La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (19 page)

Read La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos Online

Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
11.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

Solo que no hubo respuesta cuando llamó a la puerta.

—Travis, ¿estás ahí? Soy yo, Tilo. —Empujó la puerta y esta se abrió; Travis no la había cerrado correctamente. Y supo la razón por la que no respondió a su llamada en cuanto oyó el susurro de la ducha, procedente del baño. Tilo cerró la puerta con una sonrisa en los labios hasta que oyó el clic; interrumpirlo no sería una buena idea. Ofrecerse a frotarle la espalda, por otra parte…

Incluso sin la cascada de agua manando de la ducha y el repiqueteo que producía contra las paredes transparentes del cubículo, Travis no hubiese reparado en la llegada de Tilo. Estaba pensando en otra cosa.

En la nave de los cosechadores. En aquellos a quienes había dejado atrás. En aquellos a quienes había fallado.

Darion lo había escogido a él, en teoría, por su potencial para el liderazgo. Bueno, pues quizá el juicio del alienólogo fuese tan escaso como su valor. Quizá debería haber buscado más a fondo para dar con un aliado que lo ayudase a llevar a cabo con éxito su versión de ciencia ficción de
La gran evasión
. Antony, quizá, o incluso Leo Milton. O Mel; no había ningún motivo por el que imponer limitaciones sexistas sobre los candidatos. Alguien que fuese capaz de huir llevando consigo a más de cinco compañeros.

Travis pensó en el rastro de cuerpos inconscientes que se formó desde la celda hasta los bosques. Pensó en Simon y en aquellos que habían sido dejados atrás sin una oportunidad de conseguir la libertad. Debería haberlo hecho mejor. Su padre lo hubiese hecho mejor. Él, Travis, había decepcionado a su padre, a su recuerdo. Se sentía avergonzado.

De ahí que se estuviese dando una ducha. No es que le hiciese falta por higiene; tras el proceso de descontaminación del Enclave, estaba más limpio que nunca. Había otra clase de manchas en él que necesitaban otro tipo de limpieza, pero aquel sentimiento de culpa no podía irse con agua y jabón. Travis lo intentó de todos modos. No estaba funcionando.

Pero, al menos, quizá tuviese la oportunidad de redimirse. El Enclave tenía armamento capaz de hacer daño a los cosechadores. Lo que parecía faltarles a sus miembros era la voluntad de hacerlo. Daba la impresión de que Taber y Mowatt se conformaban con guarecerse en su fortaleza subterránea y observar la cacería de los cosechadores desde una distancia segura mientras lamentaban su suerte. Quizá se debía a que eran mayores, a que habían vivido más de medio siglo en un mundo que había desaparecido y los había dejado varados. El tiempo y las circunstancias limitaban su futuro. Pero Travis aún tenía décadas por delante, al igual que los demás, y no estaba dispuesto a pasar esos años siendo un esclavo. Pelearía por ellos. El Enclave proporcionaría las armas; él, la voluntad para usarlas.

De pronto, alguien entró en el baño. Una sombra se perfiló al otro lado de la pared del cubículo.

—¿Quién…? —Travis abrió la puerta con brusquedad.

—¿Hay sitio para alguien más ahí dentro? —dijo Tilo con una sonrisa.

—Tilo, pero ¿qué…? —Ella no le quitaba los ojos de encima.

—Ya veo que estoy demasiado vestida, pero eso tiene arreglo. —Y empezó a desabotonarse la túnica.

—Tilo, ¿qué crees que estás haciendo?

Y cuando vio a Travis coger una toalla y enrollársela en torno a la cintura, Tilo supo que las cosas no iban a ir según lo previsto. Deseó que fuese con ella con quien se estuviese enrollando.

Él cerró el grifo de la ducha.

—¿Cómo que qué estoy haciendo? Vaya, la verdad es que no es la bienvenida que esperaba, Travis.

—Venga, vamos a la otra habitación. —Travis la condujo hasta allí, goteando—. ¿Cómo has entrado?

—La puerta estaba abierta. ¿Quieres que me vaya?

—No, claro que no. —Travis supo por su tono de voz que Tilo estaba molesta, lo cual no era justo. No debería haberle sorprendido de ese modo. Tenía cosas en las que pensar—. Solo que no te esperaba… es tarde.

—Hora de irse a la cama —dijo Tilo—. Ya lo sé. ¿Quieres que te ayude a secarte, Trav?

Extendió la mano para tocarle el pecho. Travis le cogió de la muñeca antes de que lo alcanzase.

—Es una oferta tentadora, Tilo, pero ahora no es el momento.

—¿Que no es el momento? —Si lo que quería aquella noche era repetir las palabras de Travis, lo estaba haciendo de maravilla—. Pero contigo nunca es el momento, ¿verdad que no, Travis? ¿Cuándo va a ser un buen momento para ti y para mí? ¿Quieres que pida cita?

—No seas infantil, Tilo —contestó Travis, molesto.

—¿Que no sea infantil? Recuerdo que me prometiste que nunca me dejarías. —Liberó la mano—. ¿En qué ha quedado eso, eh? Es como si no quisieses que nos tocásemos.

—Eso no es verdad.

—Y justo cuando podemos, resulta que no es el momento…

—Pero es que no lo es, Tilo —replicó Travis—. No es el momento. No lo será mientras nuestros amigos estén presos en esa nave de los cosechadores. No lo será mientras podamos salvarlos si actuamos con rapidez. Puede que aún no los hayan metido en los criotubos. Antes les fallé, pero…

Tilo negó con la cabeza, enfatizando el gesto.

—No le has fallado a nadie, Travis. Lo hiciste lo mejor que pudiste.

—¿Sí? Pues si eso es lo mejor que puedo hacer, menuda mierda.

—No digas chorradas. Sin ti, Trav, ninguno de nosotros lo hubiese conseguido. Venga, no tienes que machacarte tanto. No es sano. Mira, déjame… —En aquella ocasión extendió las dos manos hasta depositarlas sobre sus hombros y apretó, acercó su cuerpo al suyo, rozó sus labios con los de él.

Y él dio un paso atrás.

—No puedo, Tilo. Ahora no. No debemos… ¿Cómo podemos pensar en nosotros cuando los cosechadores están ahí fuera capturando y esclavizando a jóvenes como nosotros? Tenemos que combatirlos. Tenemos que detenerlos.

—Y estoy de acuerdo, pero…

—No podemos andar con distracciones personales, Tilo. Tengo que… tenemos que dedicar todos nuestros esfuerzos a lo que de verdad importa.

—O sea, a salvar el mundo, ¿no? —Tilo se rió con sorna—. ¿Es eso, Travis? ¿Quieres salvar el mundo? No creo que haya nada más importante. Sé muy bien qué es eso de querer salvar el mundo. He vivido la mayor parte de mi vida con gente que no quería otra cosa. Con los Hijos de la Naturaleza, para empezar. La mayoría quería conseguirlo sentándose en mitad del bosque mientras les crecía la barba, comiendo bayas y pidiendo subvenciones. No cambiaban nada y jamás lo harían, pero te diré una cosa de ellos, Trav, al menos sabían para qué querían salvar el mundo.

—No he…

—Por la gente, Travis. Les preocupaba la gente. Es la gente la que da forma al mundo. Y lo que sienten las personas cuando están enamoradas, lo que hacen dos personas por amor, eso es lo que hace que el mundo sea bueno, lo que hace que merezca la pena salvarlo. El amor… Que tú y yo, Trav, estemos juntos esta noche, que es lo que quiero y por lo que estoy aquí, es algo más que una distracción personal, ¿no? Quiero decir, si le das la espalda a ese deseo, ¿qué sentido tiene combatir a los cosechadores? Por favor, Travis, quiero estar contigo. No hagas que me marche.

Bajó la mirada, pero su voz era firme e inflexible.

—No estaría bien, Tilo. No me sentiría… lo siento.

—¿Que lo sientes? —dijo ella con un suspiro mientras se abotonaba la túnica—. Ya. Yo también. Nos vemos mañana, Trav.

No quería que se marchase así, sin entenderlo. Quería explicarle la situación y que se pusiese en su lugar. Tenía que pensar en los demás, antes incluso que en sí mismo. Tenía responsabilidades. Tenía que ser un líder. Era cuestión de prioridades. La quería, pero…

Ella ya no estaba ahí para escucharlo.

Cuando la puerta se abrió, Simon esperaba que se tratase de un miembro de la tripulación de la nave trayéndole el desayuno. No fue así. Era el comandante Shurion.

—Buenos días, Simon —dijo el cosechador—. Espero que hayas dormido bien.

—Sí, señor, muchas gracias, señor. —Simon parpadeó tras sus gafas. Shurion aún conservaba una pátina de educación pero había algo distinto en él aquella mañana, su tono de voz era más frío y su mirada tenía un brillo metálico.

—Si estabas esperando el desayuno, me temo que antes tengo que enseñarte algo. Pensé que no sería una buena idea que comieses antes de verlo.

Aquello no terminaba de sonar bien. Simon tragó saliva.

—Pantalla, celda de desechos, un minuto antes de la eliminación.

El muchacho tragó saliva una vez más cuando, a la orden de Shurion, una de las paredes mostró el interior del lugar en el que estuvo recluido. ¿La celda de «desechos»? En su interior se encontraba Digby, andando en círculos como alma en pena. El chico de la esquina seguía tosiendo… también podía oírlo. Las dos chicas delgaduchas seguían abrazadas la una a la otra. Aunque, quizá, no por mucho tiempo.
¿Un minuto antes de la eliminación?

—Vas a ser testigo de lo que ocurrió ayer por la tarde —dijo Shurion—. Mientras comías aquí mismo. Agradece, mi joven amigo, no haberte encontrado allí cuando ocurrió. —Y señaló con su dedo, blanco como un hueso, la pantalla.

—Lo agradezco, comandante Shurion, señor. —Simon asintió, enérgico, como si intentase sacudirse las gafas de encima—. Vaya si lo agradezco. —Empezó a frotarse los pulgares y los índices con nerviosismo, en silencio, temeroso, mientras contaba los segundos de la cuenta atrás—. ¿Qué…? Bueno, si se me permite la pregunta, ¿qué ocurrió ayer por la tarde? —Pensó que le gustaría estar preparado.

—Observa —le ordenó el comandante Shurion.

Entonces empezó a sonar un zumbido constante en la celda de desechos. Aquel imprevisto sonido sorprendió a los ocho internos tanto como a Simon, al que la resonancia le recordó a un motor en marcha. Aumentó de volumen, poco a poco, en un ominoso
crescendo
.

Los internos intercambiaron palabras entre ellos. Simon no pudo entender qué decían exactamente, pero sí el tono. Ansiedad. Pánico. Alarma. Digby caminó más deprisa, recorriendo aquel círculo perpetuo con más agitación. El chico de la esquina se puso en pie como pudo. Las chicas se abrazaron aún más fuerte.

—¿Qué… qué va a…? —A Simon el miedo le había dejado la boca seca.

Todos los paneles que componían la celda empezaron a brillar y a adquirir color, luciendo un tono rosado como el de una chica en su primera cita. A Simon le pareció que aquel incesante y cada vez más intenso zumbido se concentraba en dichos paneles, como si procediese de ellos.

Y el tono rosado se convirtió en un rojo escarlata, como si algo en su interior estuviese sangrando.

Los prisioneros empezaron a gritar. Tenían motivos para ello. E incluso entonces le parecieron ridículos a Simon: eran como mimos escenificando terror, representando desesperación. Solo que ninguno estaba fingiendo. Y por lo que parecía… estaban sudando. Sudaban como si los paneles fuesen soles. Aparecieron oscuras manchas de humedad en sus ropas. El chico que tosía empezó a jadear. Y Digby aporreó la puerta con los puños.

Sus ropas se estaban quemando.

El zumbido sordo golpeó los oídos de Simon como si fuese una infinita secuencia de golpes, hasta el punto de ensordecerlo. Miró hacia el comandante Shurion. El alienígena estaba contemplando los acontecimientos de la celda de desechos sin mostrar ninguna emoción, como si estuviese viendo una colonia de hormigas rociada con insecticida.

Digby
, pensó Simon.
Dios mío
. Porque sabía lo que iba a ocurrir. Los paneles carmesíes brillaban con intensidad, haciéndole daño a los ojos. El apoteósico estruendo advertía de una liberación inminente de energía. Estaban muertos en la celda de desechos. Llevaban muertos horas mientras él, Simon, dormía. Y, aunque deseó no haberlo hecho, pensó:
Mejor ellos que yo.

Y Digby murió una vez más en la pantalla, que inmortalizó su inmolación. Su túnica y pantalones grises ardieron súbitamente, envueltos en llamas, y su pelo prendió, al igual que sus extremidades y su cabeza. Digby estaba ardiendo. Y el chico que tosía. Y las chicas, quemándose juntas como dos muñecos gemelos en una fogata. Todos ellos resplandecían en llamas. Y gritaron hasta que sus cuerdas vocales acabaron incineradas, pero Simon agradeció no poder oírlos.

Se le revolvió el estómago. Shurion había tenido una buena idea al guardar el desayuno para después.

Pero al menos le ahorraron el macabro espectáculo de ver ocho cadáveres calcinados. A medida que las llamas se disipaban, sus cuerpos siguieron el mismo camino, disolviéndose hasta desaparecer, desintegrados. Digby y los demás se convirtieron en borrones oscuros cuyas formas apenas recordaban a las de seres humanos, en sombras y humo. En átomos flotando en el aire.

Se habían ido.

Simon se quedó mirando la celda de desechos, que quedó vacía. El color de los paneles desapareció. Pudo oír su propia respiración entrecortada y el bombeo de su ajetreado corazón, pues una vez hecho su trabajo, el zumbido había dejado de sonar. Hasta entonces, Simon creía saber lo que era el terror, pero como todas las desgracias de la vida, el terror era ladino, versátil e ingenioso hasta el extremo: podía tomar infinidad de formas. Y todas y cada una de ellas eran más de lo que Simon Satchwell podía soportar.

—Eliminación —resumió el comandante Shurion—. Es el destino de los alienígenas para los que no podemos encontrar ningún uso. Pensé que querrías estar al corriente de ello antes de que empecemos a charlar, Simon. Pantalla, apagar.

—Pero… comandante Shurion, señor, ¿y mis otros amigos? —preguntó Simon. Si le hubiese ocurrido lo mismo a Travis…

—Tus otros… ¿amigos? —dijo Shurion, con un tono de voz que dejaba entrever que sabía algo que aún no quería revelar—. Siéntate, Simon. Y no tengas miedo. El destino de tus compañeros no será el mismo que el tuyo.

Gracias a Dios
, pensó Simon.
Gracias a Dios
. Haría cualquier cosa por no morir así. Lo que fuese.

—Seguramente estés pensando que los cosechadores son una raza cruel, despiadada y atroz, ¿verdad?

—Eh… —¿Cómo iba a contestar a eso y seguir vivo al día siguiente?

Por suerte, parecía que el cosechador le había formulado una pregunta retórica.

—De ser así, es que no comprendes la naturaleza del universo. Los sistemas de creencias que han adquirido el nombre de moralidad, conceptos como el bien o el mal, lo justo o lo injusto, no suelen ser más que falsas justificaciones de un grupo para imponerse sobre otro. Así ha sido en incontables ocasiones en tu propio planeta, ¿verdad que sí, Simon? Ocurre lo mismo por toda la galaxia. La realidad, no obstante, es que si un pueblo quiere sobrevivir y prosperar, solo hay una cualidad relevante y esa cualidad es la fuerza. La única diferencia que divide a toda la creación es la que separa a los fuertes de los débiles. Toda especie, toda raza, todo ser vivo nace para ser o uno u otro, cazador o presa, amo o esclavo. Los cosechadores no tardamos en aceptar aquella ineludible e innegable verdad en una etapa temprana de nuestra historia y nos hicimos fuertes. Aceptamos la realidad y nos convertimos en amos. Somos vuestros amos, Simon.

Other books

In His Sails by Levin, Tabitha
Without care by Kam Carr
Life Support by Robert Whitlow
Origin of the Body by H.R. Moore
The Valley of the Wendigo by J. R. Roberts
The Glory Boys by Gerald Seymour
A Firing Offense by George P. Pelecanos
Some Like It in Handcuffs by Warner, Christine
Collecting Cooper by Paul Cleave