La felicidad de los ogros (22 page)

Read La felicidad de los ogros Online

Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

BOOK: La felicidad de los ogros
11.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sí, siento felicidad. Bueno, algo parecido. Todas las medidas que había tomado, tendido en mi lecho, se han enmarañado definitivamente. Esforcémonos por pensar con acierto, sin embargo. Louna ha llegado a término: púdico optimismo para designar lo que es, de hecho, el comienzo de nuevas catástrofes. Porque unos gemelos, no nos engañemos, son dos bocas más que alimentar, cuatro oídos que distraer, veinte dedos que vigilar y un montón de estados de ánimo que soportar, una y otra vez. Y todo con el proceso de Sainclair perfilándose, la ruina en el horizonte, la cárcel tal vez, el deshonor en cualquier caso y (¡a mí, Zola!) la decadencia alcohólica. ¡Nanay! ¡En cuanto tengan cinco años, pondré a los gemelos a currar! ¡Eso haré! ¡Amputaciones y mendicidad! ¡Y que resulte rentable, eh, si queréis comer algo más que vuestros platos vacíos!

¿Por qué la «realidad» se opone siempre a mis proyectos? ¿Por qué me contrarresta la vida? Esa es la pregunta que me hago, de pie junto a la cabecera de Louna, en la clínica cacareante y florecida, con la mirada puesta en Laurent, que estrecha a mi hermana entre sus brazos. «Mi amor querido, mi amor querido», y que luego aplasta el hocico contra el aséptico acuario, concebido para proteger a los niños de la voracidad de los padres, y que muge:

—¡Tengo tres Louna, tres Louna, Ben! ¡Tenía una, tengo tres!

(¡Pues no será al precio de una, créeme!)

Y todo termina en lo de Koutoubia, con Amar sirviéndonos un cuscús a cargo de la casa, como siempre cuando llego anunciando un nacimiento.

—He descubierto algo importante, Ben. —(Es Laurent el que filosofa con la autorizada ayuda de un Mascara de dieciséis grados)—. Que la realidad es siempre más soportable que la fantasía, aunque sea peor. Yo no quería críos, tengo dos; pues bien, ése no es el horror; el horror, Ben, es haber tenido tanto miedo de esta maravilla. —Suspiro…—. ¡Oh, Ben! ¿Cómo pude hacerle eso a Louna? —Sollozos…—. ¡Rómpeme la cara, Ben, te lo suplico, rómpeme la cara, hazlo por tu hermana! Autofustigación, camisa desgarrada…

—¿Un traguito de Mascara?

—Sí, este año no está del todo mal.

—¿Ben?

La mano de Julia se enrolla en mi muslo.

—Clara me lo ha dicho y por lo de tu proceso, no te preocupes, Sainclair se ha pitorreado. Si hay proceso, será contra la revista, y si el juez es realmente muy malvado, nos condenará a un franco por daños y perjuicios.

—Un franco antiguo, pregaullista, un microfranco —precisa Théo, cuyos ojos acarician las nalgas de Hadouch.

Una velada que ronronea; Chira le corta la carne a Jérémy; Thérese está pegada al escupimagen donde se programa, una y otra vez, el entierro de Um Kalsum; el Pequeño inicia a Julius en el ritual del té a la menta; Amar nos anuncia por centésima vez la próxima destrucción de su restaurante debida a la erección del New Belleville.

—Lo siento por ti, Amar.

—¿Por qué? El descanso es algo bueno, hijo mío.

Y se lanza a contarme de nuevo que aprovechará la jubilación para cuidar su reuma sumergiéndose en las arenas del sur sahariano. (La blanca cabeza de Amar y, alrededor de su cuello, el Sahara…)

Y al final de los finales (Laurent borracho como una cuba dormido en su plato, Jérémy y el Pequeño hechos un ovillo en la pelambrera de Julius que los incuba, Théo ha desaparecido, hace mucho tiempo, con Hadouch, Thérése metamorfoseada en derviche girador, la mano de Julia anunciando la inminencia del asalto final), Clara, mi Clara, anuncia la gran noticia:

—Tengo una sorpresa para ti, Benjamín.

36

La sorpresa (¿estoy seguro de que me gustan todavía las sorpresas?) ha tomado la forma de un telegrama. El telegrama, procedente de una prestigiosa editorial (no la cito porque se devoran entre sí…), está redactado en estos términos, de concisión casi conminatoria:

MUY INTERESADOS. PRESÉNTESE CON LA MAYOR URGENCIA.

No es desagradable descubrir que eres un genio aun a tu pesar. Es bastante divertido pensar que unos meses de charla inconsecuente, destinada a una pandilla de niños insomnes y a un perro epiléptico, mecanografiada por una secretaria sin matices, enviada por una mensajera irresponsable, bastan para que a un dragón de la edición se le haga la boca agua.

Es lo que me he dicho al despertar, es lo que me he dicho en el metro. Es lo que sigo diciéndome ahora, plantado en la inmensidad de este ¿despacho?, ¿salón?, ¿sala de conferencias?, ¿pista de carreras?, donde el multicolor artesonado de la Historia se compincha con la audaz geometría de un mobiliario porvenir. Aluminio y estuco, dinamismo y tradición, una casa atiborrada de pasado y que devorará el futuro, habría podido ser peor.

La amabilidad apresurada del gomoso que me ha recibido me confirma en la certeza de que estaban esperándome.

Nadie duerme ya desde que enviaron el telegrama. Algo en el aire me dice que están conteniendo la respiración.

«¿Y si Malausséne rechazara la oferta?»

Una ráfaga de pánico barre la mesa de reuniones.

«¿Y si ha recibido otras ofertas?»

«Quintuplicaríamos la apuesta, caballeros…»

(IMPLOSIÓN… No está tan mal el título de Clara.)

—¿Quiere beber algo?

El gomoso ha hecho aparecer un minibar de los bajos de una biblioteca.

—¿Whisky? ¿Oporto?

(A estas horas, bueno será el oporto, ¿no? Sí.)

—Café.

Pues bueno, vaya por el café. Silencio cómplice. Piernas cruzadas. Larga mirada del gomoso. Plateada ronda de la cucharilla.

—Realmente notable, señor Malausséne.

(Notable no lleva acento).

—Pero no estoy autorizado a decirle nada más.

Ligera risa.

—Es un privilegio que se reserva nuestra directora literaria.

Risa ligera.

—Una personalidad notable, ya verá…

(¿También ella?)

—En la intimidad, la llamamos familiarmente la Reina Zabo.

(Quedémonos pues con la Reina Zabo, estamos en la intimidad).

—Una gran sagacidad en el juicio y una franqueza en el habla…

La sombra de una vacilación, luego, medio tono más bajo:

—Éste es, precisamente, el problema.

(¿El problema? ¿Qué problema?)

Sonrisa, tosecitas, signos exteriores de la turbación distinguida, luego, a quemarropa:

—Bueno, voy a anunciarle su presencia.

El gomoso hace mutis. Y ha transcurrido ya media hora. Media hora esperando la aparición de la Reina Zabo. Primero me he dicho que los libros me harían compañía, me he puesto modestamente ante la biblioteca, he tendido la mano con respeto, he sacado con precaución un volumen: sólo la cubierta. No hay libro en el interior.

Lo he intentado otra vez en otra parte: ídem.

¡En la estancia no hay ni un solo libro! Sólo una exposición de cubiertas coloreadas. No cabe duda, estás en casa de un editor, Malausséne.

Me consuelo calculando cuánto podrá suponerme la publicación de un best-seller. Si lo tenemos en cuenta todo: derechos cinematográficos, televisivos, lecturas radiofónicas, es incalculable. Si nos atenemos al mínimo, también sobrepasa con mucho mis facultades aritméticas. En cualquier caso, hice bien librándome del maldito curro de Chivo Expiatorio. ¡En treinta años no me habría producido ni la décima parte!

Y ese instante de felicidad es el elegido por la Reina Zabo para hacer su entrada. ¡La Reina Zabo!

—¡Ah, buenos días, señor Malausséne!

Una mujerona alta y esquelética sobre la que han plantado una cabeza obesa.

(Buenos días señora…)

—No, no se mueva, por lo demás no lo entretendré mucho.

Una voz chillona que no se anda por las ramas.

—¿Bueno?

Ha aullado ese «¿Bueno?» y me hace dar un respingo. (¿Bueno qué, Majestad?) Debo de ofrecerle un palmito bastante pasmado, porque suelta una carcajada mofletuda, increíble, realmente se diría que su cabeza ha caído por casualidad sobre ese cuerpo.

—¡Ah no, señor Malausséne! ¡Que no haya malentendidos entre nosotros, no lo he hecho venir por su libro, no editamos esa clase de sandeces!

El gomoso, en el papel del paje, tose un poco. La Reí Zabo se da la vuelta de una sola vez:

—¿Sandeces, no? ¡Eso dijo usted, Gauthier! Luego, dirigiéndose de nuevo a mí:

—Escuche, señor Malausséne, eso no es un libro, no hay aquí ningún proyecto estético, se dispara en todas direcciones y no llega a parte alguna. Y nunca podrá hacerlo mejor. Renuncie enseguida, amigo, no es ésta su vocación. Al paje Gauthier le gustaría ser invisible. A mí, la Reina Zabo comienza a animarme las interioridades.

—¡Su verdadera vocación es ésta!

Me lanza sobre las rodillas el número de
Actual
que ha sacado de no sé dónde. Cuando ha llegado tenía las manos vacías, ¿no?

—No puede usted imaginarse hasta qué punto necesitaremos tipos como usted en una editorial. ¡Chivo Expiatorio! Exactamente lo que me hace falta. Créame, señor Malausséne, estoy hasta las narices de que me chillen por mi cargo.

Sigue una larga risa, agudísima, que parece el escape de alguna cosa, incontrolable. Y se detiene también en seco.

—Entre los aprendices de escritor que se consideran mal leídos, los escritores novatos que se afirman mal publicados, los veteranos que se declaran mal pagados, ¡todo el mundo me chilla, señor Malausséne! No ha habido uno solo, óigame bien, en veinte años de oficio no he conocido a un solo escritor que estuviera satisfecho con su suerte.

Me produce el efecto de una niñita superdotada, de cincuenta tacos, que no puede creerse todavía la vivacidad de su inteligencia, esa Reina Zabo. Pero hay algo más. Algo de irremediablemente triste en esa forzada alegría. Sí, algo que yace tristemente bajo la masa electrificada de esa cara de culo.

—Mire, señor Malausséne, la semana pasada mismo se plantó aquí un postulante para saber qué pensábamos de su manuscrito, enviado dos meses antes. Eran las nueve de la mañana. Gauthier, aquí presente (¿está usted presente, Gauthier?), lo recibe en su despacho y, apenas despierto, viene a buscar en mis archivos una ficha de lectura que estaba en los suyos. Durante su ausencia, el otro comienza a curiosear en sus papeles, claro. Da con la ficha de lectura, en la que yo había escrito: «Es pura mierda». Sí, entre nosotros somos muy concisos; el trabajo de Gauthier consiste, precisamente, en vestir esa concisión. Resumiendo, la ficha no estaba destinada a ser leída por el autor del manuscrito en cuestión. Pues bien, ¿cuál piensa usted, señor Malausséne, que fue su reacción?

(Caramba, palabra que…)

—Fue a tirarse al Sena, justo ahí enfrente.

Con un gesto relampagueante señala la doble ventana que da al río.

—Llevaba encima la ficha de lectura cuando lo sacaron, firmada con mi nombre. Muy desagradable.

Ya está, he comprendido lo que falla en ella. Fue antaño un ser sensible, la Reina Zabo, una niñita que sufría con los males de toda la humanidad. Una adolescente torturada. Algo de ese estilo. Enigmática portadora de la pesadumbre de ser. Cuando el tormento se hizo calvario y, tras muchas vacilaciones, fue a ver al loquero de moda. El gran Escuchador comprendió enseguida que la humanidad le apretaba en las sisas a aquella niña despierta y, pacientemente, canapé tras canapé, extirpó de ella hasta la más pequeña raíz, plantando lo social en su lugar. Así es la Reina Zabo. Un psicoanálisis que ha tenido éxito: cuando come, sólo la cabeza lo aprovecha. Lo demás no participa. He conocido a otros, todos son igual.

—De modo que voy a contratarlo, señor Malausséne, para evitarme esa clase de sinsabores.

(¡No he venido a que me contraten!) Silencio. Radioscópica ojeada de su Majestad. Luego:

—Supongo que el Almacén lo ha despedido, después de semejante artículo, ¿no?

Mirada ultravioleta. Sombra de sonrisa:

—Tal vez lo publicó, incluso, con ese objetivo. Luego, categórica:

—Ha sido una tontería, señor Malausséne, está usted hecho para ese oficio y ninguno más. Chivo Expiatorio: en usted, es un estado.

Y, acompañándome a la puerta a paso de carga:

—No se haga ilusiones, va usted a recibir un montón de ofertas, la cosa ha corrido. Pero le ofrezcan lo que le ofrezcan, no dude que nosotros le pagaremos el doble.

37

Y luego llega el jueves fatal. He intentado retener el tiempo concentrándome en cada segundo, pero de todos modos se ha escapado, sin remedio, por las grietas de mi santa alma.
(Yo, mi alma esta agrietada…
Aquí tropezó Clara en su examen oral de bachillerato…)

El departamento de los juguetes no está atestado, es lo menos que puede decirse. Han debido de dar una consigna, una señal que mantiene misteriosamente apartada a la clientela. Y allí estoy. Y advierto que no he dejado de pensar ni un segundo en este momento desde nuestro paseo subterráneo, la otra noche, con Pepito Grillo. La obsesión del plazo se acurrucaba tras el menor de mis pensamientos. Tengo miedo. ¡Dios si tengo miedo! Son las diecisiete treinta. Pepito no ha llegado todavía. Coudrier tampoco. Ni ninguno de sus hombres.

Mi pequeña vendedora ardilla se ha adelgazado. Sus mejillas han perdido las provisiones del invierno: el Almacén… la fatiga del Almacén… Su compañera la comadreja se atarea ordenando los estantes revueltos por los mocosos durante la marea de las cuatro. Pepito no está allí.

Yo sí.

¿Y la víctima? ¿Ha llegado la víctima? «Se la indicaré cuando llegue el momento, ya verá, será una sorpresa…» ¿Por que una sorpresa? En el fondo, no he dejado de pensar en eso. (¿Por qué una sorpresa? Entonces conozco a la víctima. ¿Un personaje público? ¿Carne de periódico?)

Pienso en eso y en lo demás, todo amontonado. En nuestra conversación del metro. «¿Por qué los mata en el Almacén? ¿Los lleva hasta allí? ¿Cómo lo hace?» Mi viejecito esbozó una amable sonrisa: «¿Lee usted, a veces, novelas?» Le dije que si, y más que a veces. «Entonces ya sabe que no deben agostarse de un soplo todas las sorpresas de la ficción». Pensé que «agostar» era un verbo que correspondía a su edad. Pero pensé también: ¿ficción? «¿Ficción?» «Eso es, imagine usted que está en alguna parte de una novela, eso lo ayudará a combatir su miedo». Y añadió: «Tal vez incluso a gozar de él». Y entonces comencé a no encontrarlo del todo limpio. Y a acojonarme. Un canguelo larvado que no me ha abandonado ni un solo segundo. Con efectos secundarios licuantes.
Vézarde
, diría Rabelais. (Diarrea, vamos). Me preguntaba a qué se debía. Y era eso, el miedo… ¿Y Thérése? ¿Cómo se las había arreglado para descubrir a Thérése, y para identificarla? «De sus hermanos y hermanas, ella es la que más se le parece». (¡Ah caramba! ¿También conoce a los demás?) Sí, sí, el Pequeño y sus ogros Noel, Jérémy y su don para las ciencias experimentales, el ojo de Clara… «Nada misterioso hay en todo ello, jovencito, su amigo Théo los quiere mucho». Claro, Théo, es verdad. Théo le habló de nosotros. «Son ustedes su familia, en cierto modo, como él es la nuestra». ¿La nuestra? ¡Ah, sí, los víejecitos del Almacén! De todos modos, eso es lo que me ha hecho estar hoy aquí, y no la advertencia de Coudrier por teléfono, eso, el hecho de que siento planear una extraña amenaza sobre mi familia si me lavo las manos. Sin embargo, mi abuelo mítico, mi «agostador de ogros» seguía cayéndome simpático, por muy majara que estuviera. El metro nos sacudía como la vida y, para mantener el equilibrio sobre sus nalgas, posaba a ambos lados la palma de sus manitas. Parecían las ruedas laterales de una bici de niño.

Other books

The Locker Room by Amy Lane
By Proxy by Katy Regnery
Take Me Out by Robertson, Dawn
Return of the Viscount by Gayle Callen
The Levant Trilogy by Olivia Manning
The Blue Blazes by Chuck Wendig
Fixing Hell by Larry C. James, Gregory A. Freeman