Bautismo de fuego (32 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Bautismo de fuego
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—¡Basta con un muerto! —gritó el caudillo de los Ratas—. ¡Éste de aquí es culpable él mismo, no sabía con quién se las había! ¡Retrocede, Falka!

La de los cabellos grises sólo entonces bajó la espada. Giselher alzó un saquete y lo meneó.

—Según las leyes de nuestra hermandad, pagaré por el muerto. ¡Honrada­mente, según el peso, un talero por cada libra de su repugnante cuerpo! ¡Y en ello se acaba la trifulca! ¿Digo bien, camaradas? Eh, Pintas, ¿qué dices?

Chispa, Kayleigh, Reef y Asse se pusieron detrás del caudillo. Tenían los rostros como de piedra, las manos en la empuñadura de la espada.

—Honrado —habló uno del grupo de los bandidos de Cortapichas, un hombre bajito, de pies torcidos, vestido con una aljuba de cuero—. Bien dices, Giselher. Fin de la trifulca.

Servadio tragó saliva, intentando meterse en la muchedumbre que ro­deaba ya a los bandidos. De pronto sintió que no tenía ni pizca de gana de andar alrededor de los Ratas y cerca de la muchacha de los cabellos de color ceniza, llamada Falka. De pronto se dio cuenta de que la recompensa ofrecida por el prefecto no era tan elevada como pensaba.

Falka guardó serena la espada en su vaina, miró alrededor. Servadio se llenó de estupefacción al ver cómo su menudo rostro se transformaba de pronto y se encogía.

—Mi algodón de azúcar —gimió la muchacha, mirando la golosina que yacía sucia de arena en el suelo—. Se me ha caído mi algodón de azúcar...

Mistle la abrazó.

—Yo te compraré otro.

El brujo estaba sentado en la arena entre las cañas, triste, enfadado y pen­sativo. Miraba los cormoranes que estaban sentados sobre los árboles cu­biertos de guano.

Cahir, después de la conversación, había desaparecido entre los arbus­tos y no se mostraba. Milva y Jaskier buscaban algo de comer. En el bote traído por la corriente habían descubierto debajo de los asientos una cacerolita de cobre y una cesta de verduras. Pusieron en el canal ribereño la cesta de mimbre encontrada en el bote, luego se dedicaron a corretear por la orilla y golpear con palos en las plantas acuáticas para arrastrar hacia la trampa a los peces. El poeta se sentía bien ahora, andaba con su heroica cabeza vendada tan orgulloso como un pavo.

Geralt estaba pensativo y enfadado.

Milva y Jaskier sacaron la cesta y comenzaron a maldecir, puesto que en vez de los esperados siluros y carpas en el interior se meneaban y argenteaban un montón de minúsculos pececillos.

El brujo se levantó.

—¡Venid aquí los dos! Dejad esa cesta y venid aquí. Tengo algo que deciros.

Comenzó sin rodeos cuando se acercaron, mojados y apestando a pescado:

—Volved a casa. Al norte, en dirección a Mahakam. Yo seguiré solo.

—¿Qué?

—Se separan nuestros caminos, Jaskier. Basta de estos juegos. Vuelve a casa a escribir versos. Milva te conducirá a través de los bosques... ¿De qué se trata?

—De nada. —Milva se quitó los cabellos de los hombros con un brusco movimiento—. De nada. Habla, brujo. Quiero saber lo que has de decir.

—No tengo nada que decir. Me voy al sur, a aquella orilla del Yaruga. A través de territorio nilfgaardiano. Es un camino largo y peligroso y yo no quiero perder ya más tiempo. Por eso voy solo.

—Dejando a un lado el equipaje innecesario. —Jaskier movió la cabe­za—. La bola en los pies que retrasa la marcha y provoca problemas. En otras palabras, a mí.

—Y a mí —añadió Milva, mirando a un lado.

—Escuchad —dijo Geralt, ya más tranquilo—. Éste es un asunto mío, privado. No os compete a vosotros. No quiero que os juguéis el pescuezo por algo que sólo me afecta a mí.

—Te afecta sólo a ti —repitió Jaskier con lentitud—. Nadie te es necesa­rio. La compañía te molesta y estorba la marcha. No esperas ayuda de nadie y no tienes tampoco intenciones de preocuparte por nadie. Además, te gusta la soledad. ¿He olvidado mencionar algo?

—Cierto —respondió Geralt con rabia—. Has olvidado mencionar tu testa vacía comparada con la que contiene un cerebro. Si aquella saeta hubiera ido a la derecha, idiota, en este momento los cuervos te estarían comiendo los ojos. Eres poeta, tienes imaginación, intenta imaginarte ese cuadro. Repito: volved al norte, yo me dirijo en dirección contraria. Solo.

—Pos vete. —Milva se levantó tensa—. ¿Piensas acaso que a rogar ven­dré? Al cuerno contigo, brujo. Ven, Jaskier, nos apañaremos algo de co­mer. La hambre me mormura y en que la escucho me dan vahídos.

Geralt volvió la cabeza. Observó unos cormoranes de ojos verdes que secaban sus alas sobre los troncos de madera cubierta de guano. De pron­to percibió un fuerte olor a hierbas y maldijo con rabia.

—Estás abusando de mi paciencia, Regis.

El vampiro, que apareció de no se sabe dónde ni cuándo, no se inmutó y se sentó a su lado.

—Tengo que cambiar el vendaje al poeta —dijo sereno.

—Pues vete con él. Pero mantente lejos de mí.

Regis suspiró, sin intención alguna de irse.

—He escuchado vuestra conversación de hace un rato con Jaskier y la arquera —dijo, no sin mofa en la voz—. Hay que reconocer que tienes ver­dadero talento para buscar gente. Aunque el mundo entero parece preocu­parse de ti, tú precias de menos a tus compañeros y aliados deseosos de ayudarte.

—El mundo se ha vuelto del revés. Un vampiro pretende enseñarme cómo tengo que comportarme con las personas. ¿Qué sabes de los huma­nos, Regis? Lo único que conoces de ellos es el sabor de su sangre. ¡Maldita sea!, ¿pues no me he puesto a hablar contigo?

—El mundo se ha vuelto del revés —reconoció el vampiro, completa­mente serio—. Te has puesto a hablar. ¿No querrás también escuchar al­gún consejo?

—No. No quiero. No lo necesito.

—Cierto, lo había olvidado. No necesitas consejos, aliados no necesitas, también puedes apañártelas sin compañeros de viaje. El objetivo de tu empresa es un objetivo personal y privado, aún más, el carácter de tu objetivo exige que lo realices solo, en persona. Los riesgos, las amenazas, el esfuerzo, la lucha con las dudas sólo deben afectarte a ti y nada más que a ti. Porque son, al fin y al cabo, elementos de la penitencia, de la compra de la culpa que pretendes alcanzar. Un cierto, por así decirlo, bautismo de fuego. Atravesarás el fuego, que quema, pero que limpia. Solo, en soledad. Porque si alguien te apoyara, ayudara, tomara sobre sí siquiera un pedacito de ese bautismo de fuego, de ese dolor, de esa penitencia, la disminuiría. Así que se ha de privar de participar en esa parte de la expiación que es en exclusiva tu expiación. Sólo tú tienes deudas que pagar, no quieres pagar­las endeudándote al mismo tiempo con otros fiadores. ¿Entiendo bien la lógica?

—Tan bien que hasta resulta extraño estando sobrio. Tu presencia me molesta, vampiro. Déjame a solas con mi expiación, por favor. Y con mi deuda.

—De inmediato. —Regis se levantó—. Sigue sentado, piensa. Pero te daré el consejo de todos modos. La necesidad de expiación, de un bautis­mo de fuego que te limpie, el sentido de culpa, no son cosas cuyo derecho puedas arrogarte sólo tú. La vida se diferencia en esto de la banca: conoce deudas que se pagan endeudándose con otros.

—Vete, por favor.

—De inmediato.

El vampiro se fue, se unió a Jaskier y Milva. Durante el cambio del vendaje, el trío debatió qué se podría comer allí. Milva sacó los pececillos de la cesta y los miró críticamente.

—Meditar no hay el qué —dijo—. Hay que clavar a estas cucarachas canijas en unas ramillas y asarlas a la lumbre.

—No —dijo Jaskier meneando la cabeza recién vendada—. No es una buena idea. Los pececillos son demasiado escasos, no nos hartaremos con ellos. Propongo que preparemos una sopa con ellos.

—¿Sopa de pescado?

—Por supuesto. Tenemos el montón de pescaditos, tenemos sal. —Jaskier ilustró la cuenta bajando uno tras otro los dedos—. Hemos conseguido cebo­lla, zanahoria, perejil, apio. Y también una cacerola. Lo cocemos y tendre­mos una sopa.

—Vendrían bien algunas especias.

—Oh —sonrió Regis, echando mano a su maleta—. Con ello no habrá problema. Albahaca, pimentón, pimienta, hojas de laurel, salvia...

—Basta, basta —le detuvo Jaskier—. Es suficiente, la mandrágora en la sopa no nos es necesaria. Venga, al tajo. A limpiar los peces, Milva.

—¡Límpialos tú! ¡Veíanos! ¡Se piensan que como tien a una hembra en la compaña, ella va a bregar con la cocina! Agua traeré y prenderé el fuego. Y con las lochas ésas sus las entenderéis vosotros.

—Esto no son lochas —dijo Regis—. Son cachos, albures, acericas y bremos.

—Ja. —Jaskier no aguantó—. Veo que sabes de peces.

—Sé de muchas cosas —reconoció el vampiro indiferente, sin orgullo en la voz—. He estudiado aquí y allí.

—Si tal sabio eres —Milva sopló de nuevo al fuego y luego se levantó—, de seguro sabrás aviar estos pecejos. Yo voy por agua.

—¿Podrás traer sola la cacerola llena? ¡Geralt, ayúdale!

—Podré —bufó Milva—. Y su ayuda no me es de falta. ¡Él tié asuntos proprios, personales, no se atreva nadie a molestar!

Geralt volvió la cabeza, haciendo como que no escuchaba. Jaskier y el vampiro limpiaron los alevines de peces con mucha habilidad.

—Vaya sopa más clara que va a ser —afirmó Jaskier, mientras colgaba el caldero sobre el fuego—. Nos vendría bien, joder, algún pez mayor.

—¿Puede servir éste? —De entre las cañas salió de pronto Cahir, lle­vando por el cuello un lucio de tres libras que todavía agitaba la cola y abría y cerraba las agallas.

—¡Aja! ¡Pero qué belleza! ¿De dónde lo has sacado, nilfgaardiano?

—No soy nilfgaardiano. Procedo de Vicovaro, y me llamo Cahir...

—Vale, vale, ya lo sabemos. ¿De dónde has sacado el lucio, repito?

—Me he hecho una caña de pescar. Como cebo usé una rana. La eché en el canal junto a la orilla. El lucio picó al instante.

—Unos verdaderos especialistas. —Jaskier agitó su vendada cabeza—. Una pena que no propuse bistecs, seguro que habríais traído una vaca. Venga, pongámonos con lo que tenemos. Regís, echa todos los pececillos al caldero, con cabeza y rabo. El lucio, sin embargo, hay que prepararlo bien. ¿Sabes, nilf... Cahir?

—Sé.

—Pues entonces manos a la obra. Geralt, maldita sea, ¿tienes intencio­nes de estar mucho tiempo allí sentado con gesto de mala leche? ¡Pela las verduras!

El brujo se levantó obediente, se unió a ellos, pero se sentó claramente lejos de Cahir. Antes de que pudiera quejarse de que no tenía cuchillo, el nilfgaardiano —o mejor dicho, el vicovarano— le dio el suyo, sacando otro de la bota. Lo aceptó, balbuceando las gracias.

El trabajo conjunto salió ordenadamente. El caldero repleto de pescadito y verdura empezó a cocer y a echar espuma enseguida. El vampiro retiró hábilmente la espuma con una cuchara que había tallado Milva. Cuando Cahir limpió y cortó el lucio, Jaskier echó al cazo la cola, las aletas, la espina dorsal y la dentada cabeza del voraz pez, luego removió el contenido.

—Ñam, ñam, qué bien huele. Cuando todo esto se cueza, vamos a colar los restos.

—Igual con los calcetines. —Milva enarcó las cejas, mientras tallaba otra cuchara—. ¿Cómo vamos a colar na, si no tenemos coladero?

—Pero querida Milva —sonrió Regis—. ¡Así no se puede! Lo que no tene­mos, lo sustituimos fácilmente con lo que tenemos. Es exclusivamente una cuestión de iniciativa y de pensamiento positivo.

—Vete al diablo con esos tus parlamentos de letrado, vampiro.

—Lo colaremos a través de mi cota de malla —dijo Cahir—. Qué más da, luego la lavo.

—Y antes se la lava también —afirmó Milva—. De otro modo de esa sopa yo no como.

La operación de filtro pasó con éxito.

—Ahora echa a la cazuela el lucio, Cahir —dispuso Jaskier—. Pero qué bien huele, ñam, ñam. No echéis más leña, sólo las brasas. ¡Geralt! ¿Adon­de vas con esa cuchara? ¡Ya no hay que remover!

—No grites, no lo sabía.

—El desconocimiento —sonrió Regis—, no constituye justificación para acciones irreflexivas. Si no se sabe, cuando se tienen dudas, lo mejor es pedir consejo...

—¡Cállate, vampiro! —Geralt se levantó y se puso de espaldas. Jaskier bufó.

—Miradlo, se ha enfadado.

—Así es él —afirmó Milva, hinchando los labios—. Un charlatán. Si no sabe lo que hacer, tan sólo habla y se enfurruña. ¿Entoavía no lo habéis captao?

—Hace mucho —dijo Cahir despacio.

—Añadid pimienta. —Jaskier lamió la cuchara, masticó—. Añadid to­davía sal. Ah, ahora está en su punto. Retiremos la cazuela del fuego. ¡Su puta madre, cuidado que está caliente! No tengo guantes.

—Yo tengo —dijo Cahir.

—Y yo —Regis cogió la olla por el otro lado— no los necesito.

—Bueno. —El poeta se limpió la cuchara en los pantalones—. Venga, compañía, a sentarse. ¡Que aproveche! Geralt, ¿estás esperando a una invitación especial? ¿Heraldos y fanfarrias?

Todos se sentaron alrededor de la olla que estaba puesta sobre la arena y durante largo rato sólo se escucharon los sorbos interrumpidos por el meneo de las cucharas. Después de comer la mitad del cacharro, comenzó una cuidadosa caza de los pedazos del lucio, hasta que por fin las cucha­ras dieron con el fondo de la olla.

—Pero cómo me he puesto —jadeó Milva—. No fue cosa tonta esto de la sopa, Jaskier.

—Ciertamente —reconoció Regis—. ¿Qué dices, Geralt?

—Digo: gracias. —El brujo se levantó con esfuerzo, se masajeó la rodi­lla, que de nuevo había comenzado a producirle dolor—. ¿Basta? ¿Son necesarias fanfarrias?

—Con él siempre es así. —El poeta agitó la mano—. No os preocupéis. Y todavía tenéis suerte, a mí me tocó estar con él cuando se peleaba con aquella su Yennefer, la belleza pálida de cabellos de ébano.

—Más discreto —le recordó el vampiro—. Y no olvides, él tiene problemas.

—Los problemas —Cahir ahogó un regüeldo— hay que resolverlos.

—Bah —dijo Jaskier—. Pero, ¿cómo?

Milva rebufó, colocándose cómodamente sobre la arena caliente.

—El vampiro es un letrado. A lo más seguro que lo sabe.

—La clave reside no en el conocimiento, sino en la habilidad para valo­rar la coyuntura —habló sereno Regis—. Y si valoramos la coyuntura, lle­gamos a la conclusión de que tenemos que ver con un problema irresoluble.

Toda esta empresa está falta de cualquier posibilidad de éxito. La probabi­lidad de encontrar a Ciri se acerca a cero.

—Mas así no se puede —le pinchó Milva—. Ha de pensarse positiva y inciniativamente. Lo mismico que con el coladero. Si no tenemos, pos otra cosa habremos de tomar. Así pienso.

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