Naves del oeste (24 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Naves del oeste
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Se frotó los ojos. Un chorro de espuma, levantado por el rápido paso del saltillo, empapó el castillo de proa. El jabeque avanzaba elegantemente sobre el oleaje, apartando las olas con movimientos airosos y casi sin balancearse. A pesar de ello, el mareo había afectado a los pasajeros casi desde que habían abandonado el refugio de la punta de Grios, de modo que se habían quedado en sus camarotes. Un hecho por el que se sentía enormemente agradecido. Tenía demasiado en que pensar para preocuparse por una posible pelea entre Isolla y Jemilla.

Y el muchacho, ¿quién era su padre? Murad a los ojos del mundo, pero Hawkwood había oído los rumores que circulaban por la corte al respecto. ¿Por qué si no habría conseguido Golophin pasajes para él y su madre, si no tuviera ningún parentesco real? El muchacho se le acercó, subiendo por la escalera, con el aspecto ávido de un joven podenco que hubiera avistado a un zorro. Entre los pasajeros, era el único que no sufría de mareos, y de hecho parecía disfrutar con el rápido avance hacia el sur y los valientes esfuerzos del barco. Hawkwood había tenido varias conversaciones con él en el alcázar. Era algo pomposo para ser tan joven, y muy pagado de sí mismo, pero sabía cuándo mantener la boca cerrada, lo cual era una suerte.

—¡Capitán! ¿Cómo va la travesía? —preguntó Bleyn. Los otros ocupantes del alcázar fruncieron el ceño y apartaron la vista. Habían tomado afecto rápidamente a Richard Hawkwood cuando éste les demostró que era quien decía ser, y pensaban que aquel chiquillo no le hablaba con el respeto debido.

Hawkwood no respondió durante un segundo, sino que estudió la brújula, miró las velas, y al ver que una de ellas empezaba a temblar, gritó al timonel:

—¡Cuidado con la orza!

Luego miró a Bleyn sin sonreír. Había estado a punto de ir abajo para dormir unas cuantas horas por primera vez en varios días, y que le colgaran si pensaba permitir que un petimetre charlatán le privara de su descanso. Pero algo en los ojos de Bleyn, una especie de entusiasmo irreprimible, lo detuvo.

—Acompáñame abajo. Te enseñaré la carta.

Descendieron por la escalera y entraron en el camarote de Hawkwood, que hubiera debido ser el mejor del barco. Pero Hawkwood se lo había cedido a Isolla, quedándose con el del segundo de a bordo. Tenía un par de portillas para iluminarse, en lugar de ventanas, y tanto él como Bleyn tuvieron que agacharse al entrar. Había una ancha mesa perpendicular al barco, fijada a la cubierta con correderas de bronce, y sobre ella se había clavado una carta abierta del Levangore occidental y del golfo de Hebrion. Hawkwood tomó el compás y consultó su diario, ignorando a Bleyn. El muchacho miraba a su alrededor, observando los machetes de los mamparos, el desvencijado baúl de marinero y la ballestilla colgada en un rincón. Finalmente, Hawkwood señaló la esquina inferior izquierda de la carta.

—Estamos aquí, más o menos.

Bleyn miró la carta.

—¡Pero no estamos cerca de ninguna parte! Y vamos rumbo al sur. Pronto nos caeremos por el borde del mapa.

Hawkwood sonrió y se frotó la incipiente barba.

—Cuando a uno lo persiguen, lo mejor es no estar en ninguna parte. El mar abierto es un lugar fantástico para esconderse.

—Pero tendréis que virar al este pronto.

—Cambiaremos de rumbo hoy o mañana, dependiendo del viento. Hasta el momento ha sido constante, pero nunca he visto que un viento se mantenga soplando del oeste durante tanto tiempo en el golfo. En primavera, la tierra se calienta y empuja a las nubes hacia el mar. Los vientos del sur son más habituales en esta parte del mundo, y poniendo rumbo al este deberíamos tener el viento de través. Por eso no quiero arriar las velas latinas.

—Son mejores cuando el viento golpea el barco por un lado, ¿no es así?

—El viento viene de través, maese Bleyn. Si quieres hablar como un marinero, debes hacer un esfuerzo por aprender nuestro lenguaje.

—Babor es la izquierda y estribor la derecha, ¿verdad?

—Bravo. Acabarás en los aparejos antes de terminar el viaje.

—¿Cuánto falta para llegar a Torunn?

Hawkwood sacudió la cabeza.

—No vamos en una diligencia de cuatro caballos. En el mar no hay horarios exactos. Pero si los vientos son favorables, me atrevo a decir que deberíamos ver la boca del estuario del Torrin dentro de tres o cuatro semanas.

—¡Un mes! La guerra puede haber terminado en ese tiempo.

—Por lo que he oído, lo dudo.

Se oyó un golpe ahogado contra el mamparo de uno de los lados del camarote, el rumor de alguien en movimiento. Los mamparos eran de madera muy fina, y Bleyn y Hawkwood se miraron. Era el camarote de Jemilla, aunque la palabra «camarote» era un término excesivamente ambicioso para aquella pieza, parecida a una perrera.

—¿Sabéis mucho sobre ese rey Corfe? —preguntó Bleyn.

—Sólo lo que me comentó Golophin, y lo que dicen los rumores. Es un hombre duro, según dice todo el mundo, pero justo, y un gran general.

—Me pregunto si me dejará servir en su ejército —murmuró Bleyn.

Hawkwood lo miró fijamente, pero antes de que pudiera decir nada hubo una llamada a la puerta. Ésta se abrió de inmediato para revelar a Jemilla, envuelta en un chal. Tenía el cabello en desorden en torno a los hombros, y estaba pálida y demacrada, con ojeras violáceas bajo los ojos.

—Capitán, de modo que habéis bajado al fin. Hace días que deseo intercambiar con vos unas palabras en privado. Casi creería que me habéis estado evitando. Bleyn, déjanos.

—Madre…

Ella lo miró fijamente, y el muchacho cerró la boca y abandonó el camarote sin más palabras. Jemilla cerró la puerta cuidadosamente detrás de él.

—Mi querido Richard —dijo suavemente—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que tú y yo estuvimos a solas en la misma habitación.

Hawkwood arrojó el compás sobre la carta de navegación.

—Ese hijo tuyo es un buen muchacho. Deberías dejar de tratarlo como a un niño.

—Necesita la mano de un padre en el hombro.

—Supongo que Murad no era el tipo paternal.

La sonrisa de Jemilla no fue nada agradable.

—Podrías decirlo así. Te he echado de menos, Richard.

Hawkwood soltó un soplido despectivo.

—Han pasado casi dieciocho años, Jemilla. Has fingido muy bien lo contrario. —Le sorprendió el rencor de su propia voz. Había pensado que Jemilla ya no le importaba. El hecho de que tanto ella como Isolla estuvieran a bordo lo desconcertaba por completo, y aunque el barco había necesitado un manejo cuidadoso para conseguir la mayor velocidad posible desde Abrusio, él había utilizado aquel hecho como excusa para quedarse en cubierta, en su propio mundo, por decirlo así, dejando abajo las complicaciones—. Estoy bastante ocupado, y muy cansado. Si tienes algo que decirme, tendrá que esperar.

Ella se acercó más. El chal se deslizó para revelar un hombro pálido. Él la contempló, fascinado a pesar de sí mismo. Había cierta madurez voluptuosa en Jemilla. Era una fruta exótica a punto de empezar a pudrirse, y en ella la coquetería no parecía un vicio sino la expresión de un apetito natural.

Jemilla le besó levemente en los labios. El chal se deslizó un poco más. Debajo sólo llevaba un ligero camisón, y la hinchazón de sus pechos redondos y pesados se marcaba a través de él, con la mancha oscura de los pezones visible bajo el tejido. Hawkwood tomó un pecho en su palma encallecida, y Jemilla cerró los ojos. Una sonrisa que él había olvidado asomó a los labios de la mujer. Medio triunfante, medio hambrienta. Hawkwood puso su boca sobre la de ella, y Jemilla cerró suavemente los dientes sobre su lengua exploradora.

Una llamada a la puerta. Hawkwood se incorporó al instante y se apartó de Jemilla. Ella se volvió a cubrir con el chal, sin dejar de mirarlo a los ojos.

—Adelante.

Era Isolla. Se sobresaltó al verlos en pie juntos, y algo en su rostro pareció decaer.

—Volveré en otro momento.

Jemilla le hizo una elegante reverencia.

—No os vayáis por mi causa, majestad. Ya me marchaba. —Inexplicablemente, al pasar junto a la reina en el umbral, el chal volvió a deslizarse de sus hombros—. Hasta luego, Richard —le dijo por encima del hombro desnudo, y desapareció.

Hawkwood sintió que le ardía el rostro, y le resultó imposible mirar a Isolla a los ojos. Se irritó consigo mismo, sin comprender por qué.

—Señora, ¿qué puedo hacer por vos?

Ella parecía más desconcertada que él.

—No sabía que lady Jemilla y vos os… os conocierais de antes, capitán.

Hawkwood levantó la cabeza y la miró francamente a los ojos.

—Fuimos amantes hace muchos años. No hay nada entre nosotros ahora. —Mientras lo decía, se preguntó si era cierto.

Isolla se sonrojó.

—No es asunto mío.

—Mejor hablar las cosas abiertamente. Viviremos todos juntos durante las próximas semanas. No quiero andar esquivando la verdad en mi propio barco. —Su voz sonó más áspera de lo que había pretendido. Con tono más suave, preguntó—: ¿Os sentís mejor?

—Sí. Yo… creo que al fin me estoy acostumbrando al barco.

—Mejor que subáis a cubierta y toméis un poco de aire fresco. El olor es fétido aquí abajo. Pero no miréis el movimiento del mar al otro lado de la barandilla.

—Procuraré no hacerlo.

—¿De qué queríais hablarme, señora?

—No era nada importante. Buenos días, capitán. Gracias por vuestro consejo. —Y se marchó, golpeándose la rodilla contra la jamba de la puerta al salir.

Hawkwood se sentó ante la carta y contempló el pergamino sin verlo, junto al brillo apagado del compás de bronce. Se frotó los ojos, sintiendo que el agotamiento regresaba para convertir sus músculos en agua. Luego tuvo que reclinarse en la silla y echarse a reír, sin saber por qué.

El pequeño cambio de rumbo que había ordenado le despertó de un sueño profundo y tranquilo. Bajó de la litera y se puso las empapadas botas, parpadeando y bostezando. En sus sueños se había sentido terriblemente sediento, con la lengua hinchada en el interior de su boca abierta, mientras estaba sentado frente a una botella de agua y una de vino, incapaz de saciar su terrible sed porque no podía escoger entre las dos.

Salió a cubierta para encontrarse con una atmósfera tensa y un alcázar abarrotado. Arhuz le saludó con la cabeza, comprobó la brújula y le dio su informe.

—Rumbo este–sureste, capitán, con el viento virando a oeste–suroeste, de modo que lo tenemos en la cuadra de estribor. ¿Llamo a todos los hombres?

Hawkwood estudió la inclinación de las velas. Todavía funcionaban bien.

—¿Cuál es nuestra velocidad?

—Seis nudos y una braza, constante.

—Entonces continuaremos así hasta el cambio de la guardia, y entonces izaremos las velas redondas en el trinquete y el palo mayor. Despierta al maestro de velas, Arhuz, y que lo prepare todo. ¡Contramaestre! Que abran la escotilla principal e instalen aparejos en la cofa mayor.

Los marineros se pusieron manos a la obra con una tranquila competencia que complació sobremanera a Hawkwood. No eran sus hombres del
Águila gabrionesa
, pero conocían su oficio, y no tenía nada más que ordenarles. Estudió el cielo por encima del coronamiento de popa. El oeste volvía a cubrirse de nubes como harapos y estandartes concentrados en el horizonte. Al norte, el aire era claro como el hielo, y el mar estaba vacío de cualquier ser vivo.

—¡Vigía! —gritó—. ¿Cómo va todo? —En una tarde como aquélla, con el sol de primavera calentando la cubierta y la fuerte brisa a su alrededor, el vigía podría controlar una extensión de océano de quince leguas de anchura.

—Ni una vela, señor. Ni un pájaro, ni un trozo de alga.

—Muy bien. —Entonces se dio cuenta de que tanto Isolla como Jemilla se encontraban en cubierta. Isolla estaba junto a los obenques de mesana de estribor, envuelta en una capa de piel, con el rostro azotado por mechones de glorioso cabello rojizo, y Jemilla en el lado de estribor, contemplando los aparejos con expresión ansiosa.

—Capitán —dijo, sin rastro de coquetería—. ¿No podéis decirle algo, o dar alguna orden?

Hawkwood siguió su mirada, y vio lo que parecía un trío de marineros asistentes encaramados a los obenques del mastelero de velacho. Frunciendo el ceño, se dio cuenta de que uno de ellos era Bleyn, y de que sus dos compañeros le estaban animando a subir más alto.

—¡Gribbs, Ordio! —gritó de inmediato—. ¡A cubierta, y que el maese Bleyn baje con vosotros!

Los jóvenes detuvieron su ascenso, y empezaron a volver sobre sus pasos con la velocidad propia de la larga práctica.

—Despacio, despacio, malditos seáis.

Los marineros moderaron su descenso.

—Gracias, capitán —dijo Jemilla, con verdadero alivio en el rostro. Luego tragó saliva y se llevó una mano a la boca.

—Será mejor que bajéis, señora.

Jemilla abandonó el alcázar, zigzagueando sobre la inclinada cubierta como si estuviera ebria. Uno de los timoneles le ofreció su brazo a una señal de Hawkwood, y la acompañó en su descenso por la escotilla. Hawkwood experimentó una especie de satisfacción mezquina al verla marcharse. Aquél era su mundo, donde él estaba al mando, y ella no era gran cosa más que una parte del equipaje. La había visto algunas veces en la corte durante los últimos años, una aristócrata de alta cuna que consideraba un acto de caridad dignarse dirigirle la palabra. Al parecer, se habían cambiado las tornas. Jemilla era una refugiada, que dependía de él para la seguridad de su hijo y la propia. Había algo satisfactorio en la presente incomodidad de Jemilla, y no resultaba tan atractiva con aquella palidez enfermiza en el rostro.

«No conseguirá ninguna influencia sobre mí», se prometió a sí mismo Hawkwood. «No en este viaje».

El viento estaba arreciando, y el
Liebre de mar
saltaba delante de él como un caballo excitado, lanzando grandes chorros de espuma sobre el castillo de proa que alcanzaban el combés. Hawkwood se agarró a la burda de mesana y sintió la tensión en el cable. Tendría que reducir velas si aquello continuaba, pero de momento quería aprovechar toda la velocidad que pudiera obtener de aquel bendito viento.

—Arhuz, otro hombre al timón, y cargad la vela de mesana.

—Sí, señor. ¡Preparados para reducir velas! Tú, Jorth, sube a esa verga y deja que ese marinero de agua dulce se las apañe solo. Esto no es una guardería.

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