Indias Blancas (65 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

BOOK: Indias Blancas
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—Volveré con el doctor Javier —juró la pulpera.

Llenó el cacharro nuevamente y lo dejó al alcance de Nahueltruz. Apagó el fuego y puso un poco de orden. Antes de marcharse, se arrodilló junto al jergón y besó los labios afiebrados de Nahueltruz.

—Perdóname —susurró, y el llanto le impidió decirle que lo amaba.

Loretana llegó al pueblo agitada. En otra ocasión, su tía Sabrina la habría regañado por su mal aspecto y por su desaparición; en ese momento, más interesada en contarle el último chisme, la llevó a la cocina y le soltó la novedad.

—¡Tu adorado Nahueltruz despachó al coronel Racedo al otro mundo! Pero esto no es lo más jugoso del asunto. Aquí te largo una que te va a dejar dando vueltas: Nahueltruz Guor es el hombre de la señorita Laura. ¡Ja! ¡Cómo te quedó el ojo! ¿Te dije o no te dije que ese miserable tenía otra? ¿Eh? ¿Qué me contestas? ¿No te digo yo que me hagas caso cuando te hablo, que parezco sonsa pero no soy? Parece ser que Racedo encontró a los dos tórtolos haciéndose arrumacos en el establo. ¡Ah, la de San Quintín se armó! Imagínate, el coronel Racedo, que andaba como bobalicón detrás de la señorita Laura, al verla con su peor enemigo, se le fue al humo. Pero ya tuitos sabemos que Racedo era más bien torpe con el cuchillo; Guor, como buen indio, lo manejaba como los dioses. No es de extrañar cómo terminaron las cosas: Racedo con un puntazo en la panza.

—¿Y la señorita Laura? —quiso saber Loretana, y su manera imperturbable fastidió a doña Sabrina.

—Y a ti, ¿qué bicho te picó? ¿No tienes nada pa'decirme? Te cuento que el pueblo se sacudió con un terremoto, y tú, como si nada.

—¿Y qué quiere que le diga? —se despabiló Loretana—. ¿Quiere que la felicite? ¿que le diga que es la mejor bruja y adivina que conozco? ¿que estoy feliz porque Nahueltruz se acostaba con la Escalante? ¿que muero de la alegría porque la milicia lo persigue pa'matarlo?

—¡Ah, qué caráter de los mil demonios que tienes!

—¿Y la señorita Laura? —persistió Loretana.

—En su habitación, lloriqueando dende que el dotor Riglos la trajo aquí a los santos empujones. ¡Uy, qué despiole se va a armar!

Llegó un grupo de clientes, que luego de pedir chicha y vino, se acomodaron en una mesa para comentar los sucesos ocurridos en el establo. Loretana se ocupó de llenar los vasos y servirlos. En ese momento, prefería trabajar a seguir escuchando las gansadas de su tía Sabrina. Necesitaba despejar la mente y planear la manera en que volvería al rancho de la vieja Higinia, esta vez con el doctor Javier.

Al atardecer, no quedaba persona en Río Cuarto que no se hubiera enterado de la muerte del coronel Hilario Racedo a manos del ranquel Guor y de la relación de éste con la hija del general Escalante. Sólo Agustín permanecía ajeno a la tragedia de sus hermanos. Blasco irrumpió con la noticia en casa de los Javier y causó un efecto devastador. El general Escalante se puso pálido y se echó en la silla que tenía a mano. Entre el doctor Javier y María Pancha lo ayudaron a ponerse de pie y lo condujeron a su dormitorio, donde le pidieron que se recostase. El general insistía en que no se recostaría, que debía ir al hotel para hablar con su hija, de inmediato, no había tiempo que perder, tenía que saber qué había de cierto, él todavía no podía creerlo.

—¡Esto es una calumnia! ¡Mi Laura jamás se fijaría en un indio! ¡No en el hijo de Rosas! —vociferó, en completo descontrol.

María Pancha le aferró la mano, lo miró a los ojos y le ordenó que se recostara. Escalante consintió a regañadientes «porque le había comenzado a latir la rodilla». Javier le tomó las pulsaciones e indicó:

—María Pancha, pídale a Generosa que prepare una infusión de azahares más bien concentrada. Eso ayudará a serenarlo.

Media hora después, luego del té de azahares, las pulsaciones de Escalante habían recuperado el ritmo; su gesto, sin embargo, atemorizaba.

—Creo que debemos mantener al padre Agustín al margen de este desdichado asunto —opinó Javier—. Una cuestión de naturaleza tan delicada podría afectarlo hasta el punto de minar su salud de por sí frágil. Su hermana y su mejor amigo involucrados en un asesinato no es la clase de noticia que lo ayudará en la convalecencia.

María Pancha y Escalante cruzaron miradas significativas y asintieron. Doña Generosa llamó a la puerta y pidió unas palabras con su esposo.

—Está el sargento Grana en la sala —informó—. Viene a buscarlo. Dice que Carpio lo necesita en el fuerte por una herida en la cabeza.

—Tengo que ir al fuerte —comunicó Javier de regreso en la habitación de Escalante—. El teniente Carpio, el edecán de Racedo —explicó—, me manda llamar. Aprovecharé para averiguar algo.

Se convino que, mientras María Pancha y el general iban al hotel de doña Sabrina, Generosa cuidaría al padre Agustín, que, desde la mañana, había pedido por su hermana. En breve llegaría el padre Marcos para rezar el rosario y relevaría a la dueña de casa. María Pancha y Escalante caminaron en silencio hasta la pulpería. La furia parecía haber abandonado al general. El fatalismo que volvía a enfrentar su destino con el de Mariano Rosas había ejercido sobre él un efecto aplastante.

El padre Marcos se enteró de la muerte de Racedo también por boca de Blasco, que además le contó que la señorita Laura y Nahueltruz “eran novios”. Ante la noticia, lo primero que experimentó Donatti fue cobardía, porque no hallaba la entereza para arrostrar los chismes que volarían por las calles del pueblo, menos aún a su amigo José Vicente. De pronto, deseó encerrarse en su celda y no volver a abandonarla.

En parte se sentía responsable; Laura se encontraba bajo su tutela y él la había descuidado de forma imperdonable. No podría volver a mirar a los ojos a José Vicente o a Magdalena Montes ahora que la virtud de su única hija estaba por los suelos y él no había hecho nada para preservarla. A medida que evaluaba los acontecimientos, sus cavilaciones y vaticinios se volvían más agoreros. La furia de Escalante al saber a su adorada Laura relacionada con el hijo de Mariano Rosas sería desmedida; ni siquiera él se animaría a apaciguarla. Si la noticia alcanzaba Buenos Aires, Laura se deshonraría para siempre.

El padre Marcos no dudaba de las buenas intenciones de Nahueltruz, pero consideraba insensata su pretensión de amar a una mujer tan por encima de él. Quizá se trataba de una ilusión; tal vez Guor veía en Laura a la Blanca Montes que había amado a su padre tantos años atrás, esa cristiana que se había convertido en una india por amor. Laura, impulsiva y romántica, se había entregado a él sin detenerse a reflexionar acerca de las diferencias que los apartaban. Posiblemente lo había amado en un acto de rebeldía.

—Este ha sido un capricho que les costará muy caro —pensó en voz alta.

Consultó el reloj de pared: la hora de visitar al padre Agustín. Aunque lo preocupó la idea de que Agustín se hubiese enterado, enseguida confió en el buen criterio del doctor Javier que, no dudaba, lo habría preservado de una tristeza semejante. Marcos Donatti se puso de pie sin ganas, tomó el breviario y el rosario y se puso en marcha.

Sola en su habitación, Laura lloraba amargamente. La imagen de Nahueltruz herido e indefenso la obsesionaba, y que se hubiera convertido en un hombre perseguido por la justicia le resultaba intolerable. Por el momento, el único lugar seguro lo constituían los aduares de su padre, el sitio que Nahueltruz había decidido abandonar por ella. Lo seguiría a Tierra Adentro, no sabía cómo ni cuándo, pero lo seguiría; Leuvucó se convertiría en su hogar como lo había sido el de su tía Blanca Montes; allí sería feliz con Nahueltruz, no necesitaba la ciudad ni a su familia o amigos, sólo lo necesitaba a él.

Julián llamó a la puerta y, sin aguardar el permiso, entró. Laura se secó las lágrimas y se puso de pie. Evitó mirarlo a los ojos; lo había herido profundamente y se avergonzaba. Riglos la encontró tan triste, desvalida y empequeñecida que no pudo pronunciar las palabras antes calculadas. En la soledad de su recámara, la había odiado. Ahora sólo deseaba abrazarla y decirle que la amaba, que la perdonaba, que pronto dejarían ese lugar infernal y recomenzarían en Buenos Aires.

—Julián —habló Laura—, no estés enojado conmigo.

Riglos cubrió la distancia que los separaba y la envolvió con sus brazos. Laura apoyó el rostro sobre su pecho y se largó a llorar de nuevo.

La puerta se abrió de súbito, y Laura y Riglos se sobresaltaron.

—Papá —musitó Laura.

El general Escalante entró en la habitación y, aunque usaba bastón, caminó con resolución hacia su hija. A un paso de distancia, le propinó un sopapo de revés. Laura habría caído si Julián no hubiese atinado a sujetarla. María Pancha corrió a su lado y la condujo a la cama, donde la obligó a echar la cabeza hacia atrás para contener la hemorragia de la nariz.

—¡No, general! —exclamó Julián—. ¡Con violencia no, se lo suplico!

—¡Esta mocosa ha deshonrado el apellido Escalante revolcándose con un indio mugroso!

—Vamos afuera, general, hasta que recuperemos la calma y podamos hablar con propiedad.

Escalante se topó con la mirada furiosa y desafiante de María Pancha, y bajó la vista.

—No volverá a ponerle una mano encima —la escuchó decir, y Riglos los miró con desconcierto, no tanto por las palabras de la negra, a quien sabía impertinente, sino por la actitud sumisa que adoptó el general, que dio media vuelta y enfiló hacia fuera. Riglos lo siguió por detrás.

La puerta cerrada y la habitación en silencio, Laura echó los brazos al cuello de su criada y dio rienda suelta a su amargura. María Pancha la obligó a volver a la cama y a echar la cabeza hacia atrás. Lo despejó la frente y se la besó.

—Está herido, María Pancha. ¡Solo y herido! No sé adonde está. ¿Quién le curará la herida? ¿Quién?

Sobrevino un silencio en el que Laura fijó la vista en el cielorraso y dejó que las lágrimas cayeran por sus sienes sin el menor lamento. De repente, exclamó:

—¡Fue horrible! El coronel Racedo nos encontró en el establo mientras nos despedíamos. Amenazó con vejarme y matarme y denunciar que el autor de semejante bajeza había sido Nahueltruz. Él sólo me defendió. Racedo quería matarme, a mí y a él también. Nahueltruz me defendió, él me salvó. ¿Por qué la Justicia lo persigue si él me salvó? Se lo diré a quien tenga que decírselo, a la policía, al juez, alguien va a creerme, ¿verdad que sí, María Pancha? Alguien me creerá. Nahueltruz no haría daño sin una razón válida. Él estaba protegiéndome, él me defendió. ¿Dónde está Nahueltruz? Quiero ir con él. Tengo que estar con él. ¡Necesito estar con él! Ahora mismo salgo a buscarlo.

A duras penas María Pancha consiguió que Laura no dejara la habitación. Sabía que, si no la sedaba, la muchacha terminaría por colapsar. Buscó la botella de láudano que siempre llevaba en su canasta y diluyó unas gotas en un vaso con agua. La ayudó a incorporarse y a beber.

—Ahora trata de descansar. Nada lograrás en el estado en que estás. Lo ayudarás si te tranquilizas y reposas; necesitas la mente fresca.

—¿Quién le curará la herida? —insistió Laura, más apagada.

—Nahueltruz Guor es un hombre acostumbrado al peligro y a la vida dura. Confía en él y en sus habilidades. Nada malo le ocurrirá.

—¿Eso crees?

—Sí, Laura. Estoy segura de que sabrá cuidarse.

—Lo amo tanto, María Pancha.

—Lo sé.

Para sorpresa de doña Sabrina, esa noche Loretana se ofreció a limpiar la cocina y barrer la pulpería. Mataría las horas con esos menesteres hasta el momento de llamar a la puerta de los Javier. Debía ser precavida, Carpio tenía vigilada la casa del médico. Era conocida su amistad con el cacique Guor, no resultaba descabellado pensar que intentase ayudarlo.

Alrededor de las dos de la mañana, Loretana se embozó de negro, mimetizándose con la oscuridad de la noche en su avance hacia lo de Javier. Descartó la entrada principal; a pocos pasos, el chasquido de un yesquero y, un segundo después, la brasa de un cigarro le dieron a entender que el soldado del Fuerte Sarmiento perseveraba en su guardia. Se encaminó hacia la parte trasera y, como encontró el portón de mulas con cerrojo, debió trepar la pared y arrojarse sobre las lechugas de doña Generosa. La ventana de la habitación del matrimonio Javier daba al patio, y Loretana golpeó varias veces con discreción.

El doctor Javier, los ojos hinchados de sueño y la expresión confundida, abrió el postigo y acercó la palmatoria al rostro de Loretana, que se apresuró a descubrir su cabeza.

—¡Loretana! —se enojó Javier—. ¡Nos has dado un susto de muerte, criatura!

—Por favor, doctor Javier —suplicó la muchacha—. Sé adonde está Nahueltruz. Vengo a buscarlo pa'llevarlo con él. Está herido de bala.

—En cinco minutos estaré contigo —dijo el médico, y cerró la ventana.

Dejaron la casa por el portón de mulas. Javier había tomado la precaución de envolver los cascos de su caballo con trapos para evitar que resonaran. Fuera de peligro, detuvo la marcha y desembarazó de las envolturas al animal, que cabalgó rápidamente hacia lo de la vieja Higinia. Aunque Javier conocía el camino como la palma de su mano, Loretana sostenía una lámpara de cebo en lo alto.

En la puerta del rancho, Loretana vaciló, asaltada por un mal presentimiento. Javier le quitó la lámpara y la hizo a un lado con resolución. Luego de escuchar la voz de Nahueltruz que saludaba al médico, Loretana se animó a entrar. La espantó el semblante de Guor; en especial, los ojos, vidriosos y afiebrados, la llenaron de resquemores. A una orden del médico, encendió el fuego e hirvió el resto del agua.

—Doctor —pronunció Guor con dificultad—, ¿dónde está Laura? ¿cómo está ella?

Loretana apretó la manija de la olla para sofocar la ira y los celos, sin éxito. Se dio vuelta y vociferó:

—¿Qué quieres saber de ésa? Te dejó solo con Carpio y Racedo, y se mandó a mudar como una cobarde cuando más la necesitabas. Ahí está, encerrada en su pieza, por la vergüenza y el miedo. Pero no te preocupes, que la consuela el doctorcito Riglos, ¿quién más?

Javier le lanzó un vistazo avieso y la urgió a continuar con su tarea.

—No sé nada de Laura, señor Guor. Ayer no fue en todo el día a casa. Ha sido difícil ocultarle la verdad al padre Agustín, que no se ha cansado de pedir por ella. Creemos que lo mejor es mantenerlo ajeno mientras su salud se restablece por completo.

—Entiendo —se desmoralizó Nahueltruz.

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