Los navegantes (60 page)

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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Los navegantes
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Andrés observó que al primer júbilo del encuentro seguían en el rostro del navegante unas hondas reflexiones que no parecían tener nada de placenteras, sino más bien al contrario, ser amarguísimas.

Había perdido —muy posiblemente habían muerto— a su hermano Martín, a su viejo amigo Bustamante y a los hombres que envió con él a reconocer el río Gallego; además, el pataje
Santiago
no había vuelto a ser visto desde que entrara en el río Santa Cruz. El capitán general había desaparecido, y él se sentía responsable de la suerte de la armada; la
San Gabriel
estaba igualmente extraviada, los náufragos de la
Sancti Spiritus
no habían recibido auxilio alguno.

Su situación debía de ser desesperada; y, por último, su nao ya no existía. Él se sentía culpable de que se hubiera estrellado contra las rocas.

Sobreponiéndose a la melancolía que le embargaba, Elcano propuso una junta de capitanes, en la que se acordó enviar por tierra a Urdaneta al mando de seis hombres en busca de los náufragos de la
Sancti Spiritus
para comunicarles que pronto iría Elcano en su búsqueda; en consecuencia deberían recoger todos los restos del naufragio que pudieran aprovecharse.

Mientras tanto, la nave capitana, a la que el temporal de la noche del 28 de diciembre había separado del resto de la armada, se vio forzada a luchar contra un huracán todavía más fuerte al día siguiente. Tal era la fuerza del viento, que les obligó a correr más de diez leguas a palo seco. Por fin, al anochecer del día 29

empezó a calmarse el viento, y esa noche cesó por completo. Esto les permitió navegar ya sin riesgo hacia el sudoeste, hasta el 31, en cuya mañana avistaron a la
San Gabriel
, y por ella se enteraron de que el resto de la armada iba por sotavento en su búsqueda.

Sin más incidentes continuaron navegando los dos barcos en demanda del río Santa Cruz, donde esperaban encontrar la flota. Al mediodía del 18 de enero se encontraron las dos embarcaciones sobre su abra. Al no haber rastro del resto de la armada, Loaysa ordenó botar al esquife para ver si había alguna carta depositada al pie de la cruz que se divisaba en la isleta del río, y al cabo de un tiempo el capitán general vio a un marinero agitar una carta en la mano. Una vez que se la entregaron leyó el contenido de la misiva y ordenó levar anclas hacia el estrecho.

El día 23 recibieron otra gran satisfacción al divisar una vela en el horizonte.

—Es el pataje, capitán —gritó el vigía.

Efectivamente, la
Santiago
, que había colocado la misiva debajo de la cruz, se encontraba a menos de cinco leguas. Evidentemente, también les habían visto porque estaban reduciendo velas. Mientras unos marineros soltaban las lonas y los cabos de las amuras, otros las sujetaban a la línea inferior de tomadores de rizos, enrollaban el trozo de vela que sobraba y la ataban con los cabos de las amuras.

Guevara informó al capitán general de que para entonces el resto de la armada ya se habría internado en el estrecho.

Mientras tanto, los exploradores del río Gallego, convencidos de que tal paraje no era el estrecho, encontraron el esquife encallado y muy lejos del agua, por lo que tuvieron que esperar a que subiera la marea al día siguiente. Sin embargo, por la noche el temporal les retuvo donde estaban. No había rastro de la
Sancti Spiritus
ni de nave alguna.

—No tardarán en volver —aventuró Martín—. Entretanto encenderemos una buena hoguera. Hace un frío de muerte.

—Habrá que buscar también algo que comer —musitó Bustamante—. No parece que haya mucha cosa por aquí...

Martín miró a su alrededor, aunque sabía de sobra lo que iba a ver. El paisaje era de lo más desolador, las rocas alternaban con brezos que parecían ser los únicos seres vivientes que resistían testarudamente los helados vientos del sur.

Mirando hacia la ensenada, vio a lo lejos una islita en la que se refugiaban miles de aves blancas parecidas a las gaviotas de patas y picos rojos.

—En cuanto podamos usar el esquife iremos a la isla a por huevos de aves.

Durante dos días se alimentaron de cangrejos, algas y raíces. Cuando por fin pudieron botar el esquife, se acercaron a la isla donde, efectivamente, encontraron cientos de nidos de ave, así como de una especie de ánsares marinos que no sabían volar. Provistos así de alimento, avanzaron con el esquife hacia la boca del río, pero el tiempo contrario les impidió avanzar más, por lo que vararon el bote y saltaron a tierra con el propósito de proseguir el viaje al día siguiente.

Por la mañana temprano, cuando se preparaban para continuar viaje por mar, uno de los marinos señaló con la mano.

—Juraría que algo se mueve allá.

Todas las miradas siguieron la dirección que apuntaba. Al cabo de un rato no hubo duda. Alguien se dirigía hacia ellos.

—¿Serán patagones? —preguntó Bustamante en voz alta.

Nadie respondió a su pregunta, pero tampoco hubo necesidad. Poco después, los que se aproximaban eran ya visibles: cinco hombres, y no había duda de que eran de los suyos.

—Uno de ellos es Bartolomé Domínguez —exclamó el clérigo Juan de Aréizaga.

Todos corrieron a su encuentro con gran alborozo.

—¿Dónde están las naves? —preguntó Bustamante—. ¿Cómo es que venís por tierra?

Bartolomé Domínguez, un rudo navegante de gran envergadura, señaló hacia el lugar de donde habían venido.

—La
Sancti Spiritus
se perdió —dijo—, nueve hombres se ahogaron con ella. Martín se puso pálido.

—¿Y mi hermano Juan Sebastián?

Domínguez movió la cabeza al tiempo que sacaba un papel del bolsillo de su jubón.

—Está bien. Me ha ordenado que os entregue esta carta.

Martín leyó el papel mojado en el que apenas eran legibles unas pocas líneas garabateadas, sin duda, por unos dedos helados de frío.

—Dice que vayamos todos al lugar donde naufragó la
Sancti Spiritus
y que esperemos ayuda allá.

—Eso significa que tenemos que abandonar el bote —dijo Juan de Aréizaga contrariado.

—¿A qué distancia está? —preguntó Bustamante.

—A unas veinte leguas. Aunque os prevengo, el terreno está cubierto de matorrales y es difícil avanzar. Además, no hay nada que comer en el camino.

¿Cómo andáis aquí de comida?

Martín señaló la isla a lo lejos.

—Allá nos abasteceremos.

CAPÍTULO XXXI

LA DESERCIÓN

Urdaneta y los seis hombres que le acompañaban llevaban caminadas unas quince leguas cuando de pronto se vieron rodeados por una veintena de patagones de ambos sexos. Aparecieron de repente, como si se hubieran solidificado en el aire.

Iban medio desnudos a pesar del frío viento que soplaba del sur.

—¡Dios mío! —exclamó el joven admirado—, ¿os habéis fijado qué altura tienen? Sus brazos parecen aspas de molino...!

Manuel Mendoza, un viejo marino de Huelva, movió la cabeza preocupado.

—Si se ponen a malas nos pueden hacer picadillo. No hemos traído armas de fuego.

—Esperemos a ver qué quieren —musitó Urdaneta.

Pronto averiguaron lo que querían: comida. Los gestos eran inequívocos.

—¿Qué hacemos, Andrés?

El joven guipuzcoano tuvo que tomar una decisión rápida, aunque dolorosa:

—Les daremos lo que piden por las buenas. Siempre será mejor a que nos la quiten por las malas...

Con ojos de incredulidad, los siete expedicionarios contemplaron atónitos cómo los patagones literalmente tragaban toda la comida y bebida que se les daba y pedían más.

—¿Pero es que nunca se sacia esta gente? —exclamó consternado uno de los navegantes.

En poco más de dos horas, los patagones engulleron todo lo que recibieron de manos de los expedicionarios, abandonándoles en cuanto vieron que no tenían más que ofrecer.

—¿Qué hacemos ahora, Urdaneta? —preguntó Mendoza.

—Seguir adelante —respondió el joven, encogiéndose de hombros—. No hay más remedio.

—Todavía nos quedan cuatro días de camino...

Andrés suspiró.

—Lo sé, Mendoza, lo sé. Pero llegaremos, con la ayuda de Dios.

Tres días más tarde, sin comida ni bebida, los siete hombres estaban exhaustos.

La fatiga había llegado a ser tan extrema y la sed tan aguda, que les imposibilitaba continuar avanzando. De entre los siete había, sin embargo, un marino que parecía soportar las privaciones mejor que los demás. Andrés de Urdaneta estaba intrigado.

—¿Cómo te las arreglas, Juan? No pareces tan cansado como nosotros...

El gallego, Juan Merino, hombre pequeño de cara chupada y ojos vivos, se encogió de hombros.

—Meada —respondió escuetamente.

—¿Meada?, ¿quieres decir, orina?, ¿qué le pasa a la orina?

—Me la bebo.

—¿Te la bebes?

El hombrecito asintió convencido.

—Hu...

—¿Y eso te da fuerzas?

—Hu...

Ante tales explicaciones, Andrés se encogió de hombros y decidió probar el elixir milagroso. Orinó en un pequeño recipiente de metal y, conteniendo la respiración, tragó el maloliente líquido. Casi milagrosamente, empezó a sentirse como si hubiera comido y bebido una ración completa.

—Juan tenía razón —dijo a sus compañeros—. Haced todos lo mismo y os sentiréis mucho mejor.

En efecto, todos se sintieron reconfortados en mayor o menor grado, y esa fuerza adicional fue lo que sin duda les salvó esa noche cuando, sin saber cómo, se vieron aislados al pie de un pavoroso barranco por la marea creciente. Para salvarse no les quedó otro remedio que trepar por imponentes cortaduras.

Más tarde Urdaneta escribiría en su diario: «Nuestro Señor, aunque con mucho trabajo, nos dio gracia para subir...».

Como no hay mal que por bien no venga, el trepar por un acantilado prácticamente inaccesible les permitió descubrir algunos nidos de aves que mitigaron en gran parte sus penurias. Poco después, un par de patos prometían una suculenta cena.

Sin embargo, para Urdaneta las desgracias no habían hecho más que empezar.

Los expedicionarios habían reunido leña para asar los patos y, en el momento en que Urdaneta se agachaba para soplar y avivar unas débiles llamas, uno de los marinos echó sobre la leña un poco de pólvora de un frasco con el mismo objeto.

Urdaneta sintió que una gran llamarada le abrasaba la cara, pero afortunadamente para él, un rápido movimiento instintivo le permitió salvar los ojos y la boca. No pudo evitar, sin embargo, que las llamas le alcanzasen el lado derecho del rostro. El dolor era intensísimo y tuvo que morderse los labios para contener un alarido.

El marinero causante del accidente acudió solícito a su lado.

—Per... perdona. Ha sido sin querer. Toma un poco de agua. Te aliviará.

Urdaneta empapó un trozo de camisa en el agua que le ofrecían y se humedeció el lado quemado. El frescor le alivió, aunque no se hacía muchas ilusiones; sabía que durante las horas siguientes el dolor sería insoportable y, lo que era peor, le quedaría una cicatriz horrible. El vivo dolor que le causaba la piel abrasada mantuvo a Urdaneta despierto toda la noche mientras trataba de mantener la cara húmeda.

Temprano al día siguiente, los expedicionarios reanudaron la marcha, añadiendo Urdaneta a la tortura de su rostro quemado, el suplicio de una marcha entre rocas puntiagudas que desgarraban los pies y laceraban manos y brazos.

Por fin, a media tarde encontraron a los náufragos, que desconfiaban ya de verse auxiliados. Las escenas del encuentro de los dos grupos fueron emotivas en extremo. Los abrazos sucedían a las lágrimas de hombres que ya desesperaban de recibir ayuda.

Bustamante contempló la cara quemada del joven.

—¡Andrés! ¿Qué te ha pasado en la cara?

Urdaneta se mordió los labios intentando ocultar el dolor que le invadía en oleadas insoportables.

—Pólvora —dijo escuétamente.

El viejo curandero movió la cabeza impotente. Sabía del dolor que causaba una quemadura y las huellas que dejaba: una cara desfigurada para toda la vida.

—Ponte grasa, cualquier clase de grasa servirá. No dejes que se seque la piel.

Mientras el joven se aplicaba un poco de grasa de ave en la cara, les explicó:

—Elcano nos manda para que no desesperéis, vendrá en cuanto pueda.

—¿No sería mejor ir por tierra? —sugirió Martín—. Podríamos recorrer el mismo camino que habéis traído.

Andrés negó con la cabeza.

—Las instrucciones son que salvemos todo lo que podamos del
Sancti Spiritus
y que esperemos a que vengan a recogernos.

—¡Una vela en el horizonte!

Medio centenar de hombres dirigieron inmediatamente sus ojos en la dirección que les señalaba un joven grumete.

—Yo no veo nada —masculló un viejo lobo de mar.

—¿Cómo vas a ver nada, si no eres capaz de distinguir entre una carabela y una carraca a cien pasos? —exclamó otro.

Urdaneta se subió ágilmente a un promontorio y atisbó el horizonte hasta que le dolieron los ojos.

—Es una vela —afirmó por fin con seguridad—, una vela que aparece y desaparece, una nave que se confunde con las aguas, pero no hay ninguna duda.

Se acerca un barco.

—¡Hay otra detrás!

—¡Yo veo una tercera!

Efectivamente, eran tres las velas que cada vez se iban perfilando más nítidamente ¡Tres velas...! ¡Las tres naves que faltaban en la armada...!

Las escenas de júbilo no tenían límites; mientras unos se abrazaban, otros caían de rodillas, o elevaban los brazos al cielo para dar gracias al Todopoderoso.

Todo eran saltos, risas, gritos de alegría. Muchos agitaban en el aire sus camisas alzadas en largos palos. Se encendieron tres, cuatro hogueras en su intenso afán de que se percibieran sus señales.

Desde la capitana, Loaysa observaba las señales con inquietud. Era indudable que se trataba de la tripulación de alguno de los barcos de la expedición que había naufragado. Hizo señales al pataje para que fuera a averiguar de quién se trataba. El capitán de la
Santiago
se acercó todo lo que pudo a las rocas y envió el esquife, que recogió al tesorero de la
Sancti Spiritus
, Hernando de Bustamante, al clérigo Juan de Aréizaga, y al tesorero de la nao
Santa María del Parral
, Juan de Benavides.

Por ellos supo Loaysa que la
Sancti Spiritus
había naufragado y perdido nueve hombres; que la
San Lesmes
, la
Anunciada
y la
Santa María del Parral
se habían quedado sin esquifes, y que Elcano había ido a meter las tres naves en el estrecho, donde estaban ahora ancladas.

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