Esperanza del Venado (33 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Esperanza del Venado
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Encontró satisfactorio el relato, hizo lo que debía. Nadie sino el mismo Orem sintió tanto dolor cuando supo que en ningún momento corrió peligro de muerte.

LA GUERRA DE BELLEZA Y EL SUMIDERO

Esa noche Orem inició nuevamente la guerra que había comenzado con una sola escaramuza casi un año atrás. Encontró al rey Palicrovol más cerca que el año anterior, pero no demasiado. El cambio más notorio era el número de las tropas que le rodeaban: estaba convocando a sus huestes con fervor, y Orem no atinó siquiera a calcular su número. El círculo de magos seguía en el campamento y dentro de él, el círculo de

sacerdotes, y dentro de él, el rey Palicrovol, acosado por la magia dulce y terrible de la Reina.

Con calma y minuciosidad, Orem deshizo toda la magia alrededor del monarca. Esta vez discriminó más: dejó sólo la magia de los hechiceros. La Reina no respondió rápidamente y Orem se valió de su pereza para recortar grandes claros en el mar de su Ojo Inquisidor. Con cuidado amplió el rea de su ceguera y pronto comprendió que ella ya no podía encontrar al Rey Palicrovol. Orem abrió los ojos y miró la vela que había al lado de su cama. Sólo había trabajado una hora, y ella había quedado inutilizada y vacilante.

Antes, cuando se divertía con su poder, esto habría sido suficiente. Pero ahora, sin embargo, sabía que apenas había comenzado. No era suficiente cegarla alrededor de Palicrovol. Se esforzó al máximo y obstruyó su visión en todas las ciudades de todos los condados, mientras se concentraba en hallar nuevamente a Palicrovol. Dentro de la ciudad de Inwit devastó su poder por completo. De pared a pared de la ciudad y por más de una milla en los alrededores, deshizo todos sus hechizos. Sólo dejó intacto el Pueblo del Rey, no porque no pudiera destruir su magia allí sino porque era mejor dejarla creer que su oponente no podía trasponer sus defensas.

Esta vez pasaron dos horas y Orem regresó a Palicrovol nuevamente. La Reina aún no lo había localizado. Pero para asegurarse deshizo la magia en torno de él a tal punto que no lograría hallarlo antes de uno o dos días, si seguía buscando al mismo paso. Que Palicrovol tuviera un día completo de descanso. Y mañana le daré otro, si puedo.

Tú recuerdas esa noche, Palicrovol y esa mañana. Sucedió casi un año después de aquel respiro, en que por primera vez supiste que había otra fuerza que se agitaba en el mundo. Toda la noche esperaste la venganza de Belleza, pero no llegó. Por la mañana, tus magos trataron de pretender que habían causado tu salvación pero tú sabías que no habían sido ellos. Los sacerdotes pretendieron haber pronunciado nuevas y eficaces plegarias, pero tú te reíste de ellos. Sabían que no había explicación para lo sucedido y que fuere lo que fuere ese poder, estaba de tu lado. Una vez más había equilibrio en el mundo, la rueda había girado y comenzaste tu marcha de un año hacia Inwit, hacia la ciudad que se te había negado durante tanto tiempo. Esta vez vencerías, no tuviste dudas.

LOS BAÑISTAS EN EL ESTANQUE

Si bien permaneció despierto más horas de lo habitual, Orem despertó antes del alba.

Reconoció la débil luz detrás de su ventana. Era la Hora del Círculo Exterior, la hora en que debía despertar en la Casa de Dios. No sólo había despertado, sino que se sentía fresco y vigoroso por primera vez en varios meses. Saltó de la cama y caminó enérgicamente por la habitación, sorprendido de lo bien que se sentía al estar otra vez en movimiento… Era un soldado. Estaba en guerra. Estaba vivo.

Orem se detuvo al lado de la ventana y quiso ver cuánto había sido capaz de reparar Belleza de todo lo que había deshecho él durante la noche. Se sintió feliz al saber que en realidad era muy poco. Palicrovol seguía sin ser descubierto. Y tal vez lo más importante era que Inwit no había vuelto a alcanzar el nivel de control que tenía antes. Cada miembro de la Guardia había estado sujeto a ella por medio de un hechizo de lealtad hacia su persona y de camaradería hacia sus pares. Muchos de los guardias de la ciudad habían logrado escapar del hechizo, pero no todos. Por supuesto, no se lanzaron a pelear de inmediato, ni a traicionarla. Lo que importaba era que en una sola noche había podido deshacer más que lo que ella fue capaz de restablecer en las horas en que él durmió.

Esa mañana se encontraba demasiado exultante para permanecer encerrado. El cielo sólo estaba iluminado por una tenue luz, pero se vistió y se abrió paso por entre las puertas de Palacio, hacia la que conducía al Parque. Necesitaba estar en el bosque, en un bosque salvaje que no coartara la mano de ningún jardinero, donde hoy fuese una

mañana de verano a pesar de la espesa nieve que cubría la ciudad fuera de los muros del Castillo.

Al pasar notó que los sirvientes iban y venían deprisa, con urgencia, a veces con temor.

Era signo seguro de que Belleza no se sentía bien.

En esos casos los sirvientes siempre se escurrían. En silencio, Orem les pidió disculpas por hacerles la vida más complicada de lo habitual. La Reina Belleza, su pobre esposa, tal vez no hubiese dormido bien.

Tan pronto como le fue posible se perdió en el bosque, deambulando a placer, hasta que se encontró en la alta pared occidental del Castillo. Caminó hacia el norte por el muro hasta que se curvó abruptamente en el Rincón del Castillo, donde aguardaba el Torreón Menor, la prisión para los más grandes y peligrosos. Podía escuchar desde su interior, débilmente, un grito distante. Tal vez, pensó, sólo fuese el sonido de la ciudad más allá de los muros. Pero no. Orem oprimió la oreja contra la piedra de la Torre y el sonido le llegó claro. Era el aullido de un hombre en agonía; era el grito que lanza el hombre que conoce el peor de los terrores. No el temor a la muerte, sino el miedo a que la muerte se retrase.

Orem no pudo concebir qué clase de tortura podía generar semejantes gritos de una garganta humana. La piedra contra la cual se había reclinado era fría, y tembló. El sol estaba oculto a medias detrás de la pared del oeste y el aire comenzaba a enfriarse. Se alejó de la torre y del hombre que sufría en su interior. Se preguntó si de su garganta podría salir alguna vez un aullido semejante. Pero si era así, no lo sabría: cuando alguien puede proferir semejantes gritos, al mismo tiempo deja de escuchar.

Regresó por un camino distinto, nuevamente a través de los árboles pero esta vez caminando en forma brutal, apartando las ramas violentamente para que le golpeasen el rostro al recobrar su posición. Dejó que su camisa se desgarrara, dejó que su rostro sangrara; el dolor era un lenguaje delicioso, que sabía comprender. Entonces de pronto llegó al Estanque de la Reina.

Era agua de la Casa de las Aguas, del puro manantial que fluía en una corriente interminable como si el mismo Dios bombeara el líquido sobre el corazón del Castillo. Los Baños de la Casa de las Aguas eran públicos, y el agua era buena, pero la mayoría fluía a algún otro sitio, iba a los templos en acueductos, a las grandes casas y a las embajadas que se alineaban a lo largo del Camino del Rey y de la más exclusiva Avenida de las Excavaciones; se dirigía en cañerías de bronce al Parque de los Estanques, donde los artistas habitaban fuera del Palacio y llegaba allí, al Estanque de la Reina, donde pocos se habían podido bañar y donde el agua era pura como las lágrimas de un niño. Orem permaneció entre los árboles, observando bajo la brisa el aleteo de las aguas transparentes, verdes y profundas porque aún el sol no había ascendido lo suficiente para brillar sobre la superficie.

Y mientras observaba, dos visitantes se acercaron al estanque. El primero en llegar fue un anciano vestido con taparrabos, y Orem supo quién era: el sirviente loco que sostenía ser Dios y que no tenía pupilas en los ojos. Llegó y se puso de pie frente a Orem, mirando las aguas. El Reyecito no se movió. Ambos parecieron aguardar eternamente, como estatuas nocturnas.

Entonces llegó la otra visitante, y no vio a Orem ni al anciano. Era Comadreja Bocatiznada, tan horrenda al amanecer como bajo la brillante luz del día. No pareció reparar en el sirviente más que en Orem. Se detuvo al lado de las aguas y luego se desvistió para bañarse. No era propio de él observar el cuerpo vencido y sin forma de la pobre Comadreja. Seguramente se sentiría avergonzada de saber que un hombre miraba pender sus senos como dos sacos vacíos y sus piernas y rodillas huesudas y flojas. Pero no pudo alejarse mientras ella se internaba en el estanque. En cierto modo porque tenía la firme sensación de que si bien no daba muestras de verla, ella sabía que el anciano se encontraba allí, y que había venido a reunirse con él.

Nadó lentamente, apenas perturbando la superficie de las aguas, sin salpicar. Le han puesto mal el nombre, pensó Orem. No es comadreja sino nutria. Luego se hundió por debajo de las aguas.

Ahora el sirviente que se había denominado Dios hizo un movimiento, abriendo los brazos de par en par. De sus ojos partió un destello verde, una luz tan brillante que Orem tuvo que apartar la vista. Y cuando volvió a mirar, el viejo sirviente estaba desnudo arrojando una orina salvajemente verde a las aguas, con los ojos brillantes y esmeralda clavados en el bosque. Pero Comadreja no había vuelto a ascender desde el fondo de las aguas. El verde se esparció esplendoroso sobre el estanque hasta que toda la fuente quedó cubierta de luz viviente. Pero Comadreja seguía debajo. El anciano se inclinó, hizo una reverencia y se arrodilló al lado del estanque, y hundió la cabeza en el agua hasta el cuello. Sólo entonces Comadreja asomó la cabeza sobre la superficie, como si ambos rostros no pudieran convivir del mismo lado del agua. No pareció percatarse del brillo del estanque.

El momento se quebró. El viejo sirviente levantó la cabeza del agua y Comadreja se volvió hacia él y extendió la mano para tocarlo. Acaso conversaron. Orem no llegó a oírlo.

Ella le besó la frente y el sirviente ¿lloró? Orem no pudo decir si fue un llanto o un gemido o una palabra. Entonces el sirviente se puso de pie, tomó su taparrabos y caminó vencido por el sendero bien recortado que conducía a Palacio. Comadreja nadó unos minutos más hasta que el agua se fue haciendo gris y perdiendo esplendor. Pero Comadreja no volvió a ser gris. Orem la miró y comprendió que no era por accidente que la Reina siempre la tenía cerca. Los que más cerca de ella estaban eran los más torturados; la serena mujer desagradable que le había acompañado junto a Timias y Belfeva en tantos viajes era más de lo que parecía, sin duda, o si no la Reina no la atormentaría.

Arrojó su red para ella, y contó las capas de hechizos, la profundidad de los hechizos que la Reina había hecho para sujetarla, y sí, como sospechaba, era un ser torturado y hechizado. ¿Quién eres, Comadreja? Prisionera como yo, en este sitio, y acaso tan indefensa. ¿Yo, que moriré, tengo mejor fortuna que tú? Ya que pronto me veré libre de ella y tú no, siempre sometida a la compañía de una Reina que te causa tanto dolor como le es posible. Y vaya si sabe infligir dolor con la mayor exquisitez.

Fue entonces cuando Orem amó por primera vez a Comadreja Bocatiznada. No su carne: él había conocido el cuerpo de la Reina. No por lástima: él la conocía demasiado bien para poder contemplarla desde la distancia que requiere la compasión. La amó porque la admiró. Por haber soportado sin quejas el peso que la Reina cargaba sobre ella.

Por seguir siendo gentil y amable cuando tenía sobradas razones para ser amarga. Y

porque cuando nadó en el estanque y besó al sirviente que se denominaba Dios, curiosamente, fue hermosa. ¿Te sorprende eso, Palicrovol? ¿Que de toda la gente, tu hijo pudiera mirar a Comadreja Bocatiznada y verla hermosa?

LA REINA DESCUBRE A SU ESPOSO

Orem regresó al palacio antes de la hora en que solía despertar, y ahora si se hallaba exhausto después del desacostumbrado ejercicio y del breve dormir. Pensaba ir a descansar a sus aposentos cuando un sirviente le recibió en la puerta.

—La Reina Belleza le ha estado buscando.

—Oh —comentó Orem.

—Desea que acuda a verla de inmediato.

Durante un terrible instante pensó que su contienda contra ella había concluido, que le había descubierto y que pensaba matarle de inmediato. No se sentía tan valiente como el día anterior en el pórtico. Entonces comprendió que si era la muerte lo que tenia en mente no le habría mandado llamar confiando su mensaje a un sirviente. Conque siguió al lacayo a un lugar del laberinto cuya existencia ignoraba; los apartamentos de la Reina estaban

bien enmascarados, tanto con magia como con ilusiones concebidas por los más hábiles artesanos. Sin embargo, con sólo ir una vez acompañado, la ilusión se desvanecía para Orem pues podía encontrar el camino nuevamente con facilidad. Y en lo que respectaba a los hechizos, con él jamás funcionaban.

La Reina Belleza estaba tendida en su lecho mirando por la ventana cuando él llegó. El sirviente le dejó solo con ella. La puerta se cerró y ella se volvió hacia él.

—Mi Reyecito —dijo.

Su belleza era tanta como siempre, pero el cansancio era innegable. Después de todo, era una belleza viva la que tenia, y su rostro no era inexpresivo. Estaba agotada, preocupada, sombría, y su vientre grávido con la criatura que había llevado en sus entrañas durante once meses. Sólo entonces se le ocurrió que la preñez le consumía la fortaleza, y que por eso no podía responder bien a los ataques que él descargaba por la noche.

—Me temo que te he ignorado durante mucho tiempo —dijo.

—He hecho amigos.

—Lo sé —dijo—. Comadreja me cuenta que eres una grata compañía.

No pudo ocultar la satisfacción que le producía saber que Comadreja Bocatiznada había dicho semejante cosa. Era joven para hallar en ello más significados de los que tenia.

—¿Eso piensa?

—Es tu hijo en mi vientre, ¿sabes? Me agota la espera, y el niño me obliga a guardar reposo. Debieras entretenerme.

—¿De qué modo?

—Cuéntame cosas. Háblame de tu pueblo natal. De tu niñez en la granja. Dicen que tus historias de rústico son divertidas.

Y entonces pasó una hora grotesca, contándole cuentos de High Waterswatch a la mujer que pensaba matarle. Le desagradaba tener que hablarle de su padre y de su madre, ¿pero qué otra cosa podía decirle? Se rió apenas cuando le confesó su intento fallido de entrar en el ejército, y cuando contó que el sargento le había declarado no apto.

Pareció interesarse por todo, por los relatos de cómo los granjeros saben cuando el grano está listo para cosechar y cuándo una vaca tiene mellizos, y de los signos de la tormenta.

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