos. He venido a hablar con usted. Tenemos mucho que decirnos.

—¿De veras? —Preguntó Dun—. Yo no creo tener nada que decirle a usted. Y le agradeceré que salga de esta habitación antes de que me vea obligado a hacerle echar, o a entregarle a las autoridades que le buscan…

—Un momento, señor Dun. Es usted un hombre decente y honrado. Uno de los más honrados que he conocido. Su historia política es muy limpia. Pero…

—¿Qué? —preguntó Dun, inclinando hacia adelante su leonina cabeza.

—Pero está usted siendo, inconscientemente, cómplice de un sinvergüenza.

—Veo que va usted armado, señor
Coyote
. Pero ni aun así puedo tolerar que me insulte.

—Ese sinvergüenza se llama Víctor Kennedy. Le llaman su «eminencia gris» y él es el encargado de acumular todo el fango y de librarle a usted de sus salpicaduras.

—No le entiendo. Yo no le he ordenado nada a Víctor.

—Pero él obra por su cuenta o, mejor dicho, por cuenta de los amigos de usted. Entre otras cosas, ha hecho asesinar a una mujer de San Francisco con el propósito de cargarle el crimen a su adversario de usted, el señor Borraleda. Mi intervención libró a este último de eso; pero no pude llegar a tiempo de salvar a la pobre mujer. En los pasados meses, Kennedy ha estado tendiendo una trampa a Borraleda, a quien hace tres noches volví a salvar. El sistema que utiliza el señor Kennedy para hacerle ganar las elecciones no le honra a usted, señor Dun.

Walter Dun miró fríamente al
Coyote
.

—Está usted hablando mucho, señor —dijo—. Tenga la bondad de salir de este despacho.

—Un momento, Dun; aún no he terminado. ¿Puede decirme quién es la persona más importante de su partido, después de usted?

—El señor Kennedy… ¿Por qué?

—Si a usted le ocurriese algo hoy, ¿quién le reemplazaría como candidato?

—No me ha de ocurrir nada.

—¿Quién le reemplazaría?

—Kennedy; pero… ¿por qué lo pregunta?

—Porque en estos momentos Víctor Kennedy lo tiene todo dispuesto para su último golpe. Sólo que ese golpe no va dirigido contra Borraleda, sino contra usted.

—No entiendo —dijo Dun, súbitamente interesado.

—Hace bastantes años, creo que unos treinta, usted cometió un pecadillo que fue, más que otra cosa, una locura. ¿La recuerda?

Dun había palidecido ligeramente.

—Tal vez —murmuró.

—Aclararé su memoria. Trabajaba usted en Filadelfia, en casa de un editor. Deseaba dedicarse, también, a ediciones, y como necesitaba crédito y nadie podía concedérselo a un joven como usted, falsificó unas firmas, compró a crédito el papel, siguió falsificando documentos y al fin editó los libros que quería publicar. Cuando empezaban a tener éxito se descubrió lo ocurrido y su jefe estuvo a punto de hacerle meter en la cárcel. Tuvo usted que cederle sus libros y perder todo su trabajo. Y aun así se dio por afortunado. ¿Es verdad o no?

—Prefiero no contestar.

—Como quiera. El señor Kennedy se enteró hace tiempo de ese pecadillo, que no es de los más importantes; pero que puede significar la ruina política del culpable. Marchó a Filadelfia, consiguió, a fuerza de dinero, hacerse con los documentos que probaban su falta, especialmente una declaración firmada por usted, reconociéndola. Fue usted muy imprudente, señor Dun. Cuando empezó a disfrutar de una posición elevada debió haber rescatado esos papeles.

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