Esperanza del Venado (34 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Esperanza del Venado
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—Mira y dime si vendrá tormenta.

Él contempló el cielo.

—Ni hoy ni mañana.

—Pero igual habrá tormenta. Será sangre del Venado, pero deseo que se avecine.

Se volvió y la miró, preguntándose si deseaba la tormenta o el niño que crecía dentro de ella. Tenia las manos entrelazadas sobre el bulto grávido que yacía por debajo de las frazadas de su lecho, pero no observaba la ventana ni su vientre. Cuando el niño llegara, su vida terminaría, él lo sabia. Pero sin duda debía vivir hasta poder ver al niño.

Seguramente su futuro no le impediría eso.

Por fin, cerca del mediodía, se cansó de él.

—Vete —le ordenó—. Necesito dormir.

Fue hacia la puerta con un triunfo resonando en el corazón. Sin duda ella necesitaba dormir. Era obra de él y pasaría largo tiempo antes de que pudiera volver a conciliar bien el sueño, si él seguía sus planes.

Pero ella le detuvo en la puerta.

—Regresa mañana —dijo—. Mañana, a la misma hora.

—Si, mi dama —replicó Orem.

—Te he tratado muy mal, ¿verdad? —preguntó.

—No —le mintió en respuesta.

—Los dioses son inquietos —dijo— No aceptan bien la disciplina. ¿Y tú?

Orem no comprendía.

—¿Es que estoy bajo disciplina?

—Sólo lo advertí hoy. Te pareces a él.

—¿A quién?

—A él —dijo—. A él. —Y luego volvió el rostro para dormir, y él se marchó.

Orem no lo comprendió y yo no se lo dije, pero tú lo sabes, Palicrovol, ¿o no? Ella comenzó a amarle en ese momento. Y parte de las razones por las que le amó fue que se parecía a ti. ¿Te hace reír? Trescientos años de tortura, y su odio por ti se trocó en amor.

No es que pensara liberarte. En absoluto. Pero debería halagarte. Eres la clase de enemigo al cual el adversario debe amar.

Esta es la forma en que los senderos de nuestras vidas se entrelazan, se cruzan y se separan: si ella hubiese enviado por él el día anterior, aún entonces él podría haberla amado. Pero ella no le buscó hasta que se sintió atemorizada, y ella no se sintió atemorizada hasta que él deshizo su trabajo; y él no deshizo su trabajo hasta que fue más allá de su amor por ella. Si pudiéramos mirar nuestras vidas desde afuera y observar lo que hacemos, podríamos reparar muchas injurias antes de que ocurran.

22
EL NACIMIENTO DE JUVENTUD

Este es el relato del nacimiento del hijo de Orem, hijo de Belleza, nieto bastardo del rey Palicrovol, el niño más hermoso y brillante del mundo.

EL ANILLO ARDIENTE

La guerra de Orem contra la Reina le puso más frenético a medida que pasaban los días, como si tuviera que deshacerse de parte del poder que le había sustraído. Se acercaba la fecha del alumbramiento, y él la hostigaba más y más, para que pasara sus días exhausta después de batallar futilmente toda la noche. Orem, sin embargo, pasaba los días en juegos cada vez más activos. Timias y Belfeva estaban sorprendidos, pero le acompañaban con gusto, aun cuando incurría en locuras tales como correr carreras con la caballería de la guardia o competir con Timias para ver quién podía arrojar más lejos una jabalina. Timias no era de los que dejarían ganar a Orem, y por eso, al no ser ducho en las artes viriles, Orem perdía invariablemente. Pero se esforzaba con furia, y gradualmente iba mejorando.

Cuando Belleza comenzó la labor de parto para dar a luz al hijo de Orem, él se hallaba trepando por uno de los muros de Palacio, compitiendo con Timias. Era una competencia donde la resistencia y la agilidad valían más que la fuerza bruta y la larga práctica, y Orem llevaba la delantera. Casi estaba llegando a la cima, cuando notó un agudo dolor, como si una vela le estuviera quemando el meñique de la mano izquierda. Se miró y vio que su anillo de rubí estaba al rojo. No podía quitárselo, no sin caer unos cuantos metros. Lo soportó, trepó el resto del trayecto que le separaba de la cima y sólo entonces trató de arrancárselo. Pero no podía.

Comadreja y Belfeva estaban allí, observándole.

—Ayudadme —pidió Orem.

—No puedes quitártelo —dijo Comadreja—. La sortija de rubí arderá hasta que el niño nazca. En realidad no te está quemando el dedo. De todas formas, deberías alegrarte. Es señal no sólo de que el niño es tuyo, sino también de que es varón.

—El niño está por nacer… —repitió Orem. Entonces ese sería el último día de su vida.

Estaba seguro. Caminó hacia el borde del tejado, extendió la mano, y ayudó a Timias a trepar hasta arriba.

—Ganaste —dijo Timias sorprendido—. No imaginé que tuvieras tal destreza.

—Miré hacia abajo —dijo Orem—. Pensar en la muerte me hace ligero.

De pronto Comadreja gritó de dolor.

—¿Qué te ocurre? ¿Qué sucede? —preguntaban, pero ella no hablaba.

—Orem —exclamó—. ¡Debes ir hasta donde se encuentra tu esposa!

—¿Durante el alumbramiento? ¿El padre?

—En este parto y con esa madre, si. —Se retorció otra vez.

—¿Qué te ocurre? ¿Por qué gritas?

—Llévame hasta mi habitación, Belfeva —pidió Comadreja—. Y tú, Reyecito, ve con tu esposa. Haz lo que te digo.

—Pero no ha enviado por mí —dijo Orem. En realidad, quería pasar el último día de su vida con cualquier persona menos con Belleza.

—¿Olvidas en qué dedo lleva su sortija? Te obedecerá si le ordenas que te deje quedar.

—Nadie ordena a la Reina Belleza.

—Tú si —dijo Comadreja—. Pero ten cuidado con el modo en que se lo preguntas, pues si lo haces incautamente te obedecerá con cruel perfección.

—No deseo ir —dijo con furia.

Ella se retorció nuevamente y se baleó hacia Belfeva.

—No lo hagas por ella. Hazlo por tu hijo. Tu hijo ha comenzado su descenso por el río hacia el mar. Ella no tendrá quien la ayude más que tú. Nadie sino el padre puede ayudar en el alumbramiento de un hijo de doce meses.

Orem quería quedarse, quería saber por qué Comadreja sufría tanto dolor. Pero supo que sus palabras eran sabias, y que no le mentiría. Si ella decía que debía ir al lado de Belleza, pues entonces lo haría.

EL ALUMBRAMIENTO

La Reina no se encontraba en sus aposentos habituales. Ni había sirvientes allí que le indicaran la dirección. No sabia adónde había decidido ir para el parto. Sólo tenia una forma de encontrarla. Tendió su red por todo el Palacio, y la encontró hecha llamas con plateada dulzura, áspera a su oído, silenciosa a su contacto.

Fue por los corredores hacia el sitio donde sabia que se encontraba, pero los pasillos siempre giraban. Las puertas siempre se abrían del modo equivocado. Sólo lo comprendió cuando salió de un pasillo a una sala y luego cambió de idea y volvió sobre sus pasos y vio que el pasillo tenia otra dirección distinta de la anterior. Ahora el extremo corto quedaba a la izquierda, y el extremo largo con las escaleras que subían se disponía a la derecha. La Reina Belleza estaba donde él lo suponía, pero la magia del Palacio hacia girar todos los caminos. Entonces dejó que su poder fluyera como un manto a su alrededor y que aleteara contra las paredes, deshaciendo los hechizos, revelando las puertas donde debían estar. Esta no era la magia de la ilusión por la cual invariablemente podía ver. Eran verdaderos hechizos de sujeción, y temió que si la hallaba estuviese revelándole quién era.

Alrededor de la puerta se agolpaban sus afligidos sirvientes.

—¿Está dentro?

—Y sola —respondió un sirviente—. Nos ha prohibido entrar.

—No me lo prohibirá a mí —dijo Orem, y luego golpeó la puerta.

—¡Largo! —llegó la voz ronca y dolorida.

—Voy a entrar —anunció, y así hizo.

Belleza yacía sola, en mitad de una cama larga y estrecha. Estaba desnuda, con la piernas bien abiertas, y las rodillas levantadas. A los cinco postes de la cama había liado unas sábanas. Dos estaban atadas a sus pies y se tensaba contra ellas. Dos las tenia en las manos y de allí tironeaba. Y la última yacía sobre su almohada, y cada vez que la oleada de dolor se apoderaba de ella volvía la cabeza y aferraba el lienzo con los dientes, mordía y gemía, sacudiendo la cabeza y mortificando la sábana como un perro rabioso.

Estaba empapada en sudor. El agudo chillido que salía de su garganta no era un sonido humano. Del orificio por donde asomaba la cabeza del pequeño brotaba sangre. La cabeza era grande y se veía húmeda, amoratada. No pasaba. Belleza lo miró con los ojos enormes de dolor y terror. Sus ojos lo seguían mientras él caminaba en torno de los pies de la cama y se detenía cerca de su rostro. Mordisqueaba la tela. Aun en ese estado, era hermosa. La más femenina de las mujeres.

—Belleza —dijo.

Y entonces el dolor cesó, y ella se estremeció y dejó caer el lienzo sobre la almohada.

—Belleza —dijo otra vez—. ¿No basta tu magia para aplacar el dolor?

Rió con sorna.

—Tontuelo, Reyecito, no hay magia que pueda ejercer poder sobre el alumbramiento. El dolor debe sentirse, o si no el niño morirá.

Entonces llegó otra vez, y ella gimió y se retorció mientras los músculos de su vientre formaban olas. La cabeza del niño no daba muestras de avanzar. Belleza le miró con un ruego en los ojos. ¿Qué quería de él? Que acabara con el dolor, mas eso no podía hacerlo.

—Dime qué hacer y lo haré —dijo.

—¿Hacer? —exclamó a voz en cuello—. ¿Hacer? ¡Enséñame tú qué es lo que debo hacer, esposo!

El niño moriría, lo sabia. Todo niño que no asoma rápido una vez que su cabeza quedó coronada muere. Pero no mi hijo, dijo en silencio.

—¿Puede alguien soportar el dolor por ti?

¿Asentía? Si, y murmuró:

—Pero no contra la voluntad del otro.

—Entonces arroja el dolor sobre mi —dijo— para que el niño viva.

—¡A un hombre! —dijo con desprecio—. ¿Este dolor?

—Mira la sortija y obedece. Libera el dolor.

No bien dijo esas palabras sus movimientos convulsivos se detuvieron. Su pesada respiración volvió a la normalidad, la presión sobre las sábanas cesó. Orem aguardó a que el dolor regresara, pero no lo hizo. No tuvo tiempo de preguntárselo porque de pronto la carne se abrió hasta lo imposible, los huesos de la pelvis de la Reina Belleza se separaron ampliamente y el niño se deslizó suavemente sobre las sábanas. Era imposible que Belleza pudiera pasar por semejante cosa con tal tranquilidad y sin embargo instantáneamente sus huesos se unieron, y Belleza extendió la mano y alzó al niño. No hubo trabajo posterior al parto: el niño no tenia cordón umbilical.

—Desátame los pies —susurró la Reina Belleza. Lamió la mucosidad que había sobre el rostro del niño. El pequeño gritó y Belleza lo acunó, y se lo llevó al pecho y condujo su boca hasta el pezón, luego suspiró y cómodamente cruzó sus piernas. Orem notó con estupor que su vientre no había quedado flojo sino en perfecta forma, como si nunca hubiese llevado un niño en las entrañas. En realidad, lucia el cuerpo imposiblemente perfecto que él había amado, y no pudo evitar desearla una vez más, a pesar de todo el temor y el odio que lo movía hacia ella.

—Ordéname nuevamente, mi Reyecito —dijo—. Te obedeceré con gran placer.

—Pero el dolor no llegó hasta mi —caviló.

—No me ordenaste que te lo pasara a ti. —Sonrió triunfal.

Pensó en sus palabras y no pudo recordarlo. De algún modo ella le había jugado una triquiñuela, pero no tenia la astucia para darse cuenta de cómo.

—Déjame sostener al niño.

—¿Es una orden?

—Solo si… sólo si no ha de hacerle daño.

Belleza volvió a reír y le tendió el niño. Orem lo contempló, acercó las manos para recibirlo y lo tomó entre sus brazos. Había visto muchos recién nacidos en su vida,

sobrinos y nietos, y había ayudado a cuidar de los huérfanos en la Casa de Dios. Pero este niño era más pesado y movía el cuerpo de otro modo. Orem miró el rostro del pequeño y el niño le devolvió la mirada y le sonrió.

Sonrió. Minutos después del alumbramiento y ya sonreía.

—Un docemesino —dijo Belleza.

Orem recordó a su padre, Avonap. Recordó sus fuertes brazos que podían arrojarlo por los aires y hacerle volar como un pájaro y asirlo con toda seguridad. Mis brazos son suficientemente fuertes para un niño tan pequeño. Y de pronto fue Avonap en su corazón, y deseó al niño. El niño Orem había amado a su padre más que a la vida; esta clase de personas, cuando son hombres, aman a sus hijos con una devoción que no puede ser destruida. Tú no puedes saberlo, Palicrovol, pero existen hombre así, y no son más débiles que tú; en cambio, tú sólo eres más pobre que ellos. De inmediato Orem supo que debía tener a ese hijo, aun sólo por un tiempo.

—Me dejarás verlo cuando yo quiera —le dijo.

—¿Es una orden?

—Sí —replicó.

Se echó a reír.

—Entonces obedeceré.

—Y no harás nada para impedir que me conozca, y que me ame, y yo a él.

—Eres muy osado, Reyecito —dijo. Esta vez no rió.

—Te lo ordeno.

—No sabes lo que estás haciendo.

—¡Mientras viva, te ordeno que me dejes conocerlo y amarlo, y que le permitas a él hacer lo mismo conmigo! —Belleza no pudo reprocharle ni aun eso: no se atrevió a pedir más, no osó pedir un instante más de vida que el que ella tenia en mente.

—Reyecito, no sabes lo que estás pidiendo.

—¿Lo harás?

—No vengas a echarme la culpa, Reyecito. Ama al niño si lo deseas, y que él te ame.

Para mí es lo mismo. No me importa. —Volvió el rostro a la pared.

—Un niño debe conocer a su padre para ser feliz.

—No lo dudo. Sólo esto, Reyecito: no comerá otro alimento que el que tome de mi seno.

Y jamás tendrá nombre.

Eso no podía ser; no podía ser. No tener nombre es no tener persona, Orem lo sabía.

—Te ordeno que le des un nombre.

—Ahora ordenas fácilmente, ¿no crees? Como los niños, sin comprender el precio de las cosas. Antes de intentar con otras órdenes, fíjate cómo han resultado las que ya proferiste.

—Dale un nombre.

—Juventud —respondió, sonriente y divertida.

—No es un nombre.

—No más que Belleza. Pero es más nombre que el que podrá ganarse en toda su vida.

—Juventud, entonces. Y estaré libre con él…

—Oh, eres un delicioso imbécil. Durante todos estos años he mantenido a mi lado a los tres imbéciles más maravillosos del mundo, pero a ti, al mejor de todos, las Hermanas lo han reservado para el final. Puedes pasar junto al niño todo el tiempo que desees, todo el tiempo que puedas utilizar es tuyo. Que eso te dé alegría.

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