Blonde (63 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

BOOK: Blonde
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—Me prometían que viviría para siempre.

Ella era una mujer sana, alta, fuerte y ágil como una atleta. Entre sus piernas no estaba el sangrante y humillante corte que la consumía, sino un curioso y prominente órgano sexual.

—¿Qué es esto? ¿Qué soy? Me siento tan feliz.

En el sueño tenía permiso para reír. Para correr por la playa descalza, riendo. (¿Estaba en Venice Beach? No en la Venice Beach de ahora, sino en la de hacía mucho tiempo.) La abuela Della estaba allí, con el pelo agitándose al viento. Norma Jeane casi había olvidado sus carcajadas estentóreas. ¿Acaso la abuela Della tenía algo semejante entre las piernas? No era la polla de un hombre ni la vagina de una mujer. Era simplemente:

—Lo que soy. Norma Jeane.

Despertó riendo. Era temprano, las seis y veinte de la mañana. Había dormido sola. Había echado de menos a los hombres antes de quedarse dormida, tras lo cual no los había añorado en absoluto. Cass y Eddy G. no habían regresado de… ¿dónde? Una fiesta en Malibú, o quizá en Pacific Palisades. A Norma Jeane no la habían invitado. O tal vez la habían invitado y se había negado a asistir. ¡No, no, no! Quería dormir y quería hacerlo sin píldoras mágicas; en efecto, había dormido y despertado temprano con una extraña sensación de fuerza en el cuerpo. ¡Tan feliz! Se lavó la cara con agua fría e hizo los ejercicios de calentamiento que había aprendido en las clases de interpretación. Luego los ejercicios de calentamiento de sus clases de baile. Se sentía como un potrillo impaciente por correr. Se puso mallas de ciclista, calentadores y jersey holgado. Se recogió el pelo en dos trenzas cortas y rígidas (¿no le había hecho trenzas tía Elsie antes de una de las carreras en el Instituto de Van Nuys para que el cabello rizado y rebelde no le cayera sobre la cara?) y salió a correr.

Las estrechas calles flanqueadas por palmeras estaban casi desiertas, aunque en Beverly Boulevard empezaba a acumularse el tráfico. Desde el estreno de
Niágara
, recibía continuas llamadas de su agente y de La Productora. Entrevistas, sesiones fotográficas, publicidad. Había carteles de Rose Loomis distribuidos por todo el país. Estaba en las portadas de
Inside Hollywood
y
PhotoLife
. Le leían las críticas con entusiasmo por teléfono, y de tanto oírlo, el nombre de Marilyn Monroe empezó a antojársele irreal, como el nombre de una ridícula desconocida descrita con palabras también ridículas y también inventadas por desconocidos.

Un bombazo de interpretación. Un talento turbador, tosco, primitivo. Una rubia ostensiblemente
sexy
y sin inhibiciones; no ha habido otra igual desde Jean Harlow. El poder elemental de la naturaleza. Una actuación tortuosa. Uno detesta a Marilyn Monroe y al mismo tiempo la admira. ¡Deslumbrante, brillante! ¡Sensual, seductora! ¡Que se quite Lana Turner! Un impresionante semidesnudo. Cautivadora. Repulsiva. Más lasciva que Hedy Lamarr y Theda Bara. Si las cataratas del Niágara son la séptima maravilla del mundo, Marilyn Monroe es la octava
.

Al oír estas cosas, Norma Jeane se inquietaba. Se paseaba con el auricular ligeramente separado de la oreja. Reía con nerviosismo, levantaba una pesa de cinco kilos con la mano libre. Se miraba al espejo, desde el cual la miraba a su vez, tímida e intrigada, la chica del espejo biselado de la farmacia Mayer’s. O de repente se inclinaba, se balanceaba y hacía diez rápidas flexiones seguidas. Veinte. ¡Las palabras elogiosas! Y el nombre Marilyn Monroe como una letanía. Norma Jeane se sentía incómoda, consciente de que las palabras recitadas con tono triunfal por su agente o por los empleados de La Productora habrían podido ser otras cualesquiera.

Palabras de desconocidos que tenían el poder de definir su vida. Cuánto se parecían al viento, que soplaba incesantemente. El viento de Santa Ana. Sin embargo, sin duda llegaría el momento en que el viento dejara de soplar; entonces aquellas palabras se desvanecerían y… ¿qué pasaría?

—Pero ésa no era Marilyn Monroe —dijo a su agente—. ¿No se dan cuenta? Era Rose Loomis y sólo existía en la pantalla. Ahora está muerta. Todo ha terminado.

Su agente tenía la costumbre de reírse de la ingenuidad de Norma Jeane como si ella hubiera pretendido ser ingeniosa.

—Marilyn, cariño —dijo con tono reprobador—. No ha terminado.

Corrió durante cuarenta minutos de éxtasis. Después, cuando torció por el camino de entrada del edificio, jadeando, con la cara empapada de sudor, vio a dos hombres jóvenes que se dirigían a la puerta principal.

—¡Cass! ¡Eddy G.!

Estaban pálidos, desaliñados, sin afeitar. La elegante camisa de seda gris de Cass estaba desabotonada hasta la cintura y manchada con un líquido del color de la orina. Eddy G. tenía los pelos de punta, en retorcidos mechones de loco, y un arañazo reciente, curvo como un gancho rojo, junto a la oreja. Los dos miraron estupefactos a la joven vestida con un suéter de la Universidad de Los Ángeles, pantalones de ciclista, calentadores y zapatillas de deporte, con el pelo trenzado y un saludable brillo de sudor en la cara.

—¡Norma! ¿Qué haces levantada a estas horas? —preguntó Eddy G. con voz plañidera.

Cass dio un respingo, como si le latiera la cabeza, y dijo con tono de reproche:

—¡Vaya! ¡Estás contenta!

Norma Jeane rió. Los quería tanto. Los abrazó y besó sus ásperas mejillas, pasando por alto el apestoso olor.

—¡Sí! ¡Soy feliz! Tanto que está a punto de estallarme el corazón. ¿Sabéis por qué? Porque ahora la gente de Hollywood verá que yo no soy Rose. Dirán: «Ha creado a Rose, que es muy distinta de ella. ¡Es una actriz!».

¡Embarazada!
Con el nombre de «Gladys Pirig», había ido a consultar a un ginecólogo de un barrio de Los Ángeles tan alejado de Hollywood que parecía pertenecer a otra ciudad. Cuando él le dijo que sí, que estaba embarazada, ella rompió a llorar.

—Ay, lo sabía. Supongo que lo intuía. Últimamente me siento hinchada y tan contenta.

El médico, que no veía más que a una joven rubia llorosa, interpretó mal sus palabras y le cogió la mano, una mano que no tenía anillo de bodas.

—Usted es una joven sana, querida. Todo irá bien.

Norma Jeane se soltó, ofendida.

—He dicho que estoy contenta. Quiero tener al bebé. Mi marido y yo llevamos años intentándolo.

De inmediato llamó a Cass Chaplin y a Eddy G. Pasó la mayor parte de la tarde tratando de localizarlos. Estaba tan eufórica que olvidó que tenía una cita para comer con un productor, una entrevista con un periodista de Nueva York y una reunión en La Productora. Aplazaría su próxima película, un musical. Durante una temporada se ganaría la vida posando para revistas. ¿Cuánto tardaría en notarse el embarazo? ¿Tres meses? ¿Cuatro? Hacía tiempo que la gente de
Sir!
le pedía una foto para la portada y ahora podría cobrar la friolera de mil dólares. También podía contar con
Swank
y
Esquire
. Y había una revista nueva,
Playboy
, cuyo director también quería sacar a Marilyn Monroe en la portada. Después se dejaría el pelo de su color natural.

—Si sigo decolorándolo, se estropeará.

Se le ocurrió una idea absurda: ¡llamaría a la señora Glazer! ¡Cuánto echaba de menos a la madre de Bucky! Era a ella, y no a Bucky, a quien adoraba. Y a Elsie Pirig.

«¿Sabes una cosa, tía Elsie? Estoy embarazada.»

Aunque aquella mujer la había traicionado, Norma Jeane la había perdonado y seguía añorándola.

«Una vez que tienes un hijo, eres una mujer para siempre. Te conviertes en una de ellas y ya no pueden hacerte a un lado.»

Los pensamientos volaban, rápidos como murciélagos, en su cabeza. No podía ordenarlos. Prácticamente tenía la impresión de que no eran suyos. ¿No se olvidaba de alguien? ¿Alguien a quien debía telefonear?

«Pero ¿quién? Casi puedo ver su cara.»

La celebración
. Esa noche se reunió con Cass y Eddy G. en un restaurante italiano de Beverly Boulevard, un sitio donde rara vez reconocían a Marilyn. Con ropa vulgar, el pelo oculto bajo un pañuelo, unas cejas que apenas se veían y sin maquillaje, Norma Jeane estaba segura. Eddy G. se sentó junto a ella en el reservado y la besó en la mejilla.

—Eh, Norma, ¿qué pasa? —preguntó con cara de asombro—. Pareces…

—Nerviosa —terminó Cass con gesto risueño pero asustado, sentándose en el asiento de enfrente.

Norma Jeane había planeado murmurarles al oído, a uno por vez: «¿Sabes una cosa? ¡Estoy embarazada! Vas a ser padre». En cambio, prorrumpió en sollozos. Levantó sus laxas y asombradas manos y las besó en silencio mientras los hombres intercambiaban una mirada llena de miedo. Más tarde, Cass diría que sabía que Norma estaba embarazada, claro que lo sabía: hacía tiempo que ella no tenía la regla y sus reglas eran tan dolorosas, demoledoras para la pobre chica y una auténtica prueba para cualquier amante, que desde luego que lo sabía, o lo presentía. Eddy G. aseguró que se había quedado de piedra, aunque no era exactamente una sorpresa. ¿Cómo iba a sorprenderse si hacían el amor todo el tiempo? ¿Cómo iba a sorprenderse justo él, con su polla incansable y siempre enhiesta? Porque no cabía duda de que el padre era él. Quizá no fuera exactamente un honor, ni siquiera tenía la seguridad absoluta de su paternidad, pero no podía negar que se sentía orgulloso. ¡Un hijo de Edward G. Robinson Jr. y una de las mujeres más bellas de Hollywood! Los dos jóvenes sabían que Norma Jeane deseaba un niño. Era uno de sus rasgos más enternecedores: qué ingenua y tierna era, cuánta fe tenía en el poder redentor de la maternidad, aunque su madre fuera una loca que la había abandonado y que (según rumores que circulaban por todo Hollywood) en una ocasión había intentado matarla. Los dos sabían lo importante que era para Norma ser lo que ella definía como una «persona normal». Y si un niño no te convertía en una persona normal, ¿qué otra cosa podría hacerlo?

De modo que esa noche, cuando Norma Jeane se echó a llorar y les besó las manos, mojándolas con sus lágrimas, Cass se apresuró a decir, con toda la comprensión de que era capaz:

—Ay, Norma, ¿crees que estás…?

—¿Es lo que pienso? —interrumpió Eddy G., y su voz se quebró como la de un adolescente—. Oooooh, vaya.

Los dos sonreían, aunque estaban aterrorizados. Todavía no habían cumplido los treinta; eran casi unos niños. Hacía tanto tiempo que no conseguían ningún trabajo de interpretación que les costaba simular emociones. La mirada que intercambiaron reflejaba la certeza de que con aquella jovencita chalada no habría una solución sencilla, pues no aceptaría someterse a un aborto. Además de desear un bebé, Norma Jeane despotricaba a menudo contra el aborto. En su tierno corazón de mema, seguía siendo una devota de la Ciencia Cristiana. Creía, o quería creer, en gran parte de esa basura. En consecuencia, no habría aborto y no tenía sentido sacar el tema. Si los amantes Dióscuros tenían la esperanza de que Marilyn Monroe se enriqueciera pronto, esto alteraba sus planes. Era un auténtico obstáculo para sus fantasías. Sin embargo, si jugaban bien sus cartas, quizá quedara en un engorro temporal.

Norma Jeane fijó sus bonitos, ansiosos y brillantes ojos en los de ellos.

—¿Os alegráis por mí? Quiero decir…, ¿por nosotros? ¿Los Dióscuros?

Sólo podían decir que sí.

El tigre de peluche
. Un episodio que parecía un sueño, pero era real. Era real y compartido con los Dióscuros. Aunque se había emborrachado con vino tinto (ella había bebido sólo dos o tres vasos, mientras que los muchachos apuraron dos botellas) y más tarde no recordaría con claridad lo sucedido. Aproximadamente a medianoche, ella, Cass y Eddy G., mareados, eufóricos y llorosos, salieron del restaurante donde habían celebrado la noticia y pasaron junto a una juguetería con las luces apagadas, una tienda pequeña por delante de la cual sin duda habrían pasado muchas veces sin fijarse, a menos que Norma Jeane se detuviera de vez en cuando para mirar con añoranza los bonitos animales de peluche, una gran familia de muñecas, los cubos decorados con letras de un rompecabezas, los trenes, camiones y coches de juguete, pero Cass y Eddy G. habrían podido jurar que jamás habían visto esa juguetería, y qué coincidencia, declaró Cass, verla por primera vez precisamente esa noche.

—Como en las películas. Es la clase de cosa que ocurre sólo en las películas.

El alcohol no embotaba los sentidos de Cass; por el contrario, los aguzaba. Estaba convencido de que nunca estaba tan lúcido como cuando bebía.

—¡Las películas! —exclamó Eddy G. con la boca torcida—. ¡Todo lo que nos pasa ha pasado antes en las putas películas!

Norma Jeane, que rara vez bebía y había prometido no volver a hacerlo durante el resto de su embarazo, se tambaleó ante el escaparate. Exclamó un «Oh», empañando el cristal con su aliento. ¿Era posible que estuviera viendo lo que veía?

—¡Oh! Ese tigre. Yo tuve uno igual hace mucho tiempo, cuando era pequeña.

(¿Era verdad? ¿El muñeco era igual a aquel regalo de Navidad desaparecido en el orfanato? ¿O éste era más grande, peludo y caro? También recordó el tigre que había confeccionado para la pequeña Irina con telas de un baratillo.) Con la brutal agilidad que lo había hecho famoso en el submundo de Hollywood, Eddy G. dio un puñetazo a la luna del escaparate, aguardó a que terminara de caer la lluvia de cristales y, ante la mirada atónita de Cass y Norma Jeane, introdujo la mano por el agujero para coger el tigre.

—¡El primer juguete del niño! ¡Es precioso!

El desagravio
. A última hora de la mañana siguiente, atormentada por la culpa, Norma Jeane volvió a la juguetería. Le dolía la cabeza, tenía resaca y unas ligeras náuseas.

—¿Habrá sido un sueño? No me pareció real.

Llevaba el pequeño tigre de peluche en el bolso. No quería pensar que Eddy G. había roto la luna del escaparate como consecuencia de su impulsivo comentario. Pero tenía muy claro que el joven le había dado el juguete, que había dormido con él y que ahora estaba en su bolso.

—¿Qué voy a hacer? No puedo presentarme y devolverlo como si tal cosa.

¡Allí estaba la juguetería! H
ENRI’S
T
OYS
, y en letras más pequeñas: «Nuestra especialidad: juguetes confeccionados a mano». Era una tienda diminuta con una fachada de menos de cuatro metros. Y qué desamparada parecía con una luna del escaparate rota y cubierta parcialmente con un trozo de madera. Norma Jeane espió por el cristal y comprobó con horror que, sí, la tienda estaba abierta. Henri estaba detrás del mostrador. Norma Jeane abrió la puerta con timidez y una campanilla resonó sobre su cabeza. Henri alzó la vista y la miró con ojos tristes. La tienda estaba escasamente iluminada, como el interior de un castillo. El aire olía a tiempos antiguos. Cerca de allí, en Beverly Boulevard, el tráfico estaba congestionado como todos los mediodías, pero en H
ENRI’S
T
OYS
reinaba una reconfortante paz.

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