La secta de las catacumbas (26 page)

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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

BOOK: La secta de las catacumbas
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Los dos descendían lentamente, escalón tras escalón. Cada vez que apoyaba el pie, Heinrich temía resbalar o doblarse el tobillo, porque el terreno resultaba accidentado, el ancho de los escalones no era nunca el mismo y los bordes irregulares. A veces, con huecos y salientes que le hacían perder el equilibrio.

—¿Adónde vamos, Sebastian? —al final encontró el valor de preguntar, mientras la corriente de aire se hacía cada vez más fría, helándole la piel sudorosa.

—Ya te lo ha dicho Tomaso, ¿no? —respondió el otro con un tono distraído, como si la bajada necesitara toda su atención—. Allí en el lab… en el nivel inferior, es donde guardamos el tesoro.

—¿Qué tesoro? Baúles con monedas, gemas… —insistía Heinrich, pero en realidad pensaba en la palabra
laberinto
, que casi se le había escapado de la boca a Sebastian.

—Lo verás tú mismo, señorito —cortó por lo sano—. Ah, ah, será una experiencia inolvidable, te lo asegu… —pero, de repente, su voz se rompió con un grito ahogado.

El borde de su manga se apretó como si fuera un mordisco, luego se produjo una violenta sacudida que tiró a Heinrich al suelo, haciéndole caer encima de Sebastian. Ambos rodaron por las escaleras, dos, tres veces, en un enredo de miembros golpeados por las aristas de la roca. Al final de la caída, el dolor hizo aparición y Heinrich, en el último breve instante de lucidez, notó que sus sentidos lo abandonaban como el calor al cuerpo.

Al abrir los ojos, Heinrich creyó que estaba muerto, pero sólo durante un instante. Enseguida una serie de golpes de tos le despejaron el pecho, pues un nudo en la garganta le impedía respirar. Sentía punzadas por todas las partes del cuerpo, pero no eran nada en comparación con el entumecimiento de los músculos, hasta el punto de que el más pequeño movimiento le parecía una empresa más allá de sus posibilidades. Por otro lado, la cabeza le pesaba como un peñasco y se la sentía inflamada, a punto de explotar. Se obligó a permanecer inmóvil durante un cierto tiempo, hasta que no estuvo seguro que conseguiría levantar los brazos y buscar un apoyo.

De repente, todo volvió a su memoria. Las escaleras, Sebastian que le conducía hacia el laberinto… Sebastian, estaba claro, era aquel cuerpo frío e inmóvil con el que había permanecido encajado entre las paredes de piedra. Sí, debajo de su mano notaba la masa redondeada de la joroba.

A duras penas, Heinrich consiguió apoyarse sobre las rodillas, apartándose con repulsión del cadáver. Luego, a cuatro patas, comenzó a subir las escaleras hasta que no estuvo seguro de que las piernas le aguantarían. Sólo entonces se puso en pie, buscando en la oscuridad alguna que otra sujeción en las paredes irregulares, y tras un tiempo incalculable llegó a la cima. La planta superior estaba mal iluminada por una vela consumida casi por completo, pero él acogió aquella mísera luz que se tambaleaba como una bendición que le infundió valor. Su mente era un remolino de pensamientos. Sebastian allá abajo, inequívocamente muerto. Era suya la sangre que le manchaba las manos, no había notado ninguna respiración en aquel pecho inmóvil… «
¡Todos creerán que he sido yol Me lo harán pagar, me matarán… Esta gente no atenderá a mis razones, lo sé. Que yo me quede aquí esperándoles o intente escapar, mi suerte está ya echada, de todos modos… Lo único que me queda es escapar, pero ¿cómo?

Decidió que la galería por la que habían llegado era la de la derecha, pero ya en la primera encrucijada Heinrich se sintió perdido. No podía hacer otra cosa que seguir su instinto, con la esperanza puesta en cruzarse con una gruta, un nicho o cualquier otra cosa que ya hubiera encontrado en los días de su cautividad, de forma que pudiera tener una referencia. Sin embargo, allá abajo, no veía otra cosa que agujeros en la roca, todos oscuros e iguales, hasta el punto de que, por muchas vueltas que diera por las galerías, tenía la impresión de permanecer siempre en el mismo lugar. Esta vez, Heinrich intentó llevar la cuenta de los pasos, pero antes incluso de entender que se trataba de una precaución que le serviría muy poco, una luz más intensa, que provenía del fondo de la enésima callejuela entre rocas, le puso en alerta. Se acercó lentamente, inclinado hacia adelante y casi arrastrándose contra la pared, hasta alcanzar la entrada.

La caverna estaba iluminada por grandes antorchas colgadas de anillas a los lados. En el centro había dos filas de bancos llenos de trapos, montones de hatillos de todos los tamaños y un abundantes objetos metálicos, que él no conseguía identificar desde aquella distancia. Parecía un inmenso salón, que hasta unos momentos antes había conocido una actividad febril y que ahora, por alguna misteriosa razón, había sido abandonado rápidamente. Heinrich miró a su alrededor para vigilar mejor y experimentó un sobresalto, cuando vio a pocos pasos de él la silueta negra de una vieja sentada en un taburete: sus manos entumecidas y huesudas buscaban, como grandes arañas, en los montones de pelucas que yacían en una decena de cestas. La mujer continuó impertérrita sin darse cuenta de la presencia del joven: buscaba, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, con una expresión ausente, la mandíbula desdentada se movía arriba y abajo, rumoreando una letanía incomprensible.

Heinrich hizo un gesto y apartó la mirada. No tenía ni idea de cuánto tiempo había permanecido sin sentido en la escalera, pero estaba seguro de que ya lo estaban buscando. Quizás habían encontrado el cadáver de Sebastian y se habían extraído sus propias conclusiones. Tenía que apresurarse antes de que…

Desde una de las galerías se oyeron unos pasos. Luego unas risas. Heinrich corrió a esconderse en un entrante de la pared, y cuando volvió el silencio, descubrió que se encontraba dentro de una chimenea con el escudo de la familia Colonna. Al lado había una enorme cómoda con vestidos. Montado dentro de una puerta, un espejo grande y rectangular reflejaba una imagen que él mismo se negaba a reconocer, pero no tanto porque la incierta luz la volviera espectral, sino porque se trataba de una figura muy diferente a la de un joven arrogante y lleno de entusiasmo por la aventura de su
tour
romano. Ahora Heinrich solo veía a un hombre envejecido, con el rostro oscuro, como si los días pasados entre los Avispones fueran, en cambio, años. Su cara mugrienta mostraba una expresión asustada, dura, con los ojos abiertos de par en par y brillantes, como los de las criaturas nocturnas, y el pelo enredado… ¡ahora estaba canoso!

Heinrich contuvo un grito y parpadeó repetidas veces, incrédulo; al fin apartó la mirada de aquella visión insoportable y se concentró en los vestidos de mujer colgados dentro del armario. Quizás podía tener alguna posibilidad de salvarse si se disfrazaba. Se uniría a algún grupito de la Confraternidad, se excusaría por el retraso como habría hecho cualquiera, con un gruñido o encogiendo los hombros, y finalmente se pondría en cola para subir a la superficie. Y una vez allá arriba…

«Despacio, Heinrich, sin prisas», se dijo. Recordaba con qué cuidado se disfrazaban los miembros de la Confraternidad, prestando la máxima atención al detalle más insignificante. Tenía que hacer lo mismo, si quería conservar alguna esperanza para pasar desapercibido. Pero aquí había solo vestidos de mujer. ¿Y entonces? ¿Por qué no? ¿Quizás no le había contado Jacobus que, durante el carnaval, la mayor parte de los mendigos se disfrazaba de mujer, para poder ponerse en el rostro una máscara de tela, que el gobierno pontificio imponía a las mujeres por decencia durante los desfiles en los días más significados? Sí, un traje de mujer. Era una buena idea.

Comenzó entonces a desnudarse de sus míseras vestimentas, pero cuando se quitó la chaqueta sintió que había algo que pesaba en un bolsillo… Pues claro, el estuche misterioso, ¡se le había olvidado! «Llegará un momento en el que te servirá», le había dicho Sans-Peur, ¿y qué ocasión mejor que esta para utilizarlo? Estaba tan desesperado que se habría creído cualquier promesa.

El estuche contenía sólo un papel enrollado. Heinrich lo abrió con las manos temblorosas a la luz de la vela que llevaba consigo. Con un vuelco del corazón, entendió enseguida que la complicada telaraña que aparecía dibujada en el papel no era otra cosa que un mapa de los subterráneos, la única forma para encontrar una vía de escape en el reino de la Confraternidad.

Heinrich acercó todavía más la hoja a la luz y pegando los ojos estudió las líneas de tinta, sus intersecciones, los circulitos que indicaban las grutas principales, las más grandes y las más importantes. Algo alejado, a la izquierda, aparecía dibujado un rectángulo coloreado a trazos, y en medio se esbozaba un
boudoir
, probablemente la gruta donde había encontrado por primera vez a Tomaso. Las galerías parecían separarse de allí en forma radial; por lo tanto, si conseguía llegar hasta ella, no sería difícil encontrar la salida. «Eso es, este pasaje que sube… hasta pocos pasos de la avenida, ¡está escrito aquí! Bendita Sans-Peur, cualquiera que sea la razón que te ha llevado a ayudarme… Y aquí, en cambio, está dibujado el escudo de la familia Colonna. La chimenea en la que me he escondido antes… ¡No es difícil orientarse, vamos!»

Heinrich se sintió de repente reanimado por un atisbo de esperanza. Tenía que vestirse, ahora. Se puso una falda roja larga hasta los tobillos, luego una camisa blanca, amplia sobre los hombros y estrecha en las muñecas, y un corsé de franela a cuadritos. ¿Quién no lo habría confundido con una pueblerina de Roma? Encima de los hombros, una toca negra que se recogía en la parte de delante, como si fuera una bufanda.

Asomó la cabeza desde detrás del armario: la vieja ya no estaba. Se apresuró hacia los cestos con pelucas, y eligió una de pelo castaño claro, recogido en un moño sobre la nuca con un alfiler plateado. Con cuidado, delante del espejo, se colocó el peinado y la máscara de gasa rosa, como había visto hacer unas horas antes a Jacobus. Perfecto.

LII. TENIENDO EN CUENTA QUE EL CARNAVAL

Roma, febrero de 1772

T
ENIENDO EN CUENTA QUE EL CARNAVAL COMIENZA once días antes del Miércoles de Ceniza, con el sonido de la campana del Campidoglio, y se interrumpe el Viernes y el Domingo Santo, con un total de ocho días de fiesta, se dan las últimas disposiciones para el día final, el martes de carnaval.

En ese día se establece que la cabalgata del senador de Roma, a lo largo de la avenida, no sea precedida como siempre por un cortejo de hebreos de todas las edades. El barrio judío, conocido como
el Ghetto
, se limitará a dar una contribución para los vencedores de las carreras de caballos, y que el rabino y los notables se acerquen para homenajear a los conservadores y al senador, recibiendo a cambio un simbólico canasto con peces.

Se establece que los teatros abran a las diez de la mañana y cierren improrrogablemente a las siete de la tarde, con el sonido de la campana del Campidoglio.

En la avenida, entre la plaza del Popolo y la plaza Venecia, que la multitud deje paso a las carrozas de las autoridades.

A las tres, la carrera de los Barberi: que se dé la señal con el lanzamiento de triquitraques desde la plaza del Popolo. Ante esta señal que las calles se queden libres de carros, carrozas y hombres a pie.

Desde las cinco en adelante que se consienta la venta de velas y cirios.

A las siete, al sonido de la campana de San Giacomo, se ordena que cualquier luz se apague y que cesen los gritos, ruidos y cantos, dando inicio a la penitencia de la Santísima Cuaresma.

Se dispone, además, que el acceso a la avenida quede prohibido a las cortesanas y a la chusma, así como a los monjes por la salvación de sus almas. A las mujeres está prohibido vestirse licenciosas, con la obligación de llevar un velo o una máscara de gasa en señal de decencia. Queda igualmente permitido vestirse de cualquier forma, excepto de sacerdote, cardenal, fraile o monja.

LIII. «ES EL FINAL», SE DIJO HEINRICH

Roma, febrero de 1772

E
S EL FINAL», SE DIJO HEINRICH, CUANDO SE encontró en la salida, en la gran caverna presidida por el decrépito
boudoir
de Tomaso. El miedo le paralizaba las piernas, porque a pesar de los vestidos de mujer y la máscara de gasa, se sentía reconocible. Como si los ojos ciegos del viejo, que todavía estaba sentado en el centro del local, pudieran desenmascarar su disfraz y revelar a todos su presencia. Dudó durante largos instantes, inmóvil como una estatua, y quizás se habría quedado todavía un buen rato así, si no hubiera sido por un chismoso grupo de máscaras, que se metió por el pasillo arrastrándolo dentro del local con la fuerza de un torrente.

—¡Ya era hora! —oyó la voz de Tomaso elevarse sobre todo el alboroto—. ¡Moveos! ¡Adelante o conseguiréis perderos también la venta de los cirios! —añadió el viejo, pero la regañina se perdió en el aire sin ningún efecto, como si la euforia del carnaval hubiera contagiado las almas de todos.

Miró a su alrededor con aprensión y temor. Vio a lo lejos a Jacobus y Liebrecilla, ocupados en llenar los sacos con cirios, y sintió un escalofrío.

Naturalmente, mantenía cierta distancia. Reflexionaba, si se puede hablar de reflexión cuando se ve uno sobrecogido por miles de dudas simultáneas. «¿Se habrán dado cuenta los demás de lo que ha ocurrido?» En ciertos momentos, le parecía una certeza. Y lo que más le asustaba era el hecho de que, si hasta aquel momento el grupo de los Avispones simplemente había seguido las indicaciones de la Comendadora, sin tener en contra de él nada personal, con el descubrimiento de la muerte de Sebastian seguramente le creerían culpable y le odiarían. Lo que vendría después no sería una persecución obediente y desapasionada, sino el ensañamiento furioso de quien quiere vengar la muerte de un amigo. Por otro lado, se decía que el hecho de que fueran las últimas horas del carnaval —las más provechosas para los negocios de los ladrones— podría haber apartado momentáneamente la atención de la ausencia del jorobado. «Jacobus y Liebrecilla, allá abajo, se afanan tranquilos en su trabajo. No parecen pasarlo mal por el dolor, probablemente no saben nada…» Vamos, que quizás todavía había tiempo para escapar.

De hecho, en la gran caverna alrededor del
boudoir
la confusión era total. Máscaras de todo tipo —arlequines y juglares turcos, cosacos y marineros ingleses, indios con turbante y Pierrot vestidos de blanco—, que se reunían en grupitos, listos para salir a la avenida. Un grupo de enanas llevaba puestas casacas blancas y pantalones amplios como Pulchinela, no sin una cierta gracia. De repente, llegó un jorobado con un disfraz verde de lechuga, que mostraba un aspecto febril y agitado, y parecía no aguantar más por contarle a alguien lo que sabía.

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