El nombre de la bestia (42 page)

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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El nombre de la bestia
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—Según Paul —siguió explicando Michael—, al-Qurtubi ya estaba obsesionado con el problema de la falta de liderazgo en el islam. En 1985 escribió un panfleto titulado
Jilaf al-Jilafa, La polémica sobre el califato
. Esta fue una de las primeras cosas que atrajeron el interés de mi hermano hacia él. Aducía que la abolición del califato en 1924 por parte de Quemal Ataturk fue el más grave golpe sufrido por el islam en toda su historia. La decisión de un solo hombre había hecho que los musulmanes de todo el mundo se quedasen sin líder, de modo que su actual humillación se remonta a aquella traición.

—¿A qué conduce todo esto, Michael? Estamos rodeados de locos. ¿Qué tiene de especial al-Qurtubi?

—¿No lo adivinas? Se ha autoproclamado nuevo califa, el legítimo caudillo del mundo islámico. Si logra concitar apoyos suficientes, se convertirá en el núcleo de una alianza fundamentalista que irá desde Marruecos a Irak.

—¿Sólo por autoproclamarse califa?

—No, no sólo por eso. Necesita algo que ofrecerles, algo que nadie pueda darles. Mi hermano descubrió de qué se trata.

Michael hizo una pausa. Casi tan tenue como en un sueño, la llamada a la oración del mediodía les llegó desde los remotos confines de la ciudad y a través de sus desoladas vías.

—Quiere hacer retroceder la historia —dijo Michael—. Como sabes, según la ley islámica, cuando una tierra queda bajo el control del islam debe permanecer siempre como territorio islámico. Por eso consideraron la pérdida de Palestina un golpe tan grave. Al-Qurtubi quiere el desquite por el establecimiento del estado de Israel. Quiere una compensación, un justo intercambio. Las potencias occidentales se inmiscuyeron en el mundo islámico y, ahora, los musulmanes reclamarán tierras que en otro tiempo les pertenecieron, tierras que les fueron arrebatadas por la fuerza. Una cabeza de puente en Europa. No es ningún estúpido. Sabe que no puede pedir todo lo que fue la España musulmana. Sería impensable. Pero se propone pedir la actual Andalucía, ámbito del último estado musulmán. Esto significa pedir las provincias de Almería, Cádiz, Córdoba, Granada, Huelva, Jaén, Málaga y Sevilla. Casi ochenta y ocho mil kilómetros cuadrados, es decir, prácticamente el equivalente a la superficie del estado de Israel, más lo que en uno u otro momento ha ocupado, incluida la península del Sinai. Todavía no ha planteado sus exigencias. Antes de hacerlo quiere desencadenar una campaña terrorista en toda Europa. La ha llamado
Fath al-Andalus
: la conquista de Andalucía. Verhaeren está convencido de que será la campaña terrorista más sangrienta de la historia y de que Andalucía no tardará en parecer un pequeño precio a pagar.

Aisha guardaba silencio, igual que Fadwa, sentada a su lado, perpleja ante aquel galimatías de los adultos que iban a morir. Todos terminaban muriendo. No se hacía ilusiones sobre nada ni sobre nadie.

—¿Y quién vivirá allí? —preguntó Aisha.

—Refugiados. No entiendes cómo funciona la mente de ese individuo. Por los archivos de Paul he podido hacerme una idea más que detallada. Es un horror. Hay unos ocho o nueve millones de musulmanes viviendo en Europa: magrebíes en Francia, paquistaníes en Gran Bretaña, turcos en Alemania, y otros grupos esparcidos por el resto de países. Son ya un foco que provoca violencia racista. Muchas personas exigen su expulsión. Cuando la orgía de bombas y asesinatos con el tiro en la nuca haya concluido, no los querrán en ninguna parte. Cuenta con eso. En eso confía y con eso especula. Serán sus primeros colonos. Además, cuenta con los palestinos, que siguen sin un estado. Les invitará a unirse a su califato, y también a los musulmanes de la India que se sienten amenazados por la mayoría hindú, a grupos enteros de los antiguos países satélites de Rusia. Con todos ellos poblará su nuevo al-Andalus.

—¿Y los andaluces?

—¿Qué sucedió con los palestinos al establecerse los israelíes?

Eso dirá él. España es muy extensa, dirá. Europa es rica y la Iglesia católica nada en la abundancia; los musulmanes ya han sufrido durante demasiado tiempo a manos de sus opresores. Les ofrecerá a los cristianos el derecho a vivir como
ahl al-dhimma
, pueblos protegidos, Pueblos del Libro, o sea, del Antiguo Testamento. Estarán legalmente más protegidos bajo el islam que los musulmanes bajo la Inquisición.

—Nadie lo aceptará.

—No pretende que lo acepten. Quiere que el terror rija la política del mundo. Quiere implantar el reino de Dios y nada le importa el precio que él o cualesquiera otros tengan que pagar por ello.

Capítulo
LV

C
ómo se ha hecho daño su amigo? —preguntó Fadwa arrodillada junto a Butrus, ayudándole a incorporarse.

—Le dispararon —respondió Aisha levantándose y yendo a ayudarla.

—¿Quién?

—La policía.

—¿Y vendrán aquí? —preguntó Fadwa mirando a Aisha con ansiedad.

—¿La policía? No, no lo creo. Aquí ya han terminado.

Fadwa asintió, muy seria.

A juzgar por la expresión de su rostro, se dijo Aisha, la niña temía más a los
muhtasibin
que a la peste.

—Hay que sacarlo de aquí —dijo Aisha—. Tiene una bala en el hombro.

—¿Si no se morirá?

Aisha asintió con la cabeza.

—Pero se pondrá enfermo y morirá de todas maneras —repuso la niña.

—No. Ya te dije que tenemos medicamentos. Fadwa, tienes que ayudarnos. Tenemos que encontrar el medio de salir de Bulaq. Muchos debieron de intentar escapar antes de que sucediera esto. ¿No te habló nunca nadie de alguna salida?

—No hay salida —repuso Fadwa meneando la cabeza—. Desde que construyeron el muro es imposible salir.

Pero algo le pasaba. Parecía muy asustada. Como si la sola idea de escapar despertase en ella un terror vagamente reprimido.

—¿Qué te pasa, Fadwa? ¿Por qué te ha asustado que hable de escapar?

—Ya se lo he dicho. Es imposible escapar. Nadie puede hacerlo —repuso la niña con voz estremecida, sin mirar a Aisha.

Había algo en la expresión de la pequeña que a Aisha le recordó el momento en que, de regreso de su casa, algo la asustó al pasar frente a los baños públicos. Los baños públicos y el enrejado de la entrada al sistema de alcantarillado.

¡Claro! Era eso. ¿Cómo podía haber sido tan obtusa? La salida era el sistema de alcantarillado. Se agachó y le cogió la mano a la niña.

—No tienes por qué asustarte, Fadwa. Ahora estamos aquí Michael y yo. Te cuidaremos. No tienes nada que temer. Pero necesito saber una cosa. ¿Trató alguien de escapar por las alcantarillas? ¿Les ocurrió algo malo? ¿Es de eso de lo que tienes miedo?

Fadwa intentó desasirse, pero Aisha la sujetó firmemente. La pequeña agachó la cabeza, moviéndola de uno a otro lado.

Michael se levantó y salió. Echó un vistazo a lo largo de la calle y observó las ventanas cegadas. Pensó en Tom Holly aguardándole en un frío café, esperando ver asomar por la puerta un rostro que nunca aparecería.

—Intentaron escapar por las alcantarillas —musitó Fadwa.

Aisha tuvo que agacharse para oírla. Era como si la niña hablase para sí, revelándole sus temores a su propio corazón.

—Los vecinos les dijeron que no debían ir, que ahí abajo había cosas que reptaban. Les dijeron que les atacarían, pero no les hicieron caso. Y fueron. Y se los comieron vivos.

Aisha no sonrió. Podía haber algo de verdad en la historia de la niña.

—¿Las ratas? ¿Es eso lo que quieres decir?

—No, las ratas, no. En las alcantarillas hay ratas, pero no se comen a las personas si no están muertas. Otras cosas. No sé cómo se llaman. Cosas gigantescas que reptan.

—Pero una niña tan mayor como tú no creerá en monstruos, ¿verdad?

—No son monstruos. Son de verdad.

—¿Los has visto?

Fadwa se estremeció y negó con la cabeza.

—¿Quién te lo contó?

—Papá. Me dijo que no jugara por allí.

—¿Y dices que esas cosas se comieron a la gente que bajó?

Fadwa asintió.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no volvieron.

—Quizá lograron escapar.

Fadwa se sobresaltó, como si tal posibilidad nunca se le hubiese ocurrido. En su fuero interno había dejado de ser una niña. Para ella, todo terminaba en la muerte. La huida, la verdadera huida, la huida de un corazón herido no figuraba en su universo. Ni despierta ni tampoco en sueños.

—Cariño —le dijo Aisha—, no creo que haya monstruos en las alcantarillas. Habrá ratas, pero podemos ahuyentarlas. Si encontrásemos un camino, podríamos salir de aquí. ¿Vendrías con nosotros?

Fadwa cerró los ojos y negó con la cabeza.

—No nos iremos sin ti, Fadwa. Si tú no vienes, no podremos marcharnos. Tendremos que quedarnos aquí, y Butrus morirá. Y, cuando se nos acaben los medicamentos, Michael y yo moriremos también.

Fadwa se tapó los oídos con las manos, sin dejar de mover la cabeza.

Aisha no había pretendido ser cruel. Puso las manos sobre las de la pequeña, retirándoselas con suavidad de la cara.

—¡No! —gritó Fadwa—. ¡No iré!

Se puso en pie de un salto y, antes de que Aisha pudiera detenerla, corrió hacia la calle. La joven salió de estampida tras ella, trastabillando, pero al llegar a la puerta se detuvo. Podía ser peor perseguirla.

—¿Te ha dicho algo? —le preguntó Michael, que estaba a pocos pasos de la puerta.

—Sí. Las alcantarillas. Por ahí escapaban. Fadwa cree que se los comieron unos monstruos que hay ahí abajo.

—¿No vamos a buscarla?

—No. No la encontraríamos. Volverá. Estoy segura.

—Ha sabido cuidar bastante bien de sí misma hasta ahora.

—Porque no tenía más remedio. Pero está asustada y sola, Michael. No es más que una niña. Créeme, volverá.

Volvieron lentamente sobre sus pasos. No aludieron a los momentos en que estuvieron haciendo el amor y que los habían vuelto a unir. El amor era tan frágil que no podían basarlo en un arrebato de lujuria en una fría calle de aquel desolado panorama, pero se cogieron de la mano como si creyeran que era algo más sencillo.

—¿Recuerdas el camino para volver hasta la boca del alcantarillado? —preguntó Aisha.

—Creo que sí —contestó Michael—. Puedo intentarlo.

—Inténtalo. Busca otras bocas. Pero no te alejes demasiado. Yo me quedaré con Butrus. Alguien tiene que quedarse aquí por si Fadwa regresa. Mira a ver si encuentras un camino. Y si localizas una tienda donde haya linternas y brújulas, tráetelas. Y cuerdas también.

—¿Nada más? —preguntó él sonriendo.

Era la primera vez que le veía sonreír desde su regreso.

—No. Aunque me gustaría que me trajeses también perfumes y un vestido nuevo —añadió tratando a su vez de sonreír. Pero fue en vano, porque sus labios no le obedecieron.

—Haré lo que pueda —dijo Michael inclinándose para besarla.

Durante todo el tiempo que estuvieron separados había deseado decirle muchas cosas. Sin embargo, ahora que estaban juntos de nuevo, notaba los labios resecos y la boca paralizada al tratar de formularlas.

Primero tuvo que asegurarse de que no había otro camino. Con ayuda de la intuición y la suerte dio con un sendero que conducía al límite del recinto, donde el alto muro hacía imposible pasar. Oía voces y ruido de motores al otro lado, pero el muro era demasiado alto para trepar por él y asomarse. En lugar de eso, optó por entrar en un edificio que se alzaba a su derecha, una casa alta cuya parte trasera daba a la calle.

En la tercera planta había una puerta entreabierta. El mismo olor dulzón que desprendían otras viviendas impregnaba el aire. Encendió la linterna y entró. No había alternativa. No tenía más remedio que arriesgarse a encenderla para alumbrar el camino. La sola idea de tropezar y caer a ciegas en la oscuridad le horrorizaba. No se hubiese adentrado allí a oscuras por nada del mundo, ni aunque en ello le fuese la vida.

A su izquierda vio abierta la puerta de un dormitorio. La oscuridad del interior quedaba mitigada por finos haces de luz. Michael entró.

Motas de polvo flotaban como estrellitas. Rayos de sol iluminaban tenuemente el suelo y en la pared del fondo se veían pequeños rombos. Michael miró sin querer hacia la cama, un alto lecho con una colcha de vivos colores, enmarcado por un rectángulo de luz. Rebosaba de gusanos, pálidos, ciegos, en constante movimiento. Michael se estremeció y desvió la mirada.

La ventana estaba cegada por una gruesa tabla de madera atornillada a la pared. Apagó la linterna. Al abrir los postigos miró a través de una ancha rendija de la tabla de madera.

La calle estaba llena de soldados y vio pasar una larga hilera de camionetas y Jeeps. Había otros vehículos estacionados a intervalos regulares a lo largo de la acera. Miró en la otra dirección y vio el mismo panorama. Aisha tenía razón. Las salidas a nivel del suelo estaban bloqueadas. Y tuvo la impresión de que no tardarían mucho en cansarse de esperar y decidirían entrar.

Capítulo
LVI

A
Nuri Waffaq le tembló la mano al ajustarse la corbata. Su despacho de la décima planta del edificio que ocupaba la Radiotelevisión de El Cairo estaba sumido en la penumbra. Las ventanas daban al río, al lado sur de la isla de Jazira y a las chabolas de al-Ajuza. Con unos buenos prismáticos hubiese podido ver las pirámides, aunque nunca se le había ocurrido intentarlo. Sabía que ahora ya era demasiado tarde; pero, como ocurría con la peste, los campos de concentración y las diarias ejecuciones, eso era algo de lo que no podía hablar por los micrófonos.

Hacía semanas que vivía en el filo de la navaja. Como destacado presentador de la televisión egipcia, había sido de inmenso valor para el nuevo régimen, pues había allanado el camino a sus presentadores novatos y sus nerviosos portavoces. Era una cara conocida, tranquilizadora para la gente que vivía la nueva situación y que era explotada inmisericordemente. ¿Cómo llamaban los americanos a alguien como él? Un ancla. Sí, eso era exactamente: un ancla para la frágil nave del Estado.

Pero había tenido que pagar un precio. El filo de la navaja. El hecho de no saber, de no estar al corriente del rumbo que seguía la política oficial, de ignorar qué hechos podían ser aceptables, qué cambios hacían tabla rasa de la historia reciente. Había visto a la mitad de sus colegas comparecer ante los tribunales y oído rumores de que a la mayoría los habían ejecutado. A las presentadoras las echaron en masa el primer día del golpe. Ningún rostro femenino se asomaría a las pantallas de la televisión estatal. Ninguna voz femenina se oiría a través de las emisoras de radio. Incitadoras al libertinaje y al delito, las llamó el nuevo ministro de radiotelevisión.

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